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Un apartamento legendario

No pongo en duda el sobrio testimonio de Myriam, que confirma lo antes dicho: la imaginación de Alvarado es portentosa.

6 de diciembre de 2024 Por: Carlos Jiménez
Carlos Jiménez.

Yo creo que los críticos más acérrimos de Harold Alvarado Tenorio le pueden negar hasta el agua y la sal, pero lo que no pueden negarle es su imaginación prodigiosa. La misma que ha convertido las visitas suyas al apartamento de la calle del Prado de Madrid, donde yo viví en los años 80 del siglo pasado, en escenario de sorprendentes fábulas.

Allí ocurrieron los hechos más aparentes o realmente inverosímiles, entrelazados con las más cotidianas realidades. Aunque doy por supuesto que mis lectores conocen la más fabulosa de dichas fábulas, creo que no sobra repetirla.

Alvarado lleva a pasear a Borges al Central Park de Nueva York, se encuentran casualmente con una profesora argentina. El autor de Fervor de Buenos Aires se entusiasma y le dicta a ella seis poemas. Alvarado se queda con el manuscrito y por esos imponderables del azar, termina llevándolos a mi apartamento de Madrid.

Allí los guarda sin decírmelo en uno de mis libros, lo olvida, regresa a Nueva York y no sé cuánto tiempo después regresa a Madrid, recuerda, los recupera, regresa esta vez a Bogotá, los publica y desencadena con su insólito (re) descubrimiento una polémica tan intensa que dio lugar a que Héctor Abad Faciolince escribiera un libro.

Pero hay otra fábula, no por poco conocida, menos fabulosa. La traje a cuento en el Zoom elegiaco que dediqué a Mario Arrubla a raíz de su muerte. Entonces conté que un día de aquellos años 80, Alvarado se presentó en mi piso de Madrid, triste y derrotado, porque, según él, lo habían expulsado del Marymount Manhattan College, donde era profesor de literatura, debido a un episodio de delirium tremen delante de sus alumnas.

Incluso me dio a leer la carta, mejor el memorial de agravios, que había enviado a la directora de esa elitista institución en protesta por su expulsión. Publiqué esa columna hace cuatro años y la di por olvidada, hasta la semana pasada, cuando recibí un correo de Myriam Ortiz, esposa de Alvarado en aquellos 80, en la que me acusa de haberle calumniado diciendo que le habían expulsado del Marymount.

“Te recuerdo que él renunció a su Academic Tenure mucho tiempo después de que estuvo en tu casa de Madrid”. Él te visitó “a comienzos de 1984 (…) y en la primavera de 1985 organizó un ciclo de escritores, cuando seguía vinculado al Marymount”. No pongo en duda el sobrio testimonio de Myriam, que confirma lo antes dicho: la imaginación de Alvarado es portentosa.

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