Tras 34 años de vida pastoral en Cali, el padre Wiston Mosquera ya perdió la cuenta de cuántos hijos espirituales tiene. Aún así, los ojos le brillan cuando va por una calle del Centro y alguien lo detiene con un: “¿No se acuerda de mí?”. Entonces, como para esta entrevista con El País, su mente viaja por las lomas de Yumbo, las zonas más apartadas de Jamundí y las calles de los barrios El Retiro y El Vergel, en la capital del Valle, donde ha sido faro para centenares de jóvenes y niños a quienes perdieron para siempre la delincuencia y la violencia.
Monseñor, ¿qué se siente ser el primer obispo afro de Colombia?
Lo que genera es una gran responsabilidad que le toca cargar a uno sí o sí, y no solo en un llamado como este, sino en cualquier cosa. Es cierto que la Iglesia, durante tanto tiempo, no había dado el paso a nombrar a una persona de raza negra en el Episcopado colombiano. Ahora, el Papa Francisco, que es un Papa que rompe esquemas, quiso dar ese paso no solo nombrando a un afrodescendiente, sino poniéndolo en territorio también de negros, para acompañar, en este caso, a la Iglesia amada de Quibdó, en el Chocó. Para mí, tiene mucho simbolismo, porque, aparte de que soy negro, soy del Chocó: nací en Andagoya, que pertenece a la Diócesis de Ismina-Tadó, y en Andagoya hice primaria y bachillerato y allá mismo inicié todo el proceso de camino pastoral y evangelizador, aunque eso sí, no salía de las canchas de baloncesto en las tardes.
¿Entonces usted vino a Cali con el propósito de hacerse sacerdote?
No, yo vine porque acá estaba mi familia. De hecho, trabajé en dos ferreterías por cerca de cinco años. Cuando tomé la decisión de entrar al seminario, en el 95, estaba vinculado a la parroquia del Buen Pastor, en el barrio Ricardo Balcázar, donde habíamos conformado un grupo juvenil con dos amigas que eran catequistas, como yo. Un día llegó la invitación y el párroco nos la pasó a todos, y yo dije: ‘Voy a ir a ver qué es esto’. Nos fuimos con cinco jóvenes más y tres quedamos en el preseminario. Al primer año se retiró uno y, después de seis años, el segundo.
¿Qué recuerda de esa época de seminarista?
Fue una experiencia maravillosa, porque tuve la oportunidad de conocer toda la Arquidiócesis en mi primer apostolado, que fue en la parroquia de San Marcos de León, en el barrio San Luis. Ahí estuve tres años, acompañando al padre Gersaín Paz, pero al mismo tiempo me nombraron acompañante de Comunicaciones del seminario. Después, me asignan a la Parroquia Nuestro Señor de la Buena Esperanza, en Yumbo, y eso me permitió conocer todo lo que es Panorama, Villa Esperanza, San Jorge, toda esa zona de Las Américas, trabajando con la gente.
Creamos grupo juvenil y grupo de acólitos, y recuerdo que un día me les metí allá a los señores braceros, que descargaban las tractomulas con la madera, y les hablé de Dios y de la Iglesia, y como que les sonó la flauta y me dijeron: “¿Acá nos pueden celebrar una misa?”. Convencí al padre y se las celebró, pero a los dos meses nos trasladaron, porque monseñor Isaías Duarte necesitaba crear una parroquia en un sector también fuerte: El Realengo, en Terrón Colorado, y estuve casi un año, hasta que volví al seminario. Después me mandaron a Nuestra Señora del Portal, en Jamundí, y después a La Campiña, donde me ordenan como diácono y me envían a Jamundí de nuevo, a Nuestra Señora del Rosario.
¿Y cuándo fue ordenado sacerdote?
El 19 de marzo de 2005, en la Catedral de San Pedro Apóstol, y el obispo me pide ir a la parroquia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en Robles, Valle del Cauca. Al comienzo fue fuerte, porque hacía muchos años que allí no vivía un sacerdote: celebraban y se iban. Gracias a Dios hubo mucha receptividad de la comunidad. Ahí estuve cinco años y recuerdo ese servicio con muchísimo cariño. Pero monseñor Darío (de Jesús Monsalve) me pide que le reciba una parroquia en la ciudad, quería conocerme un poquito más, porque él estaba recién llegado y me mandó a la del Señor de los Milagros, en El Retiro y El Vergel.
Casi dos años después me dijo: ‘Te necesito en el Santuario de la Divina Misericordia y que seas el Vicario Episcopal para la Zona Oriente’. Es decir, el coordinador de las parroquias de esa zona, que son 45. “Tengo información de que tú conoces muy bien este sector’, me dijo. Estuve ahí cinco años, hasta que me llamó un día: “Necesito hacer unos cambios en la Curia, y he pensado en ti’. Eso sí me cogió muy de sorpresa: que yo fuera el Vicario General de la Arquidiócesis de Cali y que, por favor, le recibiera La Catedral: yo pasaba a ser el primer Vicario General afrodescendiente en la Arquidiócesis de Cali y el primer párroco negro en La Catedral, desde el 18 de enero del 2018 hasta ahora.
Una confesión, ¿cuándo un sacerdote se ordena, quiere ser obispo?
