Le propusieron ser columnista de opinión en la madurez de su vida, cuando ya se había consagrado como empresario, como servidor público, como usufructuario de una cabeza sobre la que se posan canas. Así que no conoció la tentación juvenil de ser polarizador, tendencioso, propenso a las bajas pasiones o pensador de sangre caliente.
“A lo mejor soy un columnista de los sosos”, dice, y cuando le pregunto si se ha arrepentido de algo escrito asegura que “no” se arrepiente de nada. Confiesa que no lee los libros de columnas que le regalan, los recibe y los guarda en la biblioteca con afecto, con cariño por sus autores y compiladores.
Por eso, cuando le propusieron desde el Programa Editorial de la Universidad del Valle publicar un compendio de sus mejores columnas, o de las más vigentes, o de las que mejor sirvan para ilustrar una década, al principio dudó.
Luego de meditarlo mejor, aceptó, porque tiene la costumbre de leer libros de historia escritos por autores de muy diversas vertientes políticas, algunas muy lejanas a su ideología. Y lo hace por el ejercicio mental de comprender cómo piensan, cómo razonan, cómo conectan los hechos, cuáles son su argumentos, visiones e interpretaciones desde la otra orilla.
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De su madre aprendió a ver el lado bueno de cada persona, incluso de los contradictores. Cuando a la hora del almuerzo alguien criticaba sin piedad a alguno no presente, ella le retaba a verle algo bueno.
Así que ‘Luces y sombras de mi tiempo’ es, en últimas, un libro de historia con la gran virtud de mostrar cómo piensa y siente una persona que estuvo inmersa en un tiempo, en un espacio, en unas circunstancias.
Un libro de columnas es un testimonio al que le corre sangre caliente por las venas. Un libro de columnas permite irse a pensar con el columnista, para contrastarse uno mismo ante sus ideas, tomar distancia de sus posturas pero, también, adherir a muchas de sus visiones, o al menos comprender sus referentes.
La labor del columnista es esencial en el momento que atraviesan los medios de comunicación, dice Alfredo Carvajal Sinisterra, quien se confiesa lector entusiasta de los columnistas de The Economist y The New York Times, pues al lado de la noticia le resulta, incluso más revelador, el análisis de los que están mejor informados.
Así, hablando del oficio de columnista, se revela el talante de un hombre que se probó como escritor en la adolescencia, con las cartas de amor que le enviaba a su hoy esposa, cuando él estudiaba en Estados Unidos y ella le respondía desde Cali.
Y así como el amor necesita argumentos sólidos en medio de la distancia, el hoy columnista presenta a los caleños, y a los colombianos, este libro que reúne su visión serena de un país convulsionado.
Ahora que le han encomendado la tarea de revisar sus opiniones para editar un libro, ¿se arrepiente de alguna columna que haya escrito en El País?
No, no me arrepiento de ninguna. Es más, ahora que he vuelto a leer columnas que escribí hace años, ratifico que expresan lo que pienso, y que las cosas de fondo no han cambiado tanto. Comencé a escribir de cierta edad, a los 73 años. Hoy tengo 85 años, imagínate. Acepté ser columnista cuando ya había pasado por la empresa y la política, y me fue bien: en mi paso por la política solo tuve 5 demandas, ¡muy poco! (risas). Es buen balance porque las demandas fueron por exceso de autoridad, pero es que había que hacer respetar los intereses de la ciudad. De eso también sigo convencido.
Para escribir hay que entrenar una musculatura. ¿Cómo fue pasar del mundo empresarial y político al mundo de la opinión?
Cuando empecé a escribir columnas tardaba mucho, no dominaba muy bien el lenguaje, acepté publicarlas cada 15 días para poder corregirlas, para hacerlas con tiempo y calma. No puedo ver un texto mío sin volver a corregirlo, es de nunca acabar, soy un convencido: todo siempre se puede mejorar.
El filósofo Fernando Savater sospechaba de la gente con muchas ideas, él creía en tres cosas básicas de las que se derivaban todas las demás. ¿Usted en qué cree?
Creo en la serenidad. A medida que uno envejece van desapareciendo las pasiones, se adquiere más objetividad, y lo veo en discusiones que tengo con mis nietos y mis hijos. Ellos son muy vehementes y yo trato de ser vehemente en que no se piense con proclividad. Hay que ver lo bueno y no solo lo malo en todo y en todos.
¿Dónde adquirió ese hábito?
Mi madre nos enseñó cuando estábamos en la mesa y teníamos discusiones de jóvenes. Empezábamos a despotricar de alguien y ella preguntaba, ¿algo bueno tiene esa persona? Lo hacía a uno meditar y ver que sí, todos tenemos algo bueno y también algo malo, somos todos una mezcla, somos seres humanos con cualidades y defectos, por eso en las columnas he tratado de ser objetivo y evitar la proclividad hasta donde sea posible. Todos tenemos un sesgo según dónde nacimos, la época en que nacimos, los educadores y amigos que tuvimos; todos tenemos una afectividad que a veces no nos deja ver con claridad. Pienso que mis columnas pueden ser sosas, pero es que trato de no criticar con vehemencia a hechos ni a personas, trato de ser lo más equilibrado posible, aunque tenga influencias como ser humano que soy.
