Úrsula Iguarán, el Coronel, La Mamá Grande y Macondo, un altar mexicano para homenajear a Gabriel García Márquez.
Sentada en un mecedor de bejuco se encuentra La Mamá Grande. Vestida de novia color algodón por unas manos adolescentes que hicieron del papel china un vestido con contorno de flores y terminaciones de orificios diminutos, que la hacen lucir como lo que fue en 1962; la matrona de Macondo.La grandeza de su nombre dista de la esquelética figura de 65 centímetros fabricada por estudiantes de secundaria en una escuela mexicana bajo la técnica de papel maché, que resulta de mezclar papel periódico con engrudo para darle vida a los que se fueron del mundo terrenal.Calaveras o calacas esculpidas por mano de obra mexicana para recrear un escenario donde los vivos hacen de la muerte un festín barroco abundante de música, comida fresca, vasos con agua, fotografías, veladoras, incienso y sahumerio; todo un ritual para que sus muertos se escapen del más allá la noche del primero y dos de noviembre de cada año y compartan con sus consanguíneos y amigos de aventuras.Festejar a los difuntos los dos primeros días de noviembre, es una tradición milenaria. Pueblos indígenas sacan sus calaveras de barro, fotografías y flores amarillas para recibir a los muertos en una fiesta donde cabe la música, el café y las tertulias. Lo que para muchos extranjeros es un acto ceremonial que se mira a lo lejos con recelo, para el mexicano tradicional es una fiesta llena de vida y color.Como dijo Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad, para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.Patzcuaro y Morelia en Michoacán, son dos ciudades mexicanas que año tras año le dan vida a sus muertos aunque Halloween amenaza con pisarle los talones. En casa de la familia Suárez Prado, en el Distrito Federal, se han exhibido este año 128 calaveras y todavía nos falta sacar de las cajas toda la colección en miniatura, cuenta Gonzalo Suárez Belmont mientras pasa de a una por una, las fotografías de esqueléticas figuras que representan lo que quedó de un buzo, un anestesiólogo, una bailarina en un tubo, un borracho, un pintor, hay espacio para todos.Los Suárez han invertido varios pesos mexicanos en comprar la colección exhibida hoy en un tercer nivel de 40 metros aproximadamente. Una catrina puede costar en el mercado desde los 20 hasta los 400 dólares según el tamaño, el trabajo, los colores y detalles de su indumentaria.En la calle de Antonio Sola 65, ubicada en el emblemático barrio de La Condesa en la metrópoli del Distrito Federal, los alumnos del Instituto de Enseñanza Actualizada (IDEA) han construido por primera vez un altar de muertos para un colombiano a quien México ve como suyo, Gabriel García Márquez. Leonardo llegó desde el sábado para cubrir de verde una pared y terminar de vestir al colombiano que le dio vida a Macondo. Su libro favorito es Crónicas de una muerte anunciada y a sus 14 años, dice estar feliz por poder colaborar en hacer una ofrenda para una persona tan importante.La maestra Paty Hernández, Directora de Idea, tiene una anécdota personal con el maestro colombiano. Lo conoció cuando era novia y adolescente en una cafetería del Centro Histórico donde su esposo, el maestro Prado, compartía tardes de tertulia con otros grandes intelectuales de la época como Octavio Paz. Después de ese día me regaló Cien Años de Soledad y entonces comencé a leer sin parar muchas obras de Gabriel García Márquez, cuenta la maestra con ojos iluminados.El altar esta listo. La vista se topa con una entrada monumental donde se ve a La Mamá Grande sentada en su crujiente mecedora de mimbre como fue su última voluntad. Acompañada por una guirnalda de flores amarillas, moradas y naranjas que adornan un cráneo esquelético para darle paso a dos cavidades redondas cual ojos fulminantes abiertos de par en par y rellenos de esca rcha de tono rosa mexicano.A su derecha y erguido, se para sobre un camino de madera El Coronel que no tuvo quien le escribiera. Sostiene con sus dos manos