Columnistas
Parásitos
La riqueza de las sociedades se puede determinar por el balance entre personas que producen y las que solo consumen.
Los parásitos invaden un organismo, crecen, se multiplican y consumen sin aportar. Si las defensas no actúan, no se detienen hasta matar a su víctima; entonces comienzan a morir por falta de sustento o saltan desesperados buscando otro huésped.
La riqueza de las sociedades se puede determinar por el balance entre personas que producen y las que solo consumen.
El capitalismo padece parásitos que viven únicamente de una renta, pero en la medida en que no aportan, el mercado los va eliminando. En cambio, el socialismo busca multiplicar a quienes creen tener el derecho a recibir sin necesidad de producir. Poco a poco, la generación de riqueza y bienestar se agotan y el organismo-país comienza a desfallecer.
Los parásitos, que al principio chupaban felices mientras el cuerpo estaba gordo y rozagante, terminan peleándose por los restos demacrados hasta encontrarse con los huesos. No les queda más opción que saltar, incluso en maltrechas balsas o por peligrosas trochas, para buscar sustento en otros lugares.
Quienes conciben una sociedad de parásitos no logran entender lo que ocurre. Su mantra ha sido combatir el egoísmo y culpar al mercado por la supuesta perversidad del dinero. Mientras piden sacrificio y austeridad a los demás, justifican moralmente el abuso del poder y disfrutan de una opulencia robada.
A medida que la escasez y la pobreza aumentan, aplican más controles, más prohibiciones, más subsidios y menos libertad, cerrando así el círculo de la miseria. Un sector se dedica a producir, y surge la economía subterránea con un mercado negro que mantiene al famélico organismo con vida, aunque con un dramático incremento de la desigualdad.
Es sorprendente que una teoría diseñada para explicar y resolver la pobreza -que no resistió un análisis de coherencia teórica y que, en la práctica, ha generado tanto sufrimiento- siga colonizando mentes que se niegan a estudiar una realidad tan sencilla de sumar y restar.
Es comprensible que influya en mentes jóvenes que, sin haber trabajado nunca, solo perciben derechos y consideran que todo está mal hecho. Sin embargo, cuando personas maduras repiten esta misma cantaleta, queda al descubierto que el discurso igualitario es una farsa. Lo usan para obtener votos y así ascender a niveles de riqueza que jamás habrían alcanzado con su propio trabajo y talento.