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24/12/20. Rafael Hernández, de 83 años, saluda a su hijastra, María Fernanda Idárraga (de blusa roja), su nieta Maribel (extremo izquierdo de la foto) y su bisnieta Sofía. Desde el inicio de la pandemia en marzo, las visitas en el Ancianato San Miguel se realizan en la entrada principal, con metro y medio de distancia entre el adulto mayor y su familia. | Foto: Foto: Jaír Coll | El País

UCI

El 'milagro' del ancianato San Miguel para combatir el covid-19 sin pisar una UCI

De los 254 residentes en el geriátrico, 59 contrajeron covid en agosto. Todos se recuperaron sin necesidad de remitirlos a una UCI. Historias de la vejez en medio de una pandemia que prohíbe las visitas familiares.

17 de enero de 2021 Por:  Jaír Fernando Coll Rubiano - El País

Carlos Alberto Ramírez practica el ritual desde hace tres años. Se despierta a las 5:00 de mañana, un poco antes que la mayoría de los residentes del Hospital Geriátrico Ancianato San Miguel de Cali. Se dirige al baño, en donde llena un vaso con agua, “porque es allí en donde nació la vida, hace 4000 millones de años”.

Ramírez, quien ha vivido 79, eleva el recipiente y emprende su oración a un dios sin nombre, sin género, sin hogar conocido en el universo. Es un dios que es tan omnipotente que llena por completo los ojos del anciano.
Reza por el país, la sociedad, sus ocho hijos (cuatro mujeres y cuatro hombres) y la institución que lo acogió hace cinco años tras vivir una temporada de 48 meses en la calle, luego de perder su empleo como bibliotecario en El Cottolengo, de Jamundí. Ramírez no le teme a la muerte. De hecho, no le teme a la extinción del hombre; piensa en las colonias humanas en Marte y en las exploraciones científicas en los gélidos océanos de una de las lunas de Júpiter. También piensa en cómo 59 de los 254 residentes del ancianato resultaron positivos para Covid-19 y ninguno falleció.

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Tan pronto acaba el ritual, Ramírez se ducha. Una hora más tarde ya está en compañía de sus “mejores amigos”, los libros. En el San Miguel continuó con su labor anterior, bibliotecario. Sus obras preferidas son las de historia. Un grueso tomo sobre la Edad Media y una biografía de Josef Stalin son los “amigos” con los que más ha departido recientemente. El creyente en el dios sin nombre lee una historia que lo incluye a sí mismo...

Esa historia empieza con la resolución a un interrogante: ¿cómo 59 personas de la tercera edad y con serias enfermedades de base se recuperaron en su totalidad frente a un virus que ha cobrado la vida a más de 36.000 adultos mayores en Colombia, el 77 % de las defunciones por Covid-19 en el país? 

Así se combatió el covid en el ancianato San Miguel

La primera vez que se tuvo noticia de la pandemia en Cali, a inicios de marzo del año pasado, el doctor Héctor Fabio Cortés, gerente del ancianato San Miguel, creía que al menos 100 residentes morirían. Para ese entonces otros ancianatos en Europa llegaban a tener una letalidad de hasta el 50 % entre sus moradores, pero más desalentador era la situación en Estados Unidos, con un 82 %.

El plan inicial consistía en lo siguiente: todo aquel que resultara positivo para covid sería enviado de forma inmediata a un centro médico para evitar la infección en el resto, plan que no tardó en ser desestimado tan pronto se conocieron los resultados de una evaluación a todos los residentes, que reveló que solo 83 de ellos cumplían los criterios necesarios para enviarlos a una Unidad de Cuidados Intensivos, UCI.

“Dado que sus músculos ya no resisten igual que antes y sus órganos están más deteriorados por la avanzada edad, intubar a un adulto mayor de nuestro ancianato -cuya edad promedio es de 78 años- implica acelerar su proceso de muerte en dos o tres días”, asegura Cortés.

Las visitas de amigos y familiares fueron suspendidas. El tapabocas se convirtió en un elemento obligatorio para residentes y trabajadores. Cuando estos ingresaban al geriátrico, debían ponerse una ropa por completo diferente. El lavado de manos constante era una especie de mandamiento sagrado. El San Miguel estuvo blindado del covid durante cinco meses seguidos.

Cuando se detectó el paciente cero, un enfermero auxiliar que presentó síntomas el 6 de agosto, la institución ya contaba con el apoyo de un equipo interdisciplinario de la Universidad del Valle liderado por el farmacólogo e internista Óscar Gutiérrez Montes.

Este cuenta que, tras hacerles pruebas PCR y de antígenos a todos los residentes del lugar, esa misma semana se descubrió que la mayoría de las infecciones tuvieron lugar en una de las salas en las que más hay contacto físico: Santa Catalina, en donde duermen las mujeres dependientes a las que los auxiliares deben bañar, vestir y dar de comer. De los 59 infectados, 56 eran mujeres y 3, hombres.