aquél gallo de pelea que tuvo en octubre amarrado a la pata de la cama y después esperó con él, la noticia de una pensión que jamás llegó. Bigote frondoso, sombrero ajustado, saco beige, pantalón caqui, súbita sonrisa.Las paredes celeste enmarcan al vecino de El Coronel y su sonrisa sospechosa. Se trata de un náufrago en alta mar con su camisa desgarrada, vieja, montado en una barca maltrecha a esperas de un milagro que lo salve del naufragio. Que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre, Relatos de un náufrago publicado en el diario El Espectador de Colombia donde el maestro García Márquez trabajó en su juventud.Frente a frente pero sin cruzar miradas, los funerales de La Mamá Grande vuelven a robar escena. Adolescentes entre 14 y 16 años han tenido que leer la obra de Gabo meses atrás, antes de fabricar con material reciclado una caja negra que sirve de ataúd a la mujer más influyente de Macondo.Llega el turno de Santiago Nasar. Yace tendido detrás de una puerta de cartón. La pregunta les atormenta el corazón juvenil. -¿Por qué la mamá le cerró la puerta?- , insisten los jóvenes con uniforme de saco negro y pantalón gris, después de leer Crónicas de una muerte anunciada. La respuesta no llega, pero sí la representación de un Santiago de cartón asesinado junto a una puerta que jamás abrió.A escasos cuatro pasos entre Nasar y un camino vistoso amarillento, curtido de flores de cempasúchil -conocidas en el argot popular como la flor de los muertos-, se encuentra una joven de cabello rojizo sentada a ras de piso sobre una alfombra de papel semejante a su flequillo sintético. Se trata de Sierva María de los Ángeles, una joven que se escapó de Cartagena en la época virreinal, a una escuela mexicana y pintoresca que intenta recrear a la protagonista del Amor y Otros Demonios.Cuenta el creador del realismo mágico, que se pensaba que Sierva María estaba poseída por el demonio contagiado por un perro rabioso que la había mordido. Ahí sentada con una falda acompañada de corazones, reposa la calavera de aquél perro culposo que la hizo delirar de locura y morir de tristeza a causa de un amor frustrado.De derecha a izquierda La Mamá Grande, el Coronel no tiene quien le escriba y Memorias de un Náufrago. Crónicas de Una Muerte Anunciada, de nuevo La Mamá Grande acompañada del obispo y un ataúd que deja ver un cráneo al descubierto. El Amor y Otros Demonios, Úrsula de Iguarán y una enredadera tupida en flores amarillas.Un cortejo fúnebre, las letras que revelan el nombre de Macondo atiborrado de Cempasúchil y al fondo, al final, el creador, el maestro. Ahí está Gabo hecho calavera. Con peluca canosa, sus lentes oscuros y la sonrisa más contagiosa de la vida o de la muerte misma. Una maraña de pelos revueltos enmarcan sus cejas de lado a lado. La mano diestra sostiene un bastón y la otra un mueble labrado en madera que sostiene una máquina de escribir con una hoja a medio terminar, cinco libros y una pluma.Son las obras que nos dejó y las que no alcanzó a terminar, señala Marién Prado, mientras deja ver unos ojos negros tupidos por unas pestañas pronunciadas. Hija de la directora de la escuela y quien coordina este año la ofrenda fúnebre para uno de los colombianos más amados en una tierra ajena pero a la vez tan suya.Gabo está en el cielo pero ha venido a México. Parado en medio de la iglesia, las casas, sus personajes. Lo acompañan José Arcadio primero y segundo, Rebeca, Santa Sofía, Remedios la Bella, Pilar, José, Fernando, Amaranta Úrsula, Cola de Cerdo. A su derecha José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, patriarca y creador de Macondo. Las mariposas amarillas, la iglesia y sus casas del pueblo colombiano de Aracataca que traspasó fronteras. Las de la vida misma, la del estar sin estar, la de morir y vivir.Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás., Cien Años de Soledad, se lee en un trozo de papel café, enmarcado con mariposas amarillas, las mismas que retumban en el aire de una escuela mexicana que hoy dio paso a un vallenato.