ELN
La huella de dolor que el ELN dejó en dos familias vallecaucanas
Alfonso Mosquera Murillo, de Pradera, y Diego Alejandro Pérez, de Tuluá, son dos de las víctimas que dejó el atentado a la Escuela de Cadetes de la Policía. Estas son sus historias.
Alfonso Mosquera Murillo, de Pradera, y Diego Alejandro Pérez, de Tuluá, son dos de las 21 víctimas que dejó el atentado del pasado jueves a la Escuela de Cadetes de la Policía, en Bogotá. Estas son sus historias.
El pradereño que perdió la vida buscando un sueño
Kelly Sánchez / Reportera de El País
Apenas empezaba a lavar el patio de su casa cuando Lucero Mosquera -de 20 años- recibió una llamada que la dejó temblando. Un tío le dijo que viera las noticias porque donde estudiaba su hermano Alfonso había estallado una bomba.
De inmediato encendió el televisor y confirmó la noticia: aquella mañana del jueves 17 de enero, un carrobomba había explotado en la Escuela de Cadetes de Policía General Santander en Bogotá. Después se supo que el impacto dejó 21 muertos y 68 heridos. Era el lugar donde hacía dos años había iniciado su preparación como oficial Alfonso Mosquera Murillo.
Al no escuchar entre el listado de muertos el nombre de su hermano, Lucero se tranquilizó.
Ni ella ni el resto de la familia querían imaginar que ‘Ponchito’, como conocían a Alfonso, estuviera en peligro. Lo llamaron por teléfono pero no contestó, llamaron a un número de emergencia pero no les dieron información.
Dónde estaba ‘Ponchito’, el joven de sonrisa eterna, el que a sus nueve años llegó donde Yolanda Beltrán para que lo convirtiera en deportista.
“Le pregunté qué quería hacer, él dijo que quería hacer de todo. Así que lo puse a correr -dice Yolanda-, pero la verdad es que no le iba tan bien; lo puse a lanzar la jabalina, y tampoco; le pasé el disco y vi que tenía opciones, entonces empezamos a trabajar en eso”.
‘Ponchito’ -así lo bautizó su entrenadora-, era un chico disciplinado en sus entrenamientos, “si uno le decía hay que dar dos vueltas, él daba tres”, cuenta. Tal vez fue esa pasión lo que le permitió ser dos veces campeón departamental de lanzamiento de disco y campeón nacional en la categoría juvenil en Copa de Lanzamiento en Bogotá en esa misma modalidad, y hacer parte de la Liga Vallecaucana de Atletismo.
Gracias al deporte obtuvo una beca con la que pudo ingresar a la Escuela de Cadetes de la Policía.
Yolanda lo vio por última vez el 28 de diciembre. Ese día, él le dio una abrazo fuerte y le dijo que su sueño se estaba haciendo realidad, que pronto se graduaría y que se dedicaría “al cien por ciento a ir por la medalla de oro en los Juegos Nacionales”.
Planeaba continuar con el deporte en la Policía y desde allí ayudar económicamente a su madre Inocencia Murillo, una ama de casa, y a su padre Alfonso Mosquera, un cortero de caña, así como a sus cinco hermanos, que viven en una casa de ladrillo y piso de cemento del barrio Manuel José Ramírez, uno de los sectores más pobres de Pradera, Valle.
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Su familia, el jueves pasado, no entendía lo que pasaba. Alguien de la Escuela de Cadetes los llamó y les dijo que Alfonso estaba bien, que solo estaba aturdido por la explosión. Luego, una exnovia de ‘Ponchito’, que tenía un familiar en la institución, les dijo que él estaba gravemente herido; pero después les informaron que solo estaba lastimado en la cara y en una pierna; minutos más tarde los llamó un amigo de él y les dijo que estaba entre los desaparecidos. Todo fue confusión.
Mientras tanto, Inocencia, la mamá, ya iba rumbo a Bogotá para aclarar qué había pasado. Cuando en el noticiero de la noche dieron el nombre de Alfonso, la familia confirmó su peor miedo: estaba muerto.
El joven que sacaba risas a sus compañeros en los entrenamientos deportivos, el que en cualquier momento desplegaba alguno de sus pasos de baile, el que pretendía ahorrar dinero para hacer ‘enchapar’ su casa, el que todos describen como el más alegre y noble, ahora era parte de la lista en la que nadie quería que apareciera su familiar.
Después vinieron las diferentes versiones de la muerte.
“Unos decían que él llegó al hospital con signos vitales; otros, que estaba desaparecido y lo encontraron; otros dijeron que iba caminando cuando pasó el carro y la explosión lo impactó y que las partes de su cuerpo no habían sido encontradas”, trata de explicar Lucero.
Es viernes. En la casa de ‘Ponchito’ cuelga, desde el segundo piso, una bandera de Colombia. Familiares, amigos y vecinos lo lloran.
