Los carteles tenían pintadas imágenes tropicales —árboles frutales y palmas a la orilla de un gran río— y una frase en ideogramas que decía: “Kono yo no tengoku ga arutosureba, Koronbia ijuchi wo sasu” (“Sí existe el paraíso, es Colombia”). Los habían pegado afuera de los templos, en las carteleras de oficinas gubernamentales y paredes de establecimientos públicos, en las diferentes poblaciones de Fukuoka, una prefectura de la isla Kyushu, ubicada al sur de Japón.
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En el segundo capítulo de la novela María, de Jorge Isaacs, Efraín regresa de sus estudios en la capital y observa con nostalgia el paisaje de su tierra natal, en el Valle del Cauca:
“El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos (...) Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria”.
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A principios de la década de 1920, un joven filólogo que estudiaba lengua española en la Universidad de Tokio, llamado Yuzo Takeshima, descubrió por casualidad una novela colombiana del siglo XIX, que terminaría por cambiar su vida —y la de familias enteras de sus compatriotas— para siempre.
El trágico idilio entre María y Efraín, teniendo como escenario los bellos paisajes del territorio vallecaucano, debió conmoverlo, de otra forma no podría explicarse que haya decidido traducir al japonés algunos fragmentos y publicarlos en el periódico universitario, que no pasarían desapercibidos.
La novela de Jorge Isaacs se convertiría en la gran conexión literaria entre las culturas japonesa y colombiana, un referente cultural que fue acogido en el imaginario colectivo de los inmigrantes japoneses y sus descendientes en el Valle del Cauca.
Por esta razón, resulta muy pertinente que en la novena edición de la Feria Internacional del Libro de Cali, que se realizará del 14 al 24 de noviembre, sea precisamente Japón el país invitado de honor, puesto que los vasos comunicantes del Sol Naciente y El Paraíso se unieron hace casi un siglo, cuando cinco familias japonesas llegaron por primera vez a las costas de Buenaventura.
“Atravesaron continentes y océanos para llegar a un universo completamente desconocido, ellos creían de corazón que iban a llegar al paraíso y cuando se encontraron, por ejemplo, que su arroz no tenía asidero en este clima, pasaron hambre, pero las comunidades afrodescendientes les pasaron sus granos y les enseñaron qué podían sembrar aquí, son dos comunidades que han crecido de la mano y siguen siendo amigas, la historia de los inmigrantes japoneses en Colombia es, primero, sobre el poder de los sueños, y segundo, sobre la resiliencia”, expresa Paola Guevara, directora de la FIL Cali.
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Desde 1868, con la caída del último shogunato, gobiernos militares de clanes feudales que prohibieron la salida de nacionales y la entrada de extranjeros, Japón había comenzado a abrirse al mundo, permitiendo que miles de ciudadanos salieran rumbo a los países europeos, pero principalmente a Norteamérica.
No obstante, para 1924, Estados Unidos, así como Canadá y Australia, decidieron detener el ingreso de japoneses dentro sus fronteras, por lo que, previendo esta situación, el gobierno nipón había comenzado a desarrollar un programa de alianzas con países suramericanos como México, Brasil y Perú, en un principio, pero ampliándolo a otros como Argentina, Uruguay y Colombia, para enviar familias enteras que se radicaran en colonias agrícolas.
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En 1926, la Compañía de Emigración de Ultramar japonesa estaba buscando un especialista en lengua española, necesitaban ayuda con una campaña oficial que pretendía convencer a las familias de agricultores para viajar a Colombia. Se enteraron de que Yuzo Takeshima había traducido una novela colombiana y dominaba el idioma, por lo que fue contratado.
Debido a sus habilidades lingüísticas, Takeshima era el mejor preparado para hacer un viaje exploratorio a Colombia y determinar si había un lugar que cumpliera las condiciones adecuadas de clima y fertilidad para que las familias japonesas vivieran de la agricultura.
Convenció a tres amigos de embarcarse con él, así recorrieron Bogotá, Medellín, Barranquilla, Cali, otros municipios del Valle como Palmira y El Cerrito, justamente en este último, conocieron la Hacienda El Paraíso, que Jorge Isaacs tomó como modelo para crear el escenario donde transcurre María.
