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¿Se me mojó la pólvora?

Pero ya los tiempos cambiaron y reconozco el mal que le hacíamos a los perros y gatos de la cuadra y no volvimos a comprar pólvora...

6 de diciembre de 2024 Por: Mario Fernando Prado
Mario Fernando Prado
Mario Fernando Prado. | Foto: El País.

Siendo un parvulillo, esperaba con ansias la llegada de la pólvora navideña, para mí, más importante que el tal Niño Dios que nunca me trajo lo que yo pedía a pesar de las interminables cartas que le escribía y que jamás me contestó.

Casi siempre la disculpa era que “este año el Niño Dios está muy pobre” y tenía que portarme bien a la espera de semejante recompensa. Fue así como mi abuela, Misia Fifi y mi santa madre me chantajeaban desde finales de los noviembres con el cuentico ese y yo me cepillaba los dientes todas las noches, no ensuciaba las teclas de marfil (!) del piano que compraron a los Kattan para que mi hermana Margarita se ‘adornara’. Rezaba juiciosísimo el “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, la virgen me cubra con su santísimo manto, para que no tenga ni susto ni espanto”. No llevaba a Lorenzo a la mesa del comedor para que se comiera la madera de comino crespo, hasta que, por fin, llegaba ‘Marioefe’ con el valioso botín que encerraban herméticamente en un baño al que accedía metiéndome por la ventana para contemplar esos tesoros.

Sacaniguas, volcanes de varios tamaños, diablitos, velas que expulsaban luces multicolores, estrellitas, globos con la vela incendiaria adentro que iban a caer en San Antonio y unos cuetones de que se encendían a las 12 de la noche acompañados del Himno Nacional y que terminaban en tremendos ‘pummm’ que resonaban por todo el barrio El Peñón.

Y claro, no faltaba la otra pólvora que nos compraba el tío Luis Cocha -el que hacía unas cometas bellísimas- consistente en papeletas, tronantes, petacas y las ensordecedoras culebras hasta de 10 metros que remataban con un petacón espantoso que se escuchaba hasta en Popayán, en donde a propósito, existió un polvorero de nombre Próspero Calvache que mandaba a timbrar unas tarjetas promocionales que decían “Felices Pascuas y Próspero Calvache. Pedidos al 1589″.

Y ni para qué sigo con mi afición polvorera que heredaron mis hijos con lujo de competencia y que a Dios gracias ya cesaron esas horribles noches en que misia Carmen nos recordaba que un hijo de Fica Mosquera, hermano de Guillermo ‘almuerzo’ González, se había inmolado con unos totes que llevaba en el bluyín y que un hijo de Ricardo León Carvajal casi que se destrozó una mano por culpa de una papeleta.

Pero ya los tiempos cambiaron y reconozco el mal que le hacíamos a los perros y gatos de la cuadra y no volvimos a comprar pólvora donde mi inolvidable Chucho Álvarez, el polvorero del kilómetro 30, quien murió víctima de su propio invento al incendiársele su fábrica artesanal.

Y es así como desde ya unos pocos años, adiós a la pólvora, en conjunción con quienes la rechazan por el daño que le causan al medio ambiente, a la fauna y a la flora, en especial a los pájaros y pajarracos que se mueren del susto.

Por ahí me dice Martillo que si fue que se me mojó la pólvora y creo que hasta puede tener razón, aunque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.

***

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