Su papá, un hombre que en la piel azotada por el sol y en las uñas llenas de tierra evidencia el oficio de cortero de caña, casi no habla, sus ojos están apagados de tanto sufrir, el dolor se le sale por los poros. Mira el noticiero en el que informan sobre el proceso de identificación de los cadáveres. No dice nada, solo espera.
En otro lado, está Yury, otra de las hermanas de Alfonso: “Cuando le hacíamos dar rabia a mi mamá, ella nos decía que la íbamos a hacer morir, pero Alfonso decía ‘no diga eso que primero me muero yo’”.
El viernes pasado, los habitantes de Pradera realizaron una velatón y una
misa en solidaridad con la Policía Nacional y en homenaje a Alfonso Murillo.
Diego quería seguir los pasos de su padre
Javier Jaramillo - Corresponsal de El País
Los vecinos del barrio San Antonio, en Tuluá, donde vivía el cadete Diego Alejandro Pérez Alarcón, de 22 años, aún recuerdan la sonrisa y los buenos modales de este joven que soñaba con ser oficial de la Policía Nacional.
“Desde muy niño soñó con vestir el uniforme verde oliva de la institución porque quería seguir los pasos de su padre, que se pensionó en la Policía después de 24 años de servicio”, cuenta Jairo Bedoya Ossa, uno de los tíos de este joven hincha del América y amante de la salsa.
La última vez que sus padres y familiares compartieron con Diego Alejandro fue en diciembre pasado, cuando llegó de vacaciones.
“Disfrutamos juntos las fiestas del 24 y el 31 y nos dijo que estaba muy contento en la Escuela General Santander, además porque se había ganado una beca y lo habían nombrado brigadier de su compañía”, recuerda su primo Cristian David Bedoya, patrullero de la Policía Nacional.
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“Yo creo que mi primo llevaba esa vocación en la sangre, porque desde muy pequeño decía que quería ser policía como su papá”, dice Cristian David, quien reconoce que en sus días de aula Diego Alejandro siempre se destacó por su liderazgo y por ser un buen estudiante.
“Soñaba con ser comandante de la Policía en Tuluá, para estar cerca de la familia y para servirle a su comunidad”, comenta el patrullero Bedoya.
“Él siempre fue muy disciplinado y tenía muy claras sus ideas y lo que quería ser en la vida”, recuerda igualmente Jhoan Palacio, su amigo de infancia.
“Cuando nos graduamos del colegio nos inscribimos juntos para prestar el servicio militar en el Segundo Distrito de Policía, a él le tocó más suave que a mí, porque todo el tiempo estuvo en las oficinas del Comando”, agrega mientras llora la desparición del tulueño.
Lo quería como a un hermano y cuando Diego Alejandro tenía permiso llegaba a Tuluá y compartían mucho, como lo hicieron cuando prestaron servicio como auxiliares de Policía.
Ingresar a la Escuela de Cadetes General Santander no fue una tarea fácil para Diego Alejandro.
Lo logró después de dos intentos, pues la primera vez lo “rajó” la sicóloga, a pesar de haber pasado todas las pruebas.
Antes había intentado ingresar a la Fuerza Aérea Colombiana, FAC, pero “le faltó un pequeño empujoncito”, según su amigo Jhoan Palacio.
“La última vez que lo vi fue hace ocho días, cuando lo acompañé a reclamar un giro; luego fuimos a comprar un tiquete porque al día siguiente se iba para Bogotá”, recuerda con nostalgia Palacio, quien no entiende cómo “hay personas perversas que no les importa acabar con los sueños de un joven que solo pensaba en hacerle el bien a la sociedad”.
La familia de Alejandro Pérez continúa a la espera de los resultados de las pruebas de ADN para establecer la plena identidad de los cuerpos que aún permanecen sin identificar.
Recuerde
El atentado del pasado jueves contra la Escuela de Cadetes General Santander, ubicada en el sur de Bogotá, dejó 21 personas muertas y 68 heridas.
Decenas de heridos fueron dados de alta el pasado viernes debido a que sus lesiones no revestían mayor gravedad. Según informó el director de la Policía Nacional, general Óscar Atehortúa Duque, tres menores de edad resultaron afectados con la onda explosiva del carrobomba.
“Una de ellas, una niña de 3 años. Todos ellos hijos de nuestros policías, quienes también recorren nuestra Escuela General Santander porque en este lugar tenemos viviendas fiscales”, expresó el oficial.
Entre quienes siguen hospitalizados está el cadete Andrés Carvajal Moreno, quien lleva tres cirugías y se mantiene bajo pronóstico reservado. Según se conoció, perdió uno de sus riñones y también tiene afectación en sus ojos, además de quemaduras en su cuerpo.
Solo cuatro de las personas muertas han sido identificadas. Pero los 17 cuerpos restantes tendrán que ser identificados a través de pruebas de ADN. La Dirección de la Policía indicó que se tomaron muestras de los padres de las víctimas para adelantar ese proceso.
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