La situación en el Cauca es la siguiente, resume Ariel Ávila, analista político y subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación: hay siete grupos armados, cuatro en el norte del departamento, que se pelean un territorio rico en siembra de coca y marihuana, así como de amplias zonas para el procesamiento y transporte de estos alucinógenos.
En esa disputa hay dos cabezas visibles: la columna disidente ‘Dagoberto Ramos’, comandada por Gerardo Ignacio Herrera Paví, alias Barbas; y la ‘Jaime Martínez’, que está bajo el mando de Jhoany Noscué, ‘Mayimbú’, y por quien el Gobierno ofrece una recompensa, hasta ahora, de $1000 millones.
Ambas tienen su génesis en el Sexto Frente de las Farc y ya han mostrado su poderío criminal, con actos como la masacre el 1 de septiembre de la candidata Karina García y cinco personas más, perpetrada en Suárez por la ‘Jaime Martínez’; y el terrible asesinato de cinco guardias indígenas, entre ellos Cristina Bautista, gobernadora del Resguardo Tacueyó, en la vereda La Luz, corregimiento Tacueyó, zona rural de Toribío, a manos de hombres de la ‘Dagoberto Ramos’ el pasado martes.
“La ‘Dagoberto Ramos’ opera en Corinto, Caloto, Miranda, Toribío y Santander de Quilichao; mientras que la ‘Jaime Martínez’, en Suárez, Buenos Aires, Timba, zona rural alta de Jamundí y el Naya. Los separa la vía Panamericana, pero a veces se pasan de esa barrera invisible”, dice Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, que estudia el conflicto en esta zona.
La primera estructura vigila los sembradíos de coca y marihuana, además controla los sectores de procesamiento para convertir estas plantas en sustancias alucinógenas. La segunda, en cambio, es dueña de las rutas para sacar la droga por el Naya hacia el Pacífico caucano, donde es recogida por miembros del Cartel de Sinaloa que la envían a Centroamérica.
La disputa entre estos grupos armados, así como el ELN que tiene asiento en El Tambo, centro del Cauca, puso los primeros muertos tras la firma del proceso de paz y la desaparición del Sexto Frente de las Farc. Inicialmente, la guerra era entre ellos, por lo que en Corinto, Caloto, Miranda, Santander de Quilichao y Toribío, empezaron a aparecer cadáveres en bolsas negras.
Ese control del territorio también implicaba exigencias de montos económicos a comerciantes, rapto de menores para sus filas, el cumplimiento de órdenes sin refutar e impedimento para circular libremente por algunas zonas. Prueba de ello, es la segunda masacre de esta semana, el jueves pasado, donde murieron cinco contratistas que hacían estudios de topografía con drones en área rural de Corinto.
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“Lo que ha ocurrido esta semana en el Cauca, que nos llevan a diez homicidios, son situaciones que el Defensor del Pueblo (Carlos Negret) ha venido advirtiendo en las alertas tempranas”, explica Jaír Muñoz, defensor del Pueblo Regional.
La alerta temprana a la que hace alusión es la 067 de 2018, donde esa entidad asegura que se vendría una escalada violenta en el Cauca. “Cuando dijimos en abril que se le prestara atención a esta zona es porque estábamos advirtiendo el riesgo ”, agrega Muñoz.
En esas zonas, los grupos han asesinado a ciudadanos del común, comerciantes, guardias indígenas, ingenieros, líderes sociales y candidatos políticos. No hay otro lenguaje más que la violencia para todo aquel que transite sin permiso, no acate una orden o quiera poner resistencia.
Estas nuevas estructuras criminales no tienen fines políticos, sino meramente criminales y su principal fuente de operación es el narcotráfico, por lo que no plantean puentes de comunicación, sino que se fundamentan en hechos concretos para enviar mensajes a la comunidad.
Inicialmente, las autoridades indígenas, que son mayoría en el norte del Cauca, no entendieron esa apuesta criminal y creyeron que podrían sentar posición como lo habían hecho por varías décadas con las Farc.
