De eso hace 25 años, fue un lunes 25 de enero de 1999 en Armenia, a las 1.19 de la tarde, cuando un terremoto acabó con la vida de 1.185 personas que a esa hora almorzaban en sus casas o en restaurantes del centro o tomaban una pequeña siesta antes de regresar al trabajo.
El terremoto, de magnitud 6,1 y a una profundidad de 21 kilómetros, se sintió como un golpe que venía del interior de la tierra, subió a la superficie con un ruido ensordecedor de animal herido y cuando cesó todo era muerte y destrucción, como si una bomba hubiera explotado en cámara lenta.
Cuando el velo del polvo de las casas y los edificios se disipó, la realidad de la tragedia tomó otro tono. Ya no era la pesadilla, era la realidad.
Decenas de muertos tirados en las calles del centro de Armenia y luego cientos más llevados en cobijas y sábanas por sus parientes hasta el centro deportivo de la Universidad del Quindío, que esa semana se convirtió en el mayor depósito de cadáveres jamás visto en la ciudad, les recordaron a todos que era cierto, que aquello había ocurrido, que no era un mal sueño.
En un terremoto como el que se vivió en Armenia y que se sintió en el Quindío, en Risaralda y en el Valle del Cauca con la misma fuerza, y que en el centro del país asustó a los que vivían en edificios altos, las calles se hicieron livianas y se agitaron al antojo de una mano invisible.
En un terremoto los edificios emiten sonidos pavorosos y en sus fachadas se abren grietas como heridas que dejan al descubierto pedazos de lo que antes fue una cocina, una oficina, un cuarto, la sala. Lo que está en pie cae al suelo y lo que está en el suelo salta por los aires.
La gente muere bajo las paredes del que era su hogar, bajo el techo de su lugar de trabajo o en su restaurante habitual. El aire se hace pesado y el miedo se apodera de los sentidos y lo único que queda a salvo es el instinto de salvarse. Por eso la gente corre, grita, llora, eleva oraciones al cielo, pide clemencia y que todo se detenga.
Son solo instantes, pero un terremoto de grandes proporciones como el de aquel mediodía en Armenia ocurre en cámara lenta; el tiempo cambia su configuración y lo que antes fue rápido en ese instante se convierte en lento, de manera que es posible ver el halo de los movimientos propios y el de los demás mientras corren o cuando caen muertos por el peso de una pared o de todo un edificio.
Los cuerpos que quedaron esparcidos en Armenia en el terremoto y los que luego dejó la réplica de las 5.40 de la tarde parecían los cuerpos de la gente cuando duerme. No había en ellos un gesto de violencia propio o una última respuesta para conservar la vida. Los muertos de un terremoto no tienen tiempo para nada distinto que morir por sorpresa.
Una niña, en aquella época, que se salvó de la muerte mientras estaba con sus padres en un hotel en el centro de la ciudad, recordó que todo bajo sus pies se desfondó y luego todo era oscuro y respirar era difícil. Como pudo salió por un pequeño orificio, por el que solo cabía su pequeño cuerpo, y empezó a deambular por la calles, por las que corrían decenas de personas en cámara lenta.
Cuando un terreno pasa y se hace de noche, el silencio es tan cruel como la tragedia misma. Todo es oscuro porque no hay fluido eléctrico y el agua de las que antes fueron casas corre silenciosa por la calles llenas de escombros. Pero el peor silencio lo produce la ausencia de carros, el que nadie grite desde el interior de una casa, que no haya el ruido de música y ofertas en los locales comerciales y que haya desaparecido el susurro de los transeúntes. Todo es silencioso y oscuro, como en una pesadilla.
En los días que le siguen a un terremoto, la gente que lo vivió parece aletargada. Muchos deambulan por las calles, acuden a las puertas de los hospitales, a la morgue, con la Policía con nada más que el nombre de los parientes a quienes no encuentra, pero que sabe que están muertos.
Los que no vivieron la tragedia y pasan por la ciudad destrozada toman fotos de lo que ven y no falta el que se sube en un montículo de piedras y escombros para hacerse una toma de recuerdo, sin pensar que a lo mejor debajo suyo podrían haber cuerpos sepultados.
Las autoridades montan vallas, instalan cintas amarillas con la frase “no pase” o “peligro” e impiden que los curiosos observen el levantamiento de los últimos cuerpos o vean cómo trabajan las retroexcavadoras mordiendo con sus dientes metálicos los restos de lo que antes fueron edificaciones.
Con los días, el lugar del terremoto cambia de olor, todo se hace más pesado, el clima no es el mismo y el silencio solo es roto por las máquinas que retiran los escombros y revelan algo que está en el corazón de los sobrevivientes, el vacío.
Hace 25 años un terremoto acabó con una ciudad, acabó con Armenia, que ha intentado desde entonces ser lo que era antes de aquella tragedia y no lo ha podido y de la que solo se acuerda el resto del país cada 25 de enero.
Con información de Colprensa...