A su regreso, Takeshima presentó un informe muy convincente en el que se basó la compañía para enviar las familias que formarían la primera colonia japonesa. A partir de su experiencia en el Valle del Cauca, crearía el eslogan: “Sí existe el paraíso, es Colombia”. Sus amigos, por otro lado, decidieron quedarse en Colombia, contratados en algunos ingenios azucareros y haciendas de la región.
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El 16 de noviembre de 1929, después de un viaje de 40 días a bordo del barco Rakuyo Maru, cinco familias japonesas, 25 personas entre niños, jóvenes y adultos, arribaron a la bahía de La Bocana, en Buenaventura. Allí estaban Escipión Isoji Kuratomi, su esposa Fujiyo y su hija Shinobu, que tenía apenas 6 años.
“Mi abuelo encontró en la estación del tren de su pueblo, el anuncio donde la Compañía de Emigración de Ultramar decía que podían ayudar a las familias para viajar a Colombia. Como el objetivo era mejorar la agricultura, buscaban campesinos, por eso se concentraron en Fukuoka, donde habían muchos agricultores como mi abuelo”, cuenta Diego Kuratomi, presidente de la Asociación Colombo Japonesa de Cali, nieto de Escipión Isoji Kuratomi, es decir, hijo de la pequeña Shinobu, que adoptaría el nombre de Lola como parte de su identidad colombiana y se casaría con Pablo Kiyoshi Kuratomi.
En 1930 y 1935 llegarían 15 familias más para habitar el terreno que la Compañía de Emigración había comprado previamente en El Jagual, una vereda de Corinto, en el departamento del Cauca.
“Mi padre llegó en 1935, en el último barco con familias japonesas, tenía 17 años. No era familia de mi madre, lo que pasa es que Kuratomi es uno de los apellidos más comunes en la Prefectura de Fukuoka, de donde llegaron la mayoría”, aclara Diego, quien nació en Palmira hace 71 años.
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En la colonia japonesa de El Jagual nació Carmen Nikaido de Nakata, madre de Mercedes Ayako Nakata Nikaido, actual gerente de la Asociación Colombo Japonesa. Sus abuelos habían llegado en 1929 y tuvieron hijos muy pronto, un total de 9, y su madre sería de la primera generación nikkei, es decir, descendientes de japoneses nacidos fuera de la isla.
“Llegaron a una realidad difícil, de no saber el idioma, de encontrarse con condiciones climáticas y geográficas muy diferentes a las que se describían en el libro, por lo que les tocó empezar desde cero, con azadón, barretón y pala limpiaron sus lotes y empezaron a construir sus casas”, afirma Mercedes, quien escuchó de su madre relatos y anécdotas de esos primeros tiempos en Colombia.
Mercedes se interesó mucho por cómo vivieron en la colonia durante los primeros años, sobre todo la relación colaborativa que establecieron los japoneses y las comunidades afrodescendientes que estaban asentadas en el territorio caucano, por eso realizó una investigación sobre la inmigración japonesa para su tesis de Trabajo Social en la Universidad del Valle.
“Ellos eran descendientes de esclavos que habían obtenido su libertad y se habían radicado hace años en el Cauca, tenían allí sus animales y cultivos, conocían mejor la tierra que los japoneses recién llegados. Así que viendo las dificultades que pasaban en la colonia, ellos les brindaron mucha ayuda para que se adaptaran mejor, les enseñaron a cultivar plátano y fríjol, puesto que el arroz, cultivo tradicional del Japón, no se daba en estos climas. Y, como los japoneses tenían muchos hijos, sin tener hospitales cerca o centros de salud, quienes atendían a las embarazadas de la colonia eran las parteras afrodescendientes”.
Las parteras, comenta Mercedes, “sugerían nombres más locales para los recién nacidos, de acuerdo al santo católico del día, por eso mi mamá se llamó Carmen, como la virgen”. Años después, cuando la colonia había terminado y los inmigrantes se radicaron en Palmira, Carmen se conocería con Hernán Yoshihisa Nakata y formarían una nueva familia nikkei.
