María Thereza Negreiros fijó su residencia en Cali hace muchos años, en 1954. Vive en el barrio Santa Rita que le recuerda la verde vitalidad de su natal Amazonas.

Su balcón sobre el río es un pedazo de selva personal. Los pájaros acuden en busca de fruta fresca; las plantas desperezan sus extremidades a sus anchas, y parecen contentas de compartir vecindario con los guayacanes que, por estos días, florecen en tonalidades rosa y lila. A lo lejos, los Farallones son su telón de fondo.

Tras más de seis décadas de vivir en Cali, María Thereza no ha perdido el acento brasileño. Pero su patria, más que la convulsionada y desigual Brasil de todos los tiempos, es y ha sido siempre el gran Amazonas.
Allí se asentó su abuelo, descendiente de portugueses, a finales del siglo XIX, cuando la familia fue desplazada por una gran sequía que afectó el nordeste del enorme país en el que caben varias Colombias.


“Así es. Muchos se imaginan a Brasil como un país siempre verde, enteramente selvático, pero es tan grande que cada región tiene sus propias características ambientales, su propia geografía, y una de esas atravesó una sequía tan fuerte que todos sus habitantes, incluida mi familia, tuvieron que abandonar sus tierras para poder subsistir”, explica María Thereza.

Su padre era solo un niño. Tendría seis u ocho años cuando llegó al Amazonas en compañía de una extensa prole de hermanos. Hacerse una forma de vida allí fue difícil, pero con el paso de las décadas los Negreiros prosperaron, crecieron, y se hicieron respetados en las márgenes del río Apoquitaua.

El padre de María Thereza se casó con una profesora de manos finas y sensibilidad social, que falleció cuando daba a luz a una de sus hijas. El padre, viudo y ahora a cargo de niñas pequeñas, se convirtió entonces en el Sol. Y la selva, en madre sustituta.

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El Amazonas que fue

María Thereza recuerda al Amazonas como su patio de recreo. Lo que para otros es un sueño utópico o una idea romántica que llaman “pulmón del planeta”, ella lo respira todavía, lo siente parte de sus células.

La armonía abigarrada de las plantas y el colorido de las flores y las aves moldeó su sensibilidad estética. Fue su museo, su Louvre, su Prado.

“Los ríos del Amazonas no se parecen a este que veo desde mi balcón —dice mientras mira con ternura el lento arrullo del río Cali—. Los ríos amazónicos son inmensos y tan anchos que la otra orilla parece el otro lado del mundo”, recuerda.

Quizá por imitación de esa selva indomable, María Thereza fue una niña con pésimo carácter. Gritaba, lloraba, protestaba, era como la floresta esquiva que se resiste a ser jardín de casa domesticado.

Lo único que calmaba a la niña era dibujar. Con un lápiz o un pincel en la mano se convertía de repente en una persona enfocada, consistente, centrada. Su padre le contrató entonces una maestra de dibujo.

Tuvo varias. Con tan buena suerte que en un internado de Manaos, dirigido por las sabias monjas doroteas, conoció a una maestra llamada Magri Araújo. Era una señorita estudiada en París, de esas que las familias ricas del Brasil mandaban a aprender artes en Europa y regresaban cargadas con los saberes del primer mundo.

“De ella aprendí todo, todo, fue lo mejor que pudo pasarme. Ella creyó en mí y vio mi talento, y fue quien me puso en contacto con la escuela de arte en Río de Janeiro. Cuando reinaban, los reyes de Portugal habían enviado al Brasil a los más destacados arquitectos para diseñar edificios suntuosos, y contrataron asesores franceses para estructurar los programas artísticos, que resultaron de primera línea”, dice María Thereza.

A la prestigiosa Escuela Nacional de Bellas Artes de la Universidad de Brasil, llegó con 17 años. Fue la alumna más destacada, la número uno, y cuando se casó con el arquitecto Ernesto Patiño Barney le advirtió que siempre sería una artista. Lo tomas o lo dejas. Y él, que fue el mejor compañero y cómplice de su arte, apoyó todos sus empeños y la vio convertirse en la gran pintora que soñó ser.

