Columnistas
Un viejo de 93 años
Construido en plena crisis económica de los Estados Unidos, el Empire fue por mucho tiempo el edificio más alto del mundo.
Hace unos años me encontré en la intersección de la Quinta Avenida con calle 34 Oeste de la ciudad de Nueva York, con Luis Guillermo Restrepo Satizábal. Queríamos cumplir un viejo sueño; tomarnos un par de martinis en el bar inglés del sótano del Empire State, a donde descendimos con la devoción de encontrar a un viejo amigo, el del histórico pararrayos en el que se apertrechó King Kong en 1933.
Edificio icónico de esta ciudad, acaba de cumplir 93 años el pasado 1 de mayo, pues en esa fecha fue dado al servicio en 1931. Luis Guillermo quiso alojarse en un hotel cercano a la Zona O, donde por poco pierdo mi sombrero. Decidió presentarme ante un grupo de turistas como “el escritor más grande del Pacífico -no le faltaba razón- heredero de Helcías Martán Góngora”. Ellos preguntaban “¿Martán qué?”, y avanzábamos en medio del invierno después de escanciar unas buenas botellas de vino y una paella en un restaurante español.
Construido en plena crisis económica de los Estados Unidos, el Empire fue por mucho tiempo el edificio más alto del mundo. Su nombre hace alusión al ‘Estado Imperio’. Hoy es apenas un viejo risueño que recuerda a los neoyorquinos el tiempo de una ciudad hecha a ‘escala humana’.
El derribamiento de las torres de Nueva York en septiembre de 2002, tuvo un antecedente desgraciado el 28 de julio de 1945: el capitán de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, William Smith, estrelló su bombardero B-25, similar a los que atacaron Tokio en la Segunda Guerra, contra el Empire State. El resultado: 14 muertos y más de 1 millón de dólares en daños.
Smith, enseñado a volar por las planicies del país había hecho más de una pirueta sobre el techo de la casa de su novia, hazaña que cumplían todos los pilotos en algún momento, pero no estaba suficientemente familiarizado con el paisaje de Nueva York, menos en aquel día nublado, cuando lo único que podían ver los viandantes era el pararrayos del edificio, si un destello de sol lo permitía.
El 1 de mayo de 1931, el presidente Hoover se dio el lujo de inaugurarlo de una manera muy moderna. Encendió sus luces desde Washington.
Para la época, comienzos de los 30, fueron muchos los que criticaron la construcción, pues prácticamente inauguró los peores tiempos de la nación. Mientras algunos vendedores se afanaban por rentar o vender las lujosas oficinas de sus 102 pisos, abajo, una muchedumbre hacía fila para recibir sopa de la gran olla dispuesta en plena calle, en Times Square. Fue un tiempo en el que miles de hombres iban sin destino de un lado a otro de los Estados Unidos, en trenes, en busca de trabajo. Para un blanco, ser guardián de un henil en el sur, o carnicero en Chicago, era aceptar “trabajo de negros”. Pero el hambre de la depresión hizo que muchos hicieran a un lado el orgullo y se alistaran en los más disímiles oficios.
Después de inaugurado, el edificio solo fue ocupado en un 25%, lo cual hizo que lo llamaran burlonamente el ‘Empty State Building’ (el edificio vacío del Estado), pero al despuntar los 40 y con el retorno de la prosperidad, vio copados todos sus espacios. No obstante sus dimensiones, 443,2 metros de altura, fue construido en un tiempo récord de 1 año y 45 días, con un promedio de trabajo de 4 pisos y medio por semana. La excavación del terreno donde fue levantada esta mole, correspondió al primer hotel Waldorf Astoria, propiedad de John Jacob, quien vendió la propiedad a su homónimo John Jakob Raskob, fundador de la General Motors.
Y es que el edificio, aunque fue el más alto del mundo, hoy ocupa apenas el lugar número 9, pero tiene ese candor del tiempo ido. Por su puerta que da a la Quinta Avenida, recibe al visitante un vestíbulo Art-Deco, así como una fotografía que recuerda la visita al lugar del gorila más grande del mundo: King-Kong. Era el Empire un edificio apenas inaugurado, cuando en 1933 se filmó ahí la película de aquella bestia enamorada que podía coger cinco cazabombarderos en cada una de sus manazas, sacudirlos como maracas, y lanzarlos después, con desdén, al East River.
Por años el edificio ha contado con guardias especializados en detectar suicidas, pues particularmente después de la depresión la ciudad debió soportar el azote de quienes querían lanzarse desde ahí, después de perder sus fortunas; si fracasaban aquí, elegían tirarse desde los cables de acero del Puente de Brooklyn. Es quizá por esta razón que se mantiene la prohibición de avanzar hasta la terraza del piso 102, y el ascensor llega únicamente hasta el observatorio del piso 86, desde donde es posible apreciar el Parque Central, el edificio de la Chrysler, la ciudad entera y, a lo lejos, la Estatua de la Libertad.
Para los musulmanes que hicieron polvo las gemelas de Nueva York, estas construcciones tan altas son un ‘símbolo de arrogancia’. Para el mundo moderno, una manera de aprovechar el espacio, hacia arriba, sobre todo en la isla de Manhattan, donde hace varias décadas se agotó el espacio edificable, y donde un metro cuadrado de tierra vale tanto como una cuadra de diez burros cargados de oro.
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