Las fotos de las diez víctimas están expuestas sobre una pared azul en la caseta comunal del corregimiento La Sonora, del municipio de Trujillo, Valle del Cauca.
La primera, de izquierda a derecha, es la fotografía de Juan Bautista Mejía Toro, asesinado por el ELN el 20 de marzo de 1986. Le sigue la fotografía de su hijo, Ricardo Alberto Mejía Valencia, secuestrado, torturado y desaparecido el 1 de abril de 1990, como todos los demás: Rigoberto Prado, Esther Cayapú Trochez, Luis Fernando Fernández, Fernando Arias Prado, José Vicente Gómez Vera, Arnoldo Cardona Moreno, Arnulfo Arias Prado y Everth Prado.
En el corregimiento, ubicado a tres horas de Cali, el 1 de abril de cada año se hace una caminata en honor a la memoria de los habitantes que desaparecieron en aquel amanecer.
Según lo determinó la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, creada en 2005 para garantizar la participación de las víctimas en el esclarecimiento judicial del conflicto armado colombiano, la masacre del municipio de Trujillo comenzó en 1986 y terminó ocho años después, en 1994. Se trató de “una secuencia de desapariciones forzadas, torturas, homicidios selectivos, detenciones arbitrarias y masacres de carácter sistemático, con un total de 245 víctimas”.
Los crímenes, dice la Comisión, fueron perpetrados por una alianza regional y temporal entre las estructuras criminales de los narcotraficantes Diego Montoya y Henry Loaiza, alias El Alacrán, y fuerzas de seguridad del Estado como la Policía y el Ejército, “cuyo principal designio criminal fue contrainsurgente”. Es decir: aniquilar a la guerrilla.
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No obstante —aclara la Comisión— “es importante destacar que tras la bandera contrainsurgente se perpetraron crímenes con muy variados móviles: limpieza social, eliminación de testigos, despojo de tierras y persecución política”.
A las víctimas del 1 de abril de 1990 en La Sonora, los paramilitares las acusaban de ser “colaboradores de la guerrilla”. En realidad, dicen en la comunidad, eran campesinos. O jóvenes a los que les gustaba estudiar y jugar fútbol. O cultivadores de moras. O la partera del corregimiento.
Es martes, en la mañana, y la comunidad está reunida en la caseta comunal. Allí se realiza el acto de cierre del proceso de reparación colectiva que desde 2013 adelantaron con la Unidad para las Víctimas, una entidad creada por el gobierno para garantizar “la atención, asistencia y reparación integral de los colombianos que padecieron el conflicto armado”.
Según la ley, esa reparación comprende “medidas de restitución, indemnización, rehabilitación y garantías de no repetición de la violencia”.
La mayoría de los familiares de los desaparecidos en La Sonora llevan una vela y están vestidos de blanco. Uno de ellos es Orlando Arboleda Cayapú, hijo de Esther Cayapú, la partera del corregimiento a quien los paramilitares desaparecieron el 1 de abril de 1990.
Ese día, recuerda Orlando, su mamá estaba en casa con una de sus hijas. Él se había ido desde hacía dos semanas a recoger café. El ambiente estaba tenso. Tras los enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla, los militares reportaban siete soldados fallecidos.
En la vereda Chuscales, que queda un poco más arriba de La Sonora, permanecían sus hermanos recogiendo moras. Esther, que además de partera se encargaba de llevar la fruta hasta los mercados, les mandó a decir que no bajaran, que enviaran la mora como pudieran pero que se quedaran porque se rumoraba que algo iba a pasar. Así fue.
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En la noche varios hombres armados llegaron a su casa. Le dijeron que estaban adelantando una investigación, que apenas le harían unas preguntas, pero que se tenía que ir con ellos. Que tranquila que a la madrugaba la enviaban de regreso. Esther jamás volvió.
Así sacaron de sus casas a las demás víctimas. Se sabe que las torturaron, que las masacraron, que las lanzaron al río Cauca. Sus cuerpos jamás los encontraron.
Orlando dice que en esas condiciones no se puede perdonar. Para que exista un perdón debe haber una justicia, una verdad. Y hasta el momento, dice, eso no ha ocurrido.
Juan Bautista Mejía, a quien el ELN le mató a su papá el 20 de marzo de 1986 y los paramilitares desaparecieron a su hermano el 1 de abril de 1990, agrega que cuando hay impunidad como en La Sonora no hay manera de entender nada, no hay manera de entender la guerra.
–Nadie puede sentir lo que yo siento. Uno se acostumbra a vivir con el dolor, a sobrevivir, pero no se supera.
