Sandra Lorena Iriarte Quiñones le entregó su vida al municipio. Ella nació en Cali, en el barrio Alfonso López, y el 1 de diciembre de 1995 se vinculó al cuerpo de agentes de tránsito. La decisión se debió al ejemplo de su padre, don Henry Iriarte, quien hizo parte de quienes fundaron, el 3 de marzo de 1973, durante la alcaldía de Carlos Holguín Sardí, a los guardas encargados de dirigir el tráfico de la ciudad en motos Lambretta.

A Sandra, mientras era aún una niña, le llamaba la atención el uniforme de su papá, siempre impecable. También la disciplina militar. A los guardas les verificaban que estuvieran afeitados antes de salir al servicio. El maquillaje de las mujeres debía ser discreto, con aretes no muy grandes. Cuando Sandra ingresó a la Secretaría de Tránsito, apenas eran 9 mujeres.

En ese entonces los caleños llamaban a los guardas ‘kokorikos’. La broma se debía a la camisa amarilla que llevaban, del mismo tono del restaurante de pollos Kokoriko. Además, eran tiempos en los que se exigía una altura mínima y un peso máximo para pertenecer a los agentes. Sandra mide 1.70.

Ya en ese momento, finales de los años 90, los guardas sufrían agresiones. La diferencia es que no había redes sociales, por lo que no se conocían.

En lo que va de 2021 la Secretaría de Movilidad de Cali reporta 36 agentes agredidos. A Sandra, durante el Paro Nacional, le intentaron robar su celular. Desde 1996 tiene una cicatriz en su brazo derecho. Ella sale a cumplir cada turno con ansiedad y miedo de lo que le pueda ocurrir. Cali, asegura, requiere de una ‘reingeniería’ como sociedad. Una donde se respete a la autoridad. Es parte de lo que llaman desarrollo.

— Nadie en Estados Unidos, Europa o Asia se atrevería a pararse frente a un agente de tránsito o de policía para insultarlo o escupirlo, como nos pasa en Cali todos los días. A un compañero, un taxista lo arrastró varias cuadras en el capó.

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En 1996 recibí la primera agresión por mi trabajo como agente de tránsito. Tengo una cicatriz en mi brazo derecho. Fui víctima de un taxista que me arrastró por el pavimento, lo que me generó quemaduras. Eran las 7:00 de la noche. Estaba en un tramo cercano al Conservatorio. En ese tiempo los taxis tenían la costumbre de recoger pasajeros en plena curva del Conservatorio, por lo que me enviaron a ese punto.

Un taxista se detuvo allí. Nunca olvidaré su nombre: Jehová. Jehová Montoya. Yo le dije que corriera el vehículo. Su respuesta fue mandarme a lavar platos. Era la agresión más frecuente: “vaya lave platos, que es donde debe estar la mujer”, nos decían a las guardas.

Yo no le respondí. Le pedí los documentos del vehículo para verificarlos. El taxista dijo que no iba a pasarme ningún documento. “Más bien usted se va conmigo”, agregó. Me cogió de la camisa, en ese entonces de manga corta, me la enganchó con su mano izquierda y arrancó. Yo intenté soltarme. Corrí hasta donde pude mientras avanzaba el vehículo, que cada vez iba más rápido, hasta que caí al piso. El señor se fugó.
Me llevaron a la clínica porque también tenía lesiones en el rostro. Y quedé con esa cicatriz en mi brazo producto de las raspaduras contra el pavimento. El recuerdo imborrable de Jehová.

Lamentablemente estamos en una ciudad que pasó de ser la más cívica de Colombia, a una donde algunos creen que retar a la autoridad los hace superiores, los más ‘verracos’. Una equivocada demostración de poder. Los jóvenes retan a los policías, a los soldados, a nosotros, los guardas.

Por ejemplo, manejan moto sin casco, o se pasan los semáforos en rojo, porque tienen la idea de que ir en contra de la norma les da un plus, se creen los ‘chachos’. Eso viene desde finales de los años 80 y la década del 90, con el auge del narcotráfico que trastocó los valores que hicieron de Cali esa ciudad tan cívica. Los narcotraficantes sembraron la idea de que quien tiene plata está por encima de todo, incluso de la autoridad. Y la generación actual es hija de esa época.