Tras este panorama, los pacientes positivos fueron clasificados en una escala de riesgo clínico entre uno y nueve, siendo uno los más vitales y nueve, los de más comorbilidades.

“No hubo necesidad de remitir a nadie a una UCI o a un centro médico de nivel dos de complejidad o mayor”, afirma Gutiérrez. Por un lado, 46 pacientes asintomáticos o que tuvieron señales leves fueron puestos en aislamiento durante 28 días, es decir, el doble de lo que establece el protocolo, mientras era llevada a cabo una observancia estricta por el personal médico.

En cambio, 13 pacientes graves fueron hospitalizados dentro del mismo ancianato, en donde se les hacía seguimiento constante a la temperatura, saturación de oxígeno, frecuencia respiratoria, entre otros parámetros.

Sin embargo, lo que asemejó el tratamiento de ambos tipos de pacientes fue la aplicación de una politerapia compuesta por tres medicamentos: 600 microgramos por kilo de ivermectina en dos tomas separadas por siete días, 500 miligramos del antiparasitario nitazoxanida cada 12 horas por seis días y 100 miligramos de aspirina cada 48 horas por siete días.
De acuerdo con Gutiérrez, la función de cada fármaco era el siguiente: la ivermectina, dificultar el ingreso del virus a la célula en la fase temprana; la nitazoxanida, fortalecer la acción anterior, y la aspirina, evitar la formación de coágulos de sangre que pueden comprometer órganos como los pulmones.

Todos los pacientes tratados con este método se recuperaron. Lo llamativo es que era un tratamiento muy económico, pues cuesta entre 13 y 20 dólares por persona.

“Una de las razones para elegir la ivermectina es que se trata de una droga de muy baja toxicidad. Mire que de las más de 3500 millones de personas que la han ingerido desde hace 35 años, ninguna ha muerto, al contrario del acetaminofén, que cada año deja entre 500 y 1000 muertos en Estados Unidos”, precisa Gutiérrez, quien concluye que el factor de éxito fue el abordaje temprano de la enfermedad.

La labor de los médicos descubriría más tarde, en septiembre, que el 88 % de los 59 casos positivos había generado anticuerpos, además de que tres tuvieron una reinfección, producto de restos del covid encontrados en la garganta, pero que no eran contagiosos para el resto de la población ni riesgosos para el reinfectado.

Héctor Cortés, Raúl Corral, Óscar Gutiérrez, Alejandro Varela, Bertha López, Mauricio Ocampo, César Rueda, Francisco Muñoz, Diana Castillo, Lizeth Londoño, Alberto Concha, hacen parte del equipo interdisciplinario que puso en marcha estas medidas, alineadas con los protocolos del Ministerio de Salud.

La lucha que ha ganado el ancianato San Miguel al covid-19

La pesadilla de tener covid

Un ejemplo de éxito dentro de la investigación y tratamiento en el Ancianato San Miguel fue Edilsa Soto, una mujer de 66 años con Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (Epoc). Exhabitante de El Calvario que se dedicaba a vender velas de incienso en San Cayetano y Miraflores.

A veces dormía en la calle, otras en una pieza de un edificio que hoy se encuentra demolido. En mayo cumplirá tres años de residir en el geriátrico, después de que un amigo que tenía en la Alcaldía hizo las gestiones.

Soto recuerda el primer síntoma que presentó a inicios de agosto: “Una vez acababa de subir ocho gradas, me asfixiaba”. Cuando llegó el resultado positivo, Soto fue trasladada de su habitación al hospital del geriátrico, en donde estuvo casi consciente de cómo el coronavirus se apoderaba de su cuerpo por medio de intensos dolores de cabeza, pérdida del olfato y la sensación de que su pulmón derecho “estaba a punto de explotar”.

Nadie podía visitarla. Ni siquiera su novio, José Antonio Adonais, de 74 años. A veces olvidaba por qué la habían hospitalizado; cuando le explicaban las razones, la mujer se creía muerta, producto de “ese virus del que nadie se salvaba”.

Había noches en las que era imposible dormir: la mujer oía la ventana de su cuarto abrirse. Acostada, sin posibilidad de moverse, advertía que “esa cosa” se adhería al techo. “Y luego escuchaba como el grito que hacen los monos. Yo apenas gritaba cuando los oía”.

Cuatro meses después, Soto recuerda esta alucinación en un pasillo del ancianato. A su lado está su novio, quien organiza las fichas de un tablero de parqués. “Estuve hospitalizada 18 días. Menos mal ya me recuperé, aunque todavía hay veces en la que siento ahogarme cuando subo las escaleras”.

El tablero está listo para ser jugado. Soto besa a Adonais, quien la muerde ligeramente. El dulce choque de labios rememora la escena de una película romántica.

