El sábado pasado se cumplió un año desde la desaparición, en el barrio La Nueva Base de Cali, de Alejandro Ramírez Chávez, hijo de Paloma Chávez, quien siempre llega de su trabajo cansada, se sienta en el diván y no puede evitar recordarlo. Su lucha consiste en no dejar a su hijo, quien hoy tendría 24 años, convertido en una cifra más.

Según la Fiscalía, en Colombia hay alrededor de 84.330 adultos que están hoy desaparecidos, y 9964 menores. Por su parte, el Comité de la ONU también señaló que hay 24.000 cadáveres inhumados aún por identificar y 10.000 que sí han sido exhumados, de los cuales 4000 corresponden a cuerpos de víctimas de desaparición forzada que aún no han sido identificados.

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Los últimos días, Alejo estuvo como siempre, muy tranquilo y con un vaho igual al que empleaba cada viernes, a media tarde. Sin preocupaciones. El viento de agosto soplaba un aire delicado que parecía como si nada fuese a estropear nuestra normalidad hogareña. Lo recuerdo todo: a mi hijo, un hombrecito silencioso, pero con aciertos cruciales.

Los últimos días lo noté afligido, muy afectado por su relación sentimental, la cual solo le había concedido discordias. No quiero hablar de su exnovia, en parte porque ella todavía ignora mi sentir, y en parte porque usó su albedrío para desaparecerse, lo cual terminó doliéndole mucho a tal punto que se lo veía caminando por la casa, pensando más que nunca. Yo sé todo esto sin que me lo haya dicho, porque soy su madre, y uno también es testigo del dolor que padecen los nuestros.

Ahora me aferro a su imagen con todas las fuerzas, como una gota en la punta de una ventana. El último día que lo vi, mi hijo Alejo se levantó temprano de su cama, en su casa, y me ayudó con los quehaceres durante el resto de la mañana. En la tarde, salió a peluquearse y cuando regresó —como hacía siempre— me enseñó el corte de cabello desde el umbral de su habitación. Había quedado hermoso mi niño. Me gusta mucho, le dije, y él respondió que por la noche iba a salir con unos amigos del barrio. “Ma, ya vengo”, me decía siempre sin especificar tanto, solo me decía “Ma, ya vengo”, y yo de golpe asumía que él estaría por los alrededores del barrio, aquí en La Nueva Base. Quiero decir que, aunque él no era muy específico, yo contaba con que estaría bien.

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Tal vez el sábado me habría levantado y lo encontraría echado en su camita, con la ropa de viernes al cuerpo, el buso negro y su jean azul oscuro que él mismo había comprado en el Centro Comercial Único, porque le gustaba sentirse independiente. Nada. No fue así. Los vecinos avisaron de haberlo visto la noche anterior, pero su descripción era más parecida a la de una sombra. Mi hijo, una sombra. Antes de partir, aquel viernes me lanzó un beso desde la puerta que ya no es una puerta común, porque en ella se esconde la última imagen de mi hijo, como si se hubiera quedado allí, atrapado en un enigma de herreros, de injusticia, un dolor que apenas puedo sentir en la boca del estómago y en mi corazón.

Todos los días, después de mi trabajo como auxiliar contable en la Universidad Católica, llego a casa, me arrellano a ver la puerta por donde salió mi hijo y, de un modo cruel, me entran los ánimos de querer devolver el tiempo para no dejarlo salir, llevándose su esencia de niño. La angustia de mi vida es esta, ¿cómo desapareció? No puede ser posible esta muesca en mi interior.

Si observo todo por lo que he tenido que pasar, resumo que esta pena mía la carga incluso la atmosfera de la ciudad. He hablado con tanta gente y me han querido ayudar entidades como el Grupo de Desaparecidos del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía, quienes conocen mi caso y aseguran esta búsqueda, conmigo al unísono. Ellos en un principio hablaron con su exnovia sentimental, y no hubo nada, la dejaron tan quieta, que para cuando me decidí continuar la investigación por mi cuenta, la chica se había ido de su casa a vivir a otra parte. Llamé a su madre, quien vive en Panamá, pero a cambio solo recibí insultos.

Paloma Chávez desea que, cualquiera que sea el paradero de su hijo, él pueda sonreir al sentir su abrazo y, en su lucha por volver a casa, salga vencedor.

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Respecto a la investigación, nada. Hace poco envié un derecho de petición al Fiscal General de la Nación en Bogotá y a la líder del grupo de desaparecidos del CTI pero no dejan de solicitarme copia de todos los procesos, informes de investigaciones, pero nada. No hay avances significativos desde el 16 noviembre de 2020. Por ahora, solo espero una pronta respuesta a mi derecho de petición, la cual, por legalidad, deberá llegar en los próximos 10 días hábiles.

Yo siempre que veo los programas de investigaciones en televisión, observo que a las primeras personas que investigan son del círculo más cercano al ausente. Interceptan sus dispositivos con inteligencia, para así seguirle la pista a todos y llevar a cabo un proceso, pero con mi hijo todo fue distinto, dicen que él andaba con gente rara y eso no es así porque no ha sido comprobado. Cuando le pregunté al investigador sobre lo que proseguía después de esa intervención, solo me dijo que la investigación tomaría otros rumbos.

Esto no termina aún, soy su madre y sé que aquella noche tormentosa mi hijo no se iba de parranda ni con los amigos, ni de paseo, ni con la exnovia. Mi hijo salió como cada viernes y no vino a casa porque algo o alguien se lo impidió. Una angustia total se cuece todos los días y me hace sentir oscura, noches de insomnio, sin poder comer; solo pensando en dónde podría estar Alejandro, es incontable mi espera todo este tiempo, porque incluso inventé una tensión constante que me hace vivir aferrada al teléfono, convencida de que un día de estos sonará, y del otro lado me darán una respuesta cabal de lo ocurrido, una respuesta como una hebra de luz de que Alejo, ya no convertido en sombra, se encontraba en tal parte.