Yo nací en el barrio Alfonso López pero desde niña vivo en Las Acacias. Los vecinos me han visto crecer como agente de tránsito, por lo que conocen mi trabajo y, creo, lo aprecian. Sin embargo, sucede algo particular: trato de ni entrar a mi casa, ni salir, uniformada, por las condiciones de riesgo en las que estamos. Lo mismo hacen mis compañeros. Uniformados, los ciudadanos nos miran con rabia.

Hace unos días me pasó algo curioso. Iba en mi moto por Centenario junto a un compañero. Estábamos haciendo el semáforo, cuando un muchacho, también en moto, se pasó en rojo delante de nosotros. Los conductores nos voltearon a mirar. Arrancamos, y como tenemos una moto de más alto cilindraje, alcanzamos al muchacho en un puesto de arepas. Cuando le pedimos la documentación para hacer el comparendo, el propietario del puesto de arepas comenzó a abuchearnos.

“Colabórale, está trabajando, dejen trabajar, ustedes los guardas son una mierda”, decía.

Mi compañero le preguntó: “Si el señor, cuando se pasa el semáforo en rojo, le estrella su puesto ambulante de arepas, ¿usted qué hubiera querido que yo hiciera? “Me tiene que pagar el daño”, dijo. En ese momento cayó en la cuenta de su incoherencia. La gente se opone a que hagamos respetar la norma si el infractor no los afecta. De lo contrario piden sanciones drásticas. El dueño del puesto de arepas pidió disculpas.

Ese es el nivel de agresividad que padecemos a diario. En los días del Paro Nacional, estábamos haciendo un recorrido en el sector de La Portada. Con mi celular hice fotografías para reportar que no había novedad en el tráfico. En ese momento aparecieron cinco jóvenes encapuchados. Nos dijeron: “se largan de aquí, en este territorio ustedes no tienen autoridad, esto es del pueblo”. Yo le dije a mis compañeros: “vámonos”.

El problema era que no estaba cerca de mi moto, así que caminé hacia ella. Tomé de nuevo mi celular para reportar que nos debíamos retirar del sitio porque no había garantías de seguridad, cuando uno de los muchachos encapuchados me arrebató el teléfono. Yo reaccioné. Lo cogí de la camiseta y le pregunté por qué me iba a robar si estaba trabajando y ya me iba a ir. ¿En qué consiste tu lucha? Le dije unas palabras que no sé de dónde me surgieron: “te deseo de todo corazón que algún día puedas encontrar amor. Porque te falta es amor. No generas si no odio y división”. Él se quedó mirándome y después trató de pegarme. Por fortuna llegó un soldado que lo cogió del brazo y recuperó mi teléfono.

En el sector de La Luna y en la 23 con 26, en el puente que pintaron, también hubo oposición a nuestro trabajo. No eran los muchachos que pintaban los que se oponían. Para no mencionar ninguna nacionalidad, digamos que eran extranjeros que se mezclaban entre los jóvenes que estaban pintando. Los extranjeros se subían al puente a tirarnos piedras y a escupirnos, o nos amenazaban con cuchillos, para que no reguláramos el tráfico. Hasta que se hizo un trabajo de inteligencia con las autoridades, Migración Colombia, y los capturaron.

Tal vez si la gente conociera más sobre nuestro trabajo lo valoría de otra manera. Si se supiera lo que es permanecer 8 horas continuas bajo el sol. Por eso el uniforme cambió a manga larga. Debido a las alertas sobre el calentamiento global la ARL recomendó que las camisas de los agentes de tránsito fueran manga larga. Estamos expuestos también a la contaminación auditiva, con el tráfico, con el pito, con el radio que se debe tener en alto volumen para escucharlo en la calle.