Pero la furia, la rebeldía que estaba guardada en su alma desde niña, emergió de nuevo: tras la muerte de su padre, comenzó un episodio tan doloroso que partió su vida y su arte en dos. “Quise patearle la canilla al mundo”, confiesa. Y encendió el fuego.

Incendio desatado

La rabia. Esa furia ardiente que solo acontece cuando la injusticia enciende una cerilla en las hojas secas del alma. Esa ira incontenible sintió María Thereza Negreiros cuando murió su padre y tuvo que viajar, recién casada, de regreso al Amazonas para ponerse al frente de su herencia.

Era una artista, que sabía de pinceladas y perspectivas, pero no de juicios, de procesos jurídicos, y resultó que la avaricia de muchos quizo arrebatarle las tierras que por derecho le pertenecían. Y eran títulos de propiedad tan antiguos, de 1922.

Lidiar con sindicatos que querían arrebatarle todo no era como lidiar con las formas y los colores. Fue nacer a la crueldad y a la dureza del mundo. Sintió su alma arder.

Y entonces, sentada frente al río, meditabunda en su natal Amazonas que ya no estaba llena de buenos recuerdos sino también de despojo, de robo, de traición, meditó. La selva le susurró su secreto: le ordenó que la pintara en llamas. Y ese momento de conexión se dispuso a plasmarlo a su regreso a Colombia.

Con un dolor que amenazaba con consumirla hasta la muerte, se encerró en su estudio y comenzó a pintar. Dejó caer rojos, naranjas y amarillos sobre los lienzos. Grises, negruras de humo y noche lo enceguecieron todo. Y en medio del desmadre la selva verde, asfixiada en un grito de auxilio.

“Yo me sentía impotente. No había nada que pudiera hacer para evitar que las tierras que me heredó mi padre me fueran arrancadas. Incluso llegar a ellas en medio del Amazonas era una travesía imposible, mucho menos ejercer derechos. El machismo de esa época era despiadado. Lo único que tenía en mis manos era mi furia y mis pinceles, así que desaté sobre los lienzos la rabia que sentía adentro. Pinté cuadros muy grandes, una serie entera que expresara lo desvalida que me sentía, así como desvalida e impotente se sentiría luego la selva. Yo tenía ganas de patearle la canilla al mundo. Era el final de la década del 70”, dice María Thereza.

Y entonces, cuarenta años después, en 2019, encendió la televisión y vio las noticias: la selva brasilera se quemaba, justo como en sus cuadros. El Amazonas, ese pulmón, asfixiado como una vez lo estuvo su corazón, le trajo de regreso la sensación de impotencia.

María Thereza, al ver cómo perdía de nuevo su casa de infancia, lo comprendió todo. Ella y la selva madre han sido siempre, y son de nuevo, una sola.

Profecía sobre Cali

En sus maletas, cuando viaja, trae óleos franceses, sus favoritos. Tiene varios archivadores llenos de estas pequeñas cajitas repletas de tesoros: los colores.

Dice que al llegar a Cali se sintió conectada con los ríos y con la naturaleza. “No habría podido vivir en Bogotá, que hoy es muy hermosa y tiene partes muy modernas, pero en esos tiempos, años 50, 60, 70, era gris, fría, muy fea. Cali, en cambio, tenía un encanto especial. Cali fue el epicentro de la cultura de Colombia, y de Suramérica. Es algo que ignoran los jóvenes de hoy: en Cali se congregaron, en un momento muy especial, grandes intelectuales del continente. En portugués usamos la palabra “acontecer”, que significa un momento en el que confluyen las personas indicadas. Maritza Uribe, Soffy Arboleda, Hernando y Lucy Tejada, Jan Bartelsman, Fanny Mikey, entre tantos otros, todos amigos del alma. La ciudad era paso obligado para Obregón, Grau, Negret, Marta Traba, porque era en Cali donde pasaban las cosas. El mensaje que quiero transmitir a los jóvenes, y a todos en general, es que la cultura está en el centro de la herencia de Cali, la cultura es el alma de Cali. Podemos volver a lograrlo, porque esa herencia vive en la sangre de la ciudad. Y la sangre tiene memoria. La sangre no olvida”.

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