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El matrimonio formado por Tsuyoshi (Tulio) Kuratomi y Hatsuka (Helena) Kuratomi, familiares de Escipión Isoji Kuratomi, llegó en 1953 a Colombia. Ellos son los abuelos de Satomi Yabe Kuratomi, nacida en Cartago (Valle), diseñadora de interiores y chef del restaurante japonés Satomi Bento, ubicado en Unicentro.
“Mi mamá y mis abuelos llegaron aquí, porque mi bisabuelo estaba desde 1929, vinieron buscando un mejor futuro, dado que al acabar la Segunda Guerra Mundial, en la que mi abuelo estuvo preso en Formosa un año, capturado por los chinos, Japón había quedado destruido y muy pobre”, relata Satomi.
Pero, la llegada de su padre no fue menos interesante, “en 1957, cuando él estudiaba Economía en la Universidad de Tokio, vio un letrero que ofrecía becas para América, que por aquellos años todos asociaban con Estados Unidos. Se presentaron miles de estudiantes y mi papá quedó dentro de sus 100 escogidos, viajaron y resulta que cuando desembarcaron les dijeron que estaban en Tumaco, Colombia. Él trabajó unos meses en Tumaco, hasta que se dio cuenta que en el Valle había una colonia y se vino aquí, en Palmira conoció a mi mamá y se casaron, luego se fueron a una finca del norte del Valle, esa es una historia muy romántica como la María, pero con un final feliz”.
“Mi papá siempre decía: ‘Miren este Valle del Cauca, es el único sitio del mundo donde tú puedes cosechar más de una vez al año, dos, tres y hasta cuatro veces, esta tierra vale oro, siempre está en primavera’, fue una bendición para ellos y nosotros”, concluye Satomi.
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En la actualidad, Colombia es hogar para más de 1.500 ciudadanos japoneses y 1.800 descendientes, muchos de ellos concentrados en el Valle del Cauca, donde como asegura Diego Kuratomi, “tenemos casi como un ritual visitar la Hacienda El Paraíso, no hay japonés que venga a Colombia y no haya pasado por este lugar que representa tanto para nuestra comunidad”.
La vida de Yuzo Takeshima, promotor de la gran odisea de las familias japonesas a Colombia, terminó copiando a la literatura, de algún modo su destino repitió el de los enamorados en la novela de Jorge Isaacs.
De acuerdo con Kuratomi, “la leyenda es que Takeshima se enamoró de una mujer colombiana en Japón, empleada del consulado, quien lo habría ayudado con la traducción de María, pero cuando fue a buscarla su familia se opuso a la relación, a ella la enviaron a un convento y él se quedó en la colonia de El Jagual, donde luego fue arrestado junto con los demás hombres japoneses, porque el Gobierno colombiano, aliado con Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, los consideraban espías. Estuvieron varios meses de 1945, recluidos en el Hotel Sabaneta de Fusagasugá, donde también retuvieron a ciudadanos italianos y alemanes, después los dejaron libres, no sin antes cobrarles el hospedaje y la alimentación”.
La llevada a este particular ‘campo de concentración’ en Fusagasugá significó el final de la colonia agrícola, puesto que los hombres debieron abandonar los cultivos, de modo que al regresar decidieron vender el terreno y comenzar a trabajar tierras más promisorias en el Valle del Cauca, logrando un sorprendente desarrollo de la industria agrícola del departamento, fueron los primeros en fundar una cooperativa para el comercio y trajeron la primera maquinaría para el campo.
Por su parte, Takeshima se dedicó al comercio en diferentes ciudades y sus días terminaron en San Martín, departamento del Meta, donde se estableció con una colombiana y adoptó a su hija. Murió en 1970 y, de acuerdo con algunas versiones, esparcieron sus cenizas la finca que tenía. Hoy, un busto suyo, que rinde homenaje a su gran inspiración que unió dos culturas, puede encontrarse en el Centro Cultural Colombo Japonés de Cali.
Siguiendo con los vasos comunicantes, muchos años después, otro japonés enamorado del Valle, concluiría la tarea que dejó inconclusa Takeshima y tradujo —esta vez por completo— María al japonés, versión que hoy se conserva en la Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero.