Entre semana podía oler a incienso. Aromas de nombres místicos como los que envuelven las cajitas de velas que los Hare Krishna venden por la calle: abrecaminos, pachulí, sándalo, nueva-vida Rubén Darío no era Hare Krishna pero también vendía incienso y a veces prendía una velita cuando llegaba de trabajar. Entonces su descanso se olía recorriendo la casa.
Los fines de semana, en cambio, el olor podía ser amarillo con tomate. Como cuando hacían vaca para preparar unos buenos huevos revueltos que alcanzaran para el desayuno de todos. Junto a Rubén, ahí también vivían Luis Alberto, Robinson, Luis Eduardo, Diego, Álex, y Marco Tulio. Pero ninguno cocinaba como Luis Alberto, luchito, que había conseguido trabajo en un restaurante de rodizio; de modo que cuando el hombre se metía a la cocina, la casa podía amanecer oliendo así los domingos: amarillo con tomate y sonrisa. Y había tardes en que la dejaba toda oliendo a arroz de leche recién hervido. Doble sonrisa. Porque luchito cocinaba muy rico.
Sentado en la colina de San Antonio, mientras los hippies pasan vendiendo atrapasueños tejidos con plumas y los enamorados de la tarde se dan besos para llevárselos en una selfie, Marco Tulio Suárez va enumerando los perfumes de su egreso, o mejor, de su vuelta a la vida. Marco Tulio tiene 66 años, y la mayoría de sus noches entre el 2008 y el 2012, olieron a sueños conciliados en andenes, bancas de parque, plazoletas, fachadas de negocios esquineros con techos-sombrilla y en las mejores noches, a inquilinato a cinco mil pesos pieza.
En algunas manzanas de El Calvario, zafarse de las fauces de la calle se le conoce como egreso en consecuencia del programa social de la Fundación Samaritanos y sus hogares de paso, que además de prestar asistencia a los habitantes de calle, les procura atención para recuperarse de alguno de los infortunios que los dejaron en el extravío del andén. Aunque no exista una ruta expedita para salir de ahí, en ciertas oportunidades, cuenta la historia de Marco Tulio, el camino parece abrirse a través del olfato.
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[[nid:542593;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/06/ep001132824.jpg;full;{Fotografía: Oswaldo Páez|El País}]]
El egreso, cuenta el padre José González, coordinador de la Fundación Samaritanos desde 1999, es prácticamente el último paso de un proceso de rehabilitación integral que empieza con asistencia básica a través de los albergues transitorios (cama limpia por una noche, baño y comida), para continuar con un plan sico-social que les permita, a quienes arrastren adicciones, empezar a independizarse del vicio. A partir de ese momento es cuando comienzan a ayudarles a rediseñar sus vidas: Después de esa etapa de acogida y sanación, la rehabilitación de su dignidad empieza con la recuperación de hábitos como el aseo, por ejemplo. Y así, con el acompañamiento de sicólogos, médicos y trabajadores sociales, vamos ayudándolos a pensar la forma de regresar al otro lado de la calle como personas de bien. Ahí es cuando se da el egreso
En todo este tiempo y con ese propósito, el padre José y su equipo lo han intentado de muchas maneras. Es una experiencia hermosa tenderle la mano a estos hermanos que han caído. Jesús cayó tres veces cargando la cruz. ¿Por qué no ayudarles a ellos?, se responde con la pregunta desde su despacho, en la parroquia del barrio La Flora. Por ese empeño, al padre lo han llamado con diversos apelativos. Loco ha sido uno de los más repetidos por la ceguera de quienes han visto en esa parte de la ciudad, apenas un mal olor dando tumbos bajo los espirales del humo que salen de las ollas de bazuco. La misma ceguera que no alcanza a entender que la vida es una tómbola y que en sus juegos del azar ha terminado confinando en esas calles a hombres, niños, ancianos y mujeres que no nacieron allí. Es la ceguera que no entiende de la vida obstinada, aferrada con uñas y dientes del pavimento para que El Calvario no se los trague. Pero el padre también es testarudo. Así como le han dicho loco, también lo han llamado José El Samaritano.