En la caseta comunal de La Sonora, mientras arriban buses de otras veredas para asistir al acto de cierre del proceso de reparación colectiva, los vecinos se abrazan efusivos, algunos lloran, los que tienen su vela encendida le prenden la vela al de al lado. Orlando y Juan Bautista coinciden en que el principal logro del trabajo realizado entre la comunidad y la Unidad para las Víctimas fue la recuperación de la confianza en el otro.
Delfani Flores Pérez tiene 34 años. Su niñez la vivió justo a finales de la década del 80, en la época de la masacre de Trujillo. Aún recuerda camionetas polarizadas que pasaban a toda velocidad como advirtiendo que algo iba a ocurrir. Y gente amarrada que se llevaban en los mismos carros sin que nadie pudiera hacer nada.
Desde entonces su madre sufre un trastorno bipolar. La familia debió desplazarse primero al municipio de Caicedonia y después a Bogotá.
Hace un par de años, sin embargo, Delfani y su madre regresaron. A Delfani, que es auxiliar de bodega en una fábrica de ropa, no le gusta la vida en la ciudad, y además, desde 2014, cuando se registraron los últimos combates, en Trujillo y sus corregimientos se vive en relativa tranquilidad.
La suya es apenas una de las familias que han regresado a la zona desde que comenzó la reparación colectiva. También llegó gente nueva que vio la posibilidad de echar raíces en un corregimiento que es considerado despensa agrícola del Valle. En La Sonora incluso viven dos venezolanos.
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Juliana Mejía Garrido, una de las funcionarias de la Unidad para las Víctimas, explica que para lograr el retorno lo que primero se hizo con la comunidad fue recuperar la confianza en el Estado.
Si la masacre de Trujillo se perpetuó por tantos años, ocho en total, fue precisamente porque el Estado no atendió lo que estaba ocurriendo. Tampoco se confiaba en la Fuerza Pública. Ni siquiera se creía en el que vivía al lado o al frente, lo que hizo que el tejido social se resquebrajara.
Se dejaron de hacer las fiestas tradicionales, se suspendió la noche de las antorchas del 7 de diciembre, a los bautizos o a los funerales apenas asistía la familia.
La vocación campesina también se vio afectada. Como los grupos armados controlaban las tierras, los campesinos dejaron enmontar sus fincas y perder sus cosechas. Enviaron a sus esposas y a sus hijos a las ciudades, lo que hizo que hicieran una vida muy distinta al campo.
Para recuperar la confianza, dice entonces Juliana, los psicólogos de la Unidad para las Víctimas hicieron unas jornadas a las que llamaron ‘imaginarios colectivos’. Reunían a la comunidad para que se dijera lo que pensaba el uno del otro. Que yo pensé que usted a lo mejor era de un grupo armado o que de pronto había hecho esto o lo otro y resulta que no, que era falso, una suposición.
También se hicieron mingas para pintar la escuela, o se reunían a hacer un sancocho, o acordaron hacer una marcha el 1 de abril de cada año para honrar a las víctimas de la masacre.
Y se recuperó la vocación campesina. Con el apoyo de la Unidad para las Víctimas empezaron de nuevo a cultivar mora, plátano, hortalizas. En 2016 crearon la Cooperativa de Hombres y Mujeres Empresarios Agropecuarios Víctimas del Conflicto de Trujillo, Cimevat, que a su vez abrió una planta procesadora de café donde trabajan 32 personas. Se llama ‘Café La Sonora, el mejor hasta ahora’, y es cierto: una delicia.
Luz Adriana Toro, la directora territorial de la Unidad para las Víctimas en el Valle, dice que solo en el proceso de reparación colectiva de La Sonora se invirtieron $600 millones, que alcanzaron también para comprar el camión con el que la comunidad saca sus cosechas.
Entonces se restablecieron las tradiciones. En marzo en La Sonora realizan las fiestas del Retorno, entre septiembre y octubre el Festival de la Familia, el 7 de diciembre la noche de las antorchas. En la caseta comunal se reúnen a jugar bingo o a bailar para reunir fondos para los proyectos comunitarios.
En un salón de la caseta comunal hay, sobre el piso, la figura de una especie de mandala realizada con flores, con frijoles, con maíz, con arroz que simboliza la tierra. Uno a uno, los familiares de las víctimas de la masacre se agachan y dejan una vela y un papel con el nombre de su ser querido desaparecido. Rezan, se abrazan, se secan las lágrimas en silencio.
Después, afuera, liberan mariposas. En La Sonora la promesa es no olvidar lo que pasó como una manera de prevenir que la guerra retorne.