En pandemia, el amor tiene una distancia de dos metros
La reja que hay en la entrada del Ancianato San Miguel plantea una fuerte tentación. Los espacios vacíos dan suficiente margen para los abrazos entre el residente y su visita. Es un gesto prohibido.

Rafael Hernández, de 83 años, saluda a su hijastra, su nieta y su bisnieta, desde una raya amarilla que establece la distancia para las manifestaciones de cariño: dos metros.

—En lo personal, yo no creo en todo lo que está pasando —le dice su hijastra, María Fernanda Idárraga, desde el otro lado—, pero si la gente se está enfermando por algo será...

—Yo no le tengo miedo a ese tal virus —responde Hernández—. Si uno está con Dios, no le pasa nada. Aquí estoy bien, tomando mis proteínas.

—Claro, ante todo la fe y la esperanza... y el amor por todos.

La nieta del señor, una niña llamada Maribel, sostiene un celular que apunta hacia el rostro de su abuelo. Le pide que salude a un familiar que está conectado por videollamada; toda la familia ha estado dispersa por culpa de la pandemia, incluso durante el 24 de diciembre del 2020.

Hernández ya lleva dos años como residente en la institución, pero tres más como afiliado desde que asistía a Centro Día, un servicio de terapia ocupacional que no solo se ofrece a los moradores del geriátrico sino también a cualquier adulto mayor de la ciudad.

Su coordinadora es la terapeuta Ana Claribel Duque, quien explica: “Nuestro propósito es que la cotidianidad de ellos no solo sea dormir, comer, ver televisión... Sino que cada día tenga sentido para ellos mientras fortalecemos sus habilidades cognitivas, motoras y sensoriales”.

Manualidades toda la semana, clase de baile los lunes, cinemateca los jueves y bingo los viernes son algunas de las actividades principales de Centro Día. Las risas arrugadas y tiernas son el gesto más frecuente dentro de la sala en la que es llevada a cabo la actividad.
Hoy precisamente tiene lugar la clase de baile. Una de las canciones insignia del merengue, ‘El Virao’, de Los Cantantes, suena a todo volumen.

Una instructora guía la clase por videollamada. Al menos quince abuelos tratan de seguir el ritmo, pero quien mejor lo hace es Édgar Morales Hernández, de 69 años. El sudor que baja por la espalda forma la silueta de sus pulmones en su camiseta. Es increíble que no pare: tan solo instantes atrás Morales acabó de hacer una hora de ejercicios cardiorespiratorios, su rutina diaria.

Cuando llegó al geriátrico el 21 de mayo del 2018, se llamó Camilo durante cinco meses: ese era el nombre que le había dado una psicóloga ante el desconocimiento de su identidad.

Morales se había despertado esa fecha en la Terminal de Transportes de Cali. No sabía por qué estaba allí. Tampoco portaba documento. Tras ser levantado por un policía, este le indicó que debía ir a un centro de atención para adultos mayores, desde donde lo remitieron al San Miguel.

A medida que el hombre de 69 años buscó en su memoria, descubrió que en el pasado había trabajado en diferentes entidades financieras. También recordó por qué su familia había decidido cortar cualquier vinculo con él: “Yo les recomendé que hicieran una inversión, pero que se retiraran cuando yo les avisara. Pero la tentación les ganó y volvieron a invertir a mis espaldas. Ni se alcanza a imaginar lo que se perdió: casas, carros... todo. Y yo tuve que asumir la responsabilidad”.

A veces llora cuando recuerda que su esposa e hija viven a más de 6400 kilómetros de él, en Canadá, según averiguaciones que hizo más adelante. Morales no solo ejercita sus músculos, sino también su mente: es un aficionado de la tecnología y le encanta ver videos sobre criptomonedas; da clases personalizadas sobre informática a sus compañeros de habitación.

Si uno busca su nombre en Google, solo aparece un resultado relacionado con él: un perfil que creó hace un par de años en LinkedIn. Debajo de su foto de perfil se revela su profesión: web-worker.
***
Hoy, cuando el temible Covid-19 vuelve a tomar un nuevo ímpetu y tiene las Unidades de Cuidados Intensivos del Valle al 99 % de su capacidad y los casos de infectados a casi 1200 diarios, la experiencia del Ancianato San Miguel es una clara muestra de lo que se debe hacer para vencerlo: aislarse, en la medida de lo posible; implementar estrictas medidas de bioseguridad; mantener una distancia prudencial con los seres queridos, en especial los adultos mayores, y seguir las indicaciones de los médicos cuando se tiene el virus, en especial cuando se trata de medicaciones.

Mientras todo este ocurre, Ramírez, el creyente en el dios sin nombre, acaba la lectura que lo forma como parte de ella, pero su personaje no se siente agotado: está sediento de conocer más historias, más vidas del pasado y el presente, que le den sentido a la suya propia, la de la vejez.

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