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¡Wilson está vivo!
Fue el filósofo y matemático francés René Descartes el primero en plantear que los animales no tienen alma, sino instinto. Pero es claro que estaba equivocado. Y que no tenía mascotas.
Hoy quiero creer que Wilson no ha muerto y todavía sigue aquí. Hoy se me antoja pensar que no terminó convertido en almuerzo gratis para un caimán, un jaguar, una pantera o una anaconda. Hoy tengo fe absoluta en que fue lo suficientemente ágil y astuto para escapar al acecho de las bestias gigantes de la selva.
Hoy me rebelo con toda firmeza frente al peso aplastante de la evidencia —ya 35 días sin tener noticias de su paradero— y elijo seguir alimentando la débil luz de la esperanza: decreto que Wilson sigue vivo.
Porque si de algo estamos urgidos en este país de la decepción eterna es de milagros. Y los milagros pueden venir de donde menos lo esperamos, incluso cuando ya no creemos en ellos, para que sigamos aferrándonos de alguna manera a la vida.
Wilson lo sabía con claridad. Por eso no tuvo dudas, ni miedo, y se metió al monte para buscar sin descanso hasta encontrar el milagro de los hermanitos Mucutuy con vida.
Wilson, se me ocurre pensar ahora, quizá decidió que no quiere ser encontrado. Tal vez, en la espesura insondable de la manigua, el espíritu de la selva lo halló y decidió regalarle como premio la libertad que nosotros no podíamos darle.
Y es muy probable que, en ese trance, Wilson haya elegido no ser rescatado por una especie que poco sabe de conservar, de proteger, y se empeña cada vez más en destruir.
Tal vez, a esta hora, mientras detallo en una fotografía de internet la elegancia de su estilizada figura, Wilson anda cazando algún pájaro colorido. O mirándose en el espejo cristalino de algún riachuelo. O intentando descifrar el intrincado paisaje selvático que Rubén Blades describió en una de sus melodías: “Camino verde, tan ancho como el mar, en donde el hombre se pierde si no sabe regresar. Camino verde, conozco tu verdad: el que no busca se muere sin encontrar...”.
Se me ocurren, incluso, razones más prácticas y menos trascendentes para asegurar que Wilson sigue vivo.
Tal vez se dio cuenta que los perros están perdiendo la batalla más importante de toda su historia.
Seguramente entendió que en este mundo, cada vez más interconectado pero cada vez más solitario, a muchos esnobistas les dio por convertir a los gatos en sus terapeutas de cabecera para lidiar con el peso de la soledad.
Como si a los gatos, en su infinita vanidad voluble, les interesara alguna cosa diferente a ellos mismos.
Como si los gatos, ególatras supremos del reino animal, entendieran de qué se trata eso de la solidaridad.
Como si los perros no hubieran demostrado juiciosamente, por los siglos de los siglos, que saben exactamente lo que significa ser “el mejor amigo del hombre”.
Y tal vez Wilson, clarividente y audaz, vio la manera de dar un golpe publicitario de alto impacto que ayudara a su especie a nivelar la balanza.
Y por eso no regresó. Para que todos devolvieran a los perros el lugar que les corresponde y que se ganaron a ladrido limpio.
Fue el filósofo y matemático francés René Descartes el primero en plantear que los animales no tienen alma, sino instinto. Pero es claro que estaba equivocado. Y que no tenía mascotas.
Porque basta mirarse en los ojos tristes de cualquier perro de la calle para verle el alma.
Así que nadie se atreva a decirme que Wilson murió. Porque sé que no es así. Yo he elegido creer en lo que, sabiamente, escribió mi hija Lizeth Trejos para la clase de su taller de literatura:
“... Un perro del grupo se pierde. El can acepta el pacto. Cubre la deuda. La naturaleza funciona en equilibrio. Para recibir, hay que entregar”.