Y la contaminación ambiental. Nadie se imagina lo que pasa cuando hay accidentes en el Túnel Mundialista y hay heridos. En ese caso los procedimientos son más engorrosos, por las lesiones. Y en la mitad del túnel, después de permanecer allí unos 20 minutos, se nota cómo cambia el aire. Se siente pesado. A veces me da hasta risa cuando escucho gente decir que va a bloquear el Túnel. Nadie podría permanecer allí más de 40 minutos. Tengo compañeros que, tal vez por la contaminación ambiental, han desarrollado tipos de cáncer.

También tengo compañeros afectados por el covid, nos contagiamos del virus en la calle, haciendo operativos. Es lo más probable. Yo me contagié en abril. Estuve seis días con respirador. Y eso que soy de las que se cambia el tapabocas cada tres horas. Pero llegó el día en que me tocó. Por eso pienso que si la gente conociera más de nuestro día a día, y de las obras sociales que también hacemos y no son noticia, nos mirarían distinto.

Entiendo que el ciudadano genere un rechazo hacia nosotros porque simbolizamos una pérdida en su economía por un comparendo. A veces la gente dice: “Es que la situación está muy mal, no hay trabajo, por eso no tengo los papeles al día”. Pero las discotecas están llenas, o me he encontrado muchachos a los que les pongo una multa por no usar casco y me dicen que no tienen cómo comprarlo, pero llevan un celular de $5 millones. Por eso que no me digan nada. ¿Cuánta gente no hubiera querido que detuviéramos a los alicorados que atropellaron a su ser querido?” ¿Cuánta gente no hubiera querido un operativo de control justo en el punto donde se volaron el pare a toda velocidad y mataron a un peatón o un motociclista? Nuestro trabajo salva vidas. Y sin embargo es muy doloroso tanta agresión que recibimos.

La gente no sabe el daño que puede causar al interior de una familia de un guarda con tantos agravios que recibimos en las redes sociales. Los que tenemos hijos pequeños lo sabemos: ellos manejan Internet y se afectan. Preguntan si es verdad lo que dicen en algún comentario de Facebook, que todos los guardas son corruptos. Y es cierto que hay errores en la institución, que hay servidores que pueden mejorar en el desempeño de sus funciones, pero la mayoría amamos y valoramos nuestra misión. En mi caso puedo mirar a cualquier ciudadano a la cara. Y es tan corrupto el que ofrece plata porque no tiene sus papeles en regla como el que recibe. Es un problema social. Yo a mi hijo le pido que no diga en qué trabajo. ¿Eso lo hace un delincuente o una persona que trabaja de manera honrada? Pero es tanta la agresividad que hasta allá hemos llegado.

Salgo al turno con una sensación de inseguridad permanente, la sensación de que algo malo me puede pasar. Y no solo es mi ansiedad. También la de la familia que no sabe si regreso. Mi mamá me ha dicho que si quiero seguir en esta profesión. Yo también me hago esa pregunta. ¿Para qué me asoleo durante 8 horas intentando evitar accidentes si los mismos ciudadanos que intento proteger me arrean la madre? Pero le he entregado mi vida al municipio.

La solución es una reingeniería de la sociedad. Y que los ciudadanos conozcan la ley. Tal vez la gente no lo sabe, pero el Código Penal contempla cárcel frente a la violencia contra un servidor público. Lo dice el Artículo 429: el que ejerza cualquier tipo de violencia contra funcionario público tendrá entre 4 y 8 años de prisión. Algunos ciudadanos creen que nos pueden escupir, pegar, matar, insultar, y no pasa nada. Y no es así. Hay gente en la cárcel por agresiones a los agentes de tránsito de Cali.

Agente atacado

Este miércoles un agente de tránsito de Cali fue atacado con un arma traumática.

El hecho sucedió en la carrera 8 con calle 78, a eso de las 4:00 de la tarde, según los reportes de la Secretaría de Movilidad. También resultó herido un menor de 12 años.

“El agente hizo un requerimiento a un camión por dos infracciones al código de tránsito. Cuando está haciendo el procedimiento, se acerca una persona en motocicleta identificada como el hermano y acciona en cinco oportunidades un arma traumática, hiriendo en la espalda a nuestro agente, quien se encuentra fuera de peligro”, dijo William Vallejo, Secretario de Movilidad.

El funcionario aseguró que ya se hicieron las respectivas denuncias del hecho.