Columnistas
Un discurso de 4 años
Será un largo y desgastante discurso, siempre definido por el espíritu de dividir a un país...
Seguirán pasando muy lentamente estos cuatro años en Colombia, en medio de un desgaste profundizado por un gobierno que ha encontrado en las emociones del discurso un refugio para su falta de ejecución.
Lejos de ser el camino para comunicar un objetivo, el gobierno Petro ha consagrado el discurso como un fin en sí mismo. Y así, el posicionamiento de la narrativa oficial se ha convertido en la principal prioridad del presidente durante su mandato. El uso de cada oportunidad para difundir y establecer como verdad su mirada sobre la historia de Colombia y el mundo se ha vuelto su mayor afán en el poder.
El gobierno Petro ha sido y seguirá siendo un largo discurso, cada vez más radical y encerrado en su propia interpretación de la realidad nacional. Y así como ha sido de largo el discurso, ha sido de corto el diálogo con otros sectores. El público, a su vez, lentamente ha perdido el entusiasmo y la indignación que inicialmente generaban las palabras del presidente, como cualquier encuesta de los últimos dos años puede corroborarlo.
Pero el discurso sigue, y entre más entiende el presidente que sus palabras ya no entusiasman como en otros tiempos, más decide subirle al tono y apostarle a crear nuevos enemigos, conspiraciones y culpables de todos los males del país. Lógicamente, el despelote y la falta de método a la hora de ejecutar no hacen parte de esa lista cuando pronuncia su discurso. Las pruebas, la evidencia y el soporte de cada afirmación en medio del revuelto conceptual han pasado a un segundo plano.
Si algo nos han dejado estos cuatro años de discurso, es una serie de universos paralelos que separan cada vez más la realidad cotidiana de la narrativa oficial. El presidente a diario propone crear acuerdos nacionales, constituyentes, parques eólicos, trenes que atraviesan el tapón del Darién e interpretaciones suyas de los deseos de ‘el pueblo’ (estas últimas solo cuando lo benefician a él). Pero no hay palabras que puedan ocultar el desorden y el desgaste en frentes tan esenciales como la soberanía energética y la estabilidad del modelo económico, aun en medio de promesas rimbombantes de descarbonización, transición y autonomía.
Lejos de ser lo brillante que muchos advertían que sería, este discurso ha estado lleno de episodios bochornosos. En sus palabras, el presidente con frecuencia llama fascistas a todos sus contrincantes y ha convertido el nazismo –uno de los peores momentos de la historia de la humanidad– en un elemento de indolente comparación política, sin la más mínima consideración por sus ocho millones de víctimas. Ni el rigor, ni la mesura, ni el sentido común han definido este discurso de cuatro años. En cambio, sí lo han hecho la grandilocuencia, la charlatanería y la suma de miles de temas dentro de una sola cosa. ¿Qué denota esto si no es un absoluto revuelto de conceptos y una falta de claridad absoluta sobre el futuro?
Será un largo y desgastante discurso, siempre definido por el espíritu de dividir a un país y sacar nuevamente a flote los más antiguos y viscerales odios entre toda la población. Pero al gobierno Petro, así como a todos los gobiernos del pasado, no lo evaluará la historia por la audacia de su discurso o por la determinación de sus palabras que tanto celebran sus defensores. Los gobiernos son recordados, en cambio, por su capacidad de dialogar y de construir en sus respectivos contextos políticos, en medio de dificultades y desafíos monumentales, y no por sus excusas de por qué no pudieron transformar el país. En esto último, es decir, desde la realidad, es donde realmente se raja el gobierno Petro.
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