Una de las recientes y bellas locuras de José, fue alquilar una casa de un barrio estrato 5, al sur de la ciudad, para llevar como inquilinos a siete exhabitantes de calle en la etapa final de su proceso de reconversión. Ocurrió durante los cuatro meses finales del año pasado y el acuerdo entre ellos y él, consistió en que la Fundación solo asumiría el primer arriendo y el primer mercado. En adelante ellos se harían cargo de todo. Y lo hicieron. Convivieron en comunidad y resultaron tan amables como para que una vecina terminara invitándolos varias a veces a celebraciones de gaseosita, confeti y pastel. Para recordar cómo salir de la calle, cree el padre José, era necesario que recordaran el olor de volver a tener una casa.
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La casa, cuenta Marco Tulio, era de dos pisos, tenía las paredes muy blancas y cuatro cuartos. De modo que por las noches, a la hora de dormir, olía a sueños concebidos en habitaciones para dos y no en una para 180, como cuando llegaban al hogar de paso buscando comida caliente y un colchón. También había dos baños. Así que por las mañanas se olvidaron de hacer filas para la ducha y volvieron a disfrutar de las pequeñas sinfonías de la cotidianidad: los golpecitos de la máquina de afeitar contra el lavamanos, al momento de sacarle los excesos de crema y vello en medio de cada rasurada: tac-tac-tac. El sonido del agua cayendo del chorro sobre los hombros. El primer hervor del café, separando la madrugada del comienzo del día.
Marco Tulio calza 41 y ya no lleva zapatos de suelas deformadas por los dientes del asfalto. Atrapado en la prisión del licor duró cuatro años viviendo para una botella, o según como va sugiriendo su relato, perdido en el fondo de quién sabe cuántas. Pasaron muchas cosas para que llegara hasta ahí, cuenta él no como justificación sino como parte del trayecto: la mamá, que se le murió siendo un niño de 9 años; el papá, que no estuvo tanto como debió; haber crecido en medio de las galerías y el billar donde ejercitó el músculo del rebusque. Y Tania, Tania y sus labios rojos-salsa-de-tomate, que se le aparecieron en el parque del barrio Obrero para enamorarlo con furia, como si cada beso fuera un balazo.
Con Tania y por Tania caminó mucho, recuerda el hombre, hablando de días enteros buscando comida para dos afuera de los bingos del centro. Y de noches larguísimas cuidando carros mal parqueados y bodegas, donde vigilantes con sueño lo contrataban para que les cumpliera el turno. Al terminar, con la plata en el bolsillo, fiesta con Tania y una botella a la orilla del río Cali. Y así otro día. Y otro. Y otro. Hasta que una vez, un vendedor de cacharros ambulantes le contó de la Fundación Samaritanos y Marco Tulio comenzó a despegar su presente del andén. El 15 de agosto del 2014, mientras él luchaba por salir de la calle, a Tania labios rojos-salsa-de-tomate, se la llevó para siempre una cirrosis.
Para llegar a vivir a la casa que alquiló la Fundación, sus arrendatarios temporales no solo tenían que haber superado la etapa del consumo, sino haber iniciado emprendimientos que les garantizaran el sustento de sus necesidades, al igual que las de la vivienda; para ese momento casi todos ya eran vendedores ambulantes, que ofertando gafas, velas de incienso, maní, chitos y cacharros, habían interiorizado otra vez el hábito de trabajar.
Fue así como cada uno de ellos, juntando las monedas del día a día, pudieron cada mes cumplir con la cuota conjunta para pagar el alquiler. Robinson, Luis Eduardo, Diego, Álex y Rubén Darío se resolvían como vendedores ambulantes. Marco Tulio se dedicó a los almanaques Bristol y los best-seller de esquina, en un cruce vial de la Calle Quinta. Luis Alberto, luchito, que tenía manos benditas, consiguió coloca en un rodizio. Y por ahí derecho, coloca en la cocina de la casa cada fin de semana que hicieran vaca para desayunar juntos, como una suerte de familia unida por la sabiduría de la casualidad. Ninguno se conocía de antes.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, y casi sin darse cuenta, Marco Tulio contrae la nariz en algunos episodios de la historia. Varios de esos momentos coinciden con pasajes donde recuerda el olor del desprecio del pasado. Y las miradas que miraban a los habitantes de calle con menos cariño que el que se puede depositar en un orinal. Por eso sus otros compañeros, sobre todo por eso, no quisieron estar para la foto. El miedo a la incomprensión, aquí y allá, siempre tendrá la misma fragancia. El gesto de Marco Tulio, en todo caso, solo es cosa de un instante. De repente sus palabras limpian el aire y lo dejan todo color amarillo con tomate y sonrisa. Doble sonrisa. Un hombre ha recuperado el olfato de vivir.