Sobre qué escribir es otro problema constante del columnista. ¿Cómo enfrenta esa cuestión cada quince días?
Escribir columnas se vuelve un hábito, entonces yo siempre estoy pensando, todo el tiempo, de qué voy a escribir. Escribo desde mi experiencias, de temas económicos, de temas políticos porque desempeñé cargos públicos, y sobre combustibles porque trabajé en Ecopetrol. O de mis viajes, por la empresa, porque en Carvajal teníamos inversiones en toda América Latina y viajaba mucho por el continente, entonces eso lo enriquece a uno: ver cómo funcionan las cosas en Argentina, en Chile, etc. Luego me dijeron que fuera concejal en la época de Pardo Llada, en el Movimiento Cívico; en lo nacional también fui comisionado de paz en el gobierno Betancur. No es que uno sepa más, sino que ha vivido más tiempo.
¿Cómo hizo la selección de las columnas para su libro?
Yo no quise seleccionar, les pedí a otras personas que eligieran con objetividad, porque uno no escribe para uno sino para los demás. Al principio cuando me propusieron hacer este libro en la Universidad, le dije al rector que para las personas debe ser difícil leer un libro así. Cuando a mí me regalan libros de columnas los meto a la biblioteca y no los leo, pero en ese caso las dividí por temas y eso les da más interés como libro de referencia. Estoy leyendo un libro de historia de Colombia, de un autor muy proclive ideológicamente, y lo leo porque me gusta saber lo que piensan en los extremos. Me he recreado en los tiempos que me tocó vivir, Segunda Guerra Mundial, la época de la violencia en Colombia, y definitivamente para poder analizar se requiere mucha información, para saber qué momento se vive y cómo era la política de entonces. Hay que vivir el momento, con todas sus circunstancias, para escribir sobre ello.
¿Qué balance hace de Cali con tantos años como protagonista y espectador?
La realidad es muy dinámica, he tenido la idea de escribir un libro de anécdotas sobre Cali, que era distinta cuando yo era muchacho, era de muchos menos habitantes, 130.000 habitantes cuando nací. La población creció en los años 60 por la migración de la violencia, igual que hoy, porque es inaudito y triste el atraso en el Pacífico; ellos, como no tienen futuro, migran. En el oriente el 70 % de la población viene del Pacífico.
En mi juventud jugaba fútbol los sábados y los domingos, me la pasaba jugando o en el estadio, y lo que preocupaba a mi madre es que pudiera llegar a casa con tragos, pero nunca se tenía que preocupar de que me fueran a matar o a robar. Estudié en el Berchmans, y los amigos iban y venían en bicicleta, Cali llegaba hasta donde hoy está el Éxito de la quinta y Chipichape era lejos. Los colegios públicos tenían muy buen nivel, todos sabíamos que la mejor calidad académica estaba en el Santa Librada, y que nosotros no teníamos nada qué hacer. Da mucha tristeza, hoy, ver el desplome de la calidad académica del sector público. Eso limita a las personas para entrar a la universidad y las deja mal preparadas para la vida. El principal problema que tiene Cali es la mala calidad de los colegios públicos.
Le tocaron las redes sociales como amplificadoras de la opinión...
Han sido benéficas las redes, qué tal la pandemia sin Zoom (risas). No concebimos a nadie que ande sin un teléfono celular. Pero tiene cosas malas, hay gente que la usa para atacar, mentir, exacerbar los ánimos, insultar. Otros lo usan para el bien, como la telemedicina. Como el libro de papel que no se dejó desbancar por el Kindle, yo creo que los medios escritos se van a equilibrar pues se necesita de editores confiables.
Las columnas están expuestas a la opinión en esas mismas redes sociales.
¿Cómo recibe los comentarios incendiarios?
Sí leo los comentarios, a veces me insultan; con la edad la piel se vuelve delgadita pero uno se viste de una capa muy gruesa. Muchas veces no se vuelve la columna el tema central sino la controversia entre comentaristas. Tengo mala memoria, afortunadamente, admiro a la gente con memoria; con mi señora tomamos clases con Juan Esteban Constaín, que es un historiador excelente, y él tiene una memoria prodigiosa. Lo envidio. En cambio a mí, si me insultan se me olvida.
Alfredo Carvajal Sinisterra
Economista de la Universidad de Pennsylvania, Estados Unidos.
Magíster en Administración Industrial de la Universidad del Valle.
Fue el primer presidente de Ecopetrol.
Fue alcalde y concejal de Cali.
Durante 6 años fue presidente de la organización Carvajal S.A.
En 2009 recibió el título Honoris Causa en Ciencias de la Administración, otorgado por Univalle.
Ha sido por años columnista del periódico El País, de Cali, y se le considera un referente de empresarialidad y gestión pública dentro y fuera del país.