“Hay una guerra declarada contra las comunidades indígenas del Cauca por parte de estos grupos armados. Antes la guerrilla (Farc) cometió muchas acciones violentas contra nosotros, pero ellos tenían unos objetivos políticos y cada acción de estas tenía un costo político. Con ellos había una línea de mando y se sabía qué podía pasar; sin embargo, con estas disidencias no hay líneas de mando. Son unos matones al servicio del narcotráfico que solo saben accionar sus armas”, señala Feliciano Valencia, senador indígena.
Y en ese control territorial de los indígenas vinieron los primeros choques en agosto de 2018. La Guardia se propuso erradicar los cultivos ilícitos de su territorio y la respuesta fue asesinatos selectivos de líderes en diferentes resguardos. “Desde la muerte de un guardia indígena en Caloto hace un año hasta este mes, han sido asesinados 36 indígenas dentro del territorio”, asevera Valencia.
Por su parte, Ávila señala que “lo que está pasando en el Cauca son tres cosas: por un lado, y es lo más complicado, es que las comunidades indígenas quieren sacar la marihuana de su territorio y entonces los narcos, que viven en Cali (Valle), contrataron a las disidencias de las Farc para evitar que eso pasara. Por eso es que está ocurriendo toda esta vendetta”.
Para el analista político, los grandes sembradíos pertenecen a personas que ya se radicaron en la capital del Valle y desde allí coordinan con las disidencias la operación del narcotráfico en el norte del Cauca. Los grupos que buscan ganar el control son una especie de brazo armado de narcotraficantes.
A esa lectura también llega Feliciano Valencia: “Lo que vemos es que, aunque hay indígenas que tienen pequeños cultivos de marihuana, las grandes extensiones pertenecen a personas ajenas a las comunidades que les pagan a estos grupos armados para el manejo del narcotráfico, cuidado de las rutas y procesamiento”.
A la disputa entre estas estructuras criminales entraron, sin querer, las comunidades indígenas, y entonces los ataques cesaron entre esas disidencias para definir un enemigo común: la guardia ancestral, que no posee armas, sino bastones de mandos, y hoy es la que pone los muertos.
Sin embargo, lejos de intimidarlos, cada acción criminal de estos grupos armados parece llenar de más valor a los indígenas. “Si nos van a matar quedándonos callados o hablando, preferimos morir hablando”, dijo en mayo pasado durante una minga la gobernadora Bautista, que fue asesinada el martes mientras impedía que la ‘Dagoberto Ramos’ se llevara secuestrados a dos jóvenes de la comunidad.
Hoy su mensaje es replicado por otras gobernadoras indígenas: “no nos vamos a dejar intimidar y vamos a seguir ejerciendo el control del territorio”, manifiesta Nora Taquinás, gobernadora del resguardo Tacueyó.
Feliciano va más allá y plantea “una minga hacia el interior para recorrer vereda por vereda alertando a la gente sobre los peligros de involucrarse con el narcotráfico y estos grupos al margen de la ley. Vamos a dar con los responsables”.
Todo parece indicar que los indígenas seguirán plantando resistencia a estos grupos armados y ellos, con su mínima tolerancia, seguirán accionando sus armas creyendo que de esta manera lograrán intimidar a los cabildos.
Por eso, Roberto Menéndez, jefe la Misión de Observación del Proceso de Paz de la OEA en Colombia, desde Tacueyó pide a las autoridades indígenas y al presidente Iván Duque un diálogo urgente para concertar estrategias que eviten nuevos asesinatos.
“Exigimos desde nuestra perspectiva un diálogo directo y colaborativo entre el Estado y las autoridades indígenas para sumar ideas y recursos para encontrar en conjunto, de una vez por todas, estrategias que garanticen la estabilidad de este territorio. Hay una corresponsabilidad en términos del manejo de los recursos tanto de los indígenas como del Gobierno”, señala Menéndez.
Y mientras llegan esos avisos de diálogo, el Presidente decidió desplegar 2500 militares en Cauca, sobre todo en el norte de la región. Sin embargo, los indígenas creen que esta no es la solución y que la violencia se agudizará.