No, no puedo decir en general, pero todos vamos al seminario, primero, porque queremos ser sacerdotes. Que de pronto haya uno que otro que, de antes de ordenarse ya esté pensando en ser obispo, puede pasar, pero les decimos: ‘primero, prepárese para ser siquiera sacristán, para llegar a diácono’. Ya después de estar en el sacerdocio, el Papa va conociendo, a través del obispo o el arzobispo, que le presenta ternas al Nuncio Apostólico para que las estudien. A él le corresponde presentar a los posibles obispos para ir cubriendo las zonas, como en mi caso.
¿Usted sabía que le estaban haciendo ese proceso?
Uno intuye que lo están investigando, que le han presentado su nombre al Papa o algo así, aparte de que, aunque algunos lo guardan hasta el último momento, porque se supone que tiene que estar en sigilo, más de un compañero deja salir píldoras por ahí, y eso pasó desde que estaba en el Santuario de la Divina Misericordia.
¿Y por qué cree que Su Santidad lo escogió para obispo?
No podría decir con certeza, pero sé que todo lo tienen que conocer: de dónde viene uno, qué ha hecho, y, por ejemplo, mientras trabajaba en esas dos empresas, yo estudiaba electricidad y nunca fui de rumbas. Creo que el Papa pudo haber tomado la decisión al ver todo ese recorrido histórico pastoral mío y de alguna manera, misionero.
Monseñor, tras 34 años de vida pastoral en Cali y ahora vuelve a su tierra, ¿qué siente?
Mucha alegría, expectativa también, porque voy para Quibdó, donde no he trabajado, pero voy con la expectativa que sentiría cualquier misionero, sacerdote, obispo, que es enviado para evangelizar. Me decía un obispo en estos días: ‘esos son ya tus nuevos hijos’. Claro, me voy a encontrar con los sacerdotes de esa querida iglesia de Quibdó, aunque ya distingo a un grupo de ellos, porque, por ser chocoano, hemos tenido encuentros y algunos me han visitado en alguna parroquia, y hay uno o dos que también son de Andagoya: diría que ahí está el primer sacerdote que se ordenó de mi pueblo, quien casi que abrió ese camino para los que vinimos después, porque, cuando se ordenó, fue toda una alegría para el pueblo, y me han dicho que ahora, con esta noticia, en el pueblo la alegría ha sido desbordante.
Son muchos momentos de su vida en Cali los que se llevará en el corazón...
Muchísimos. Por ejemplo, el trabajo pastoral que hicimos con el grupo Forjadores para un Mundo Mejor nunca lo voy a olvidar, porque se hizo de corazón, con jóvenes de un sector muy difícil en ese momento, donde habían pandillas por todo lado y había que estar enfrentando un poquito esa realidad para mantener a los muchachos en la parroquia, que era un hervidero de jóvenes.
Los otros, pasaban y miraban cómo diciendo ‘y esto, qué’, y buscando la manera de convencerlos para el otro lado, pero los muchachos le creyeron a Cristo y por eso hoy en ese grupo, que en esa época llegó a ser de más o menos de 120 muchachos, hoy hay tres sacerdotes, empresarios y he casado a 20 de ellos, algunos en Estados Unidos, donde viven ahora. Esas son cosas que marcan la vida de cualquier evangelizador, catequista o sacerdote. Y, desde luego, Robles, El Santuario de la Misericordia, porque en cada uno de ellos la experiencia fue maravillosa. En Robles, cuando entregué la parroquia, cuánto nos costó: toda la comunidad en esa misa lloraba y hacía llorar al padre, sobre todo los niños, porque todos fueron a acolitar ese día y estaban en el altar acolitando y llorando.
¿Cuál es su mensaje de despedida para los caleños?
Agradecimientos totales, porque aquí hice todo lo que hasta ahora el Señor me ha regalado, para llevar nuevamente a mi tierra, y porque me permitió recorrer prácticamente todo el Valle: tuve que ir muchas veces a Buenaventura, Palmira, Cartago, Buga, y, al estudiar en el Seminario San Pedro Apóstol, tenemos contacto directo con los estudiantes de Palmira, Buenaventura y Guapi, porque es casi un seminario regional.
¿No siente temor de ir a ejercer su obispado en una zona tan golpeada por la violencia como el Chocó?
No, porque siempre vamos en nombre del Señor a estos trabajos y porque voy para mi tierra, con todo el ánimo a poner al servicio de la Diócesis lo que el Señor me ha regalado. Es cierto que el Chocó tiene problemas de orden público, yo los llamo de envenenamiento de la tierra y de las aguas, cuando le echan el mercurio a todas esas tierras en busca de oro; el problema de la deforestación terrible y apabullante en todo el departamento; también en algunos sectores donde se han sembrado minas antipersonales, pero también tiene problemas en los cascos urbanos, donde la violencia a nuestros jóvenes lastimosamente los ha agarrado y los ha puesto casi que a matarse entre ellos. Quisiera que los muchachos vean que hay posibilidades, no todo puede ser la guerra ni la violencia, y que no se pueden dejar convencer de alguien que les ofreció esto o aquello, y terminan metidos en el monte, porque no hay alternativas. Yo tampoco las tenía, pero mi futuro no lo veía con un fusil al hombro o cargando o enviando toneladas de cocaína para otras partes.