Pudo haber sido un día cualquiera, pero no resultó de esa manera. Fue, quizá, como la brisa que uno siente antes de que caiga la llovizna. Lo primero que pensé aquella mañana de domingo, fue que me encontraría con el tipo que había escrito ese libro. “Dame 3 minutos, por favor”, decía el mensaje.
La pantalla del teléfono se cubría con las gotas que caían del cielo. Tomé algunas fotos para archivar. El sitio estaba rodeado de paredes llenas de grafitis y había un silencio que le daba un aire de tranquilidad muy distinto al de la ciudad. “Ahí bajo”, me dijo. Guardé el teléfono en el bolsillo de mi pantalón y saqué la grabadora.
El hombre no era más alto que yo. “Es peruano”, me habían dicho. Como si el adjetivo me llevara a inferir sus características físicas. Vestía de negro y de manera muy sencilla, despreocupada. Imagino que era la vestimenta para el domingo. Cruzamos la calle. “Adelante, adelante”, dijo la mujer de la cafetería. Nos sentamos.
Llegar al edificio Lugaro, en Bogotá, a 2925.4 kilómetros de la ciudad de Lima, es fácil. Lo difícil es recorrer el doble de distancia para internarse en la selva amazónica, o en las lejanías de Cajamarca, y escribir un libro sobre el conflicto de la vida en estas zonas. Pocas personas se aventuran a tal cosa, y pocas son las que logran salir con una buena historia para contar. Joseph Zárate, el peruano, no encontró solo una, sino tres.
En ‘Guerras del interior’ (Debate, 2018), se cuentan las historias de tres personas que han tenido que resistirse al poder que los oprime y les ha impedido llevar sus vidas con tranquilidad, alcanzar lo que consideran como parte del ideal de progreso. Las crónicas escritas en este libro destacan por la contundencia con que están narradas. Son textos que mueven fibras, que interpelan al lector y le obligan a preguntarse por lo que somos como sociedad. Exploran lo que pensamos en relación con este concepto del progreso y lo que somos capaces de sacrificar en nombre de esa visión del mundo.
“Al principio, mi interés era escribir sobre estas personas y estos conflictos en particular, pero no me daba cuenta de por qué en mí había esta urgencia. Con el tiempo empecé a preguntármelo y a pensar en la historia de mi abuela materna que, como lo cuento en el libro, nació en una comunidad amazónica, al interior de una etnia llamada Kukama Kukamiria; después, ella migra a la ciudad porque cree que allí está la cristalización del progreso, su oportunidad para estudiar, para ser alguien y tener una familia, una casa. Ese traslado, no solamente físico sino también cultural, emocional, psicológico, produce una serie de transformaciones en ella que la hacen, de algún modo, más consciente de que ser indígena en la ciudad, o tener una identidad indígena, o que la gente te vea como indígena en la ciudad, supone ser víctima de la discriminación. Mi abuela quería alejarse de eso y comenzó a volverse una persona de la ciudad. Eso fue lo que le inculcó a mis tíos y a mi madre, que luego me inculcó a mí. Yo soy producto de esas decisiones… Cuando yo comienzo, entonces, a pensar en por qué en mí está esa motivación, esa urgencia, me doy cuenta de que mi abuela tenía una mirada específica del progreso, mientras que la gente sobre la que escribo conserva una completamente diferente, una idea con más matices en la que se privilegia el vínculo con la tierra, la relación con la naturaleza, la identidad cultural. Muchas de estas visiones, que eran diferentes a la de mi abuela, son finalmente lo que yo intento retratar aquí”.
El libro inicia con ‘Madera’, una crónica que aborda la historia de Edwin Chota, un electricista que decide dejarlo todo para internarse en lo más profundo de la selva y convertirse en un líder asháninka. Adoradores del dios Sol y profundamente conectados con la naturaleza, los asháninkas acogieron a Chota como uno de los suyos y le enseñaron la importancia de la tierra. El único de los dirigentes de la comunidad que sabía leer y escribir era él. Su temor más grande nunca fue que los traficantes de madera se aprovecharan de los suyos, sino que ninguno de ellos tuviera en cuenta que la educación era vital para ganar las batallas que, desde antes, parecían estar perdidas.
“El electricista Edwin Chota no hablaba asháninka con fluidez, pero logró organizar a su comunidad para que tuviera mucho más que el paquete de alimentos de programas sociales que llegaban al caserío vecino. Durante los primeros años de su liderazgo, Saweto consiguió electricidad con paneles solares, un radio de dos canales para comunicarse con la ciudad, un tanque elevado para el agua y una escuela inicial. Los comuneros recibieron, por primera vez, documentos de identidad: ahora existían como ciudadanos. Antes de morir, Chota gestionaba la construcción de un local para la escuela primaria, que hasta ese momento funcionaba en su casa. El líder asháninka logró todo eso gracias a gestiones persistentes ante la Municipalidad, el Gobierno regional, el apoyo de distintas organizaciones y la alianza que entabló con los asháninkas de la comunidad de Apiwtxa, del estado de Acre, Brasil, para vigilar el bosque en ambos lados de la frontera. Chota también deseaba tener lo mismo que los indígenas brasileños: un criadero de huevos de tortugas y otro de peces, un jardín de flores para exportar y bosques reforestados. Apiwtxa era, para él, un ejemplo de <progreso>”.
La crónica que sigue se centra en el conflicto del oro y de allí toma su título. Narra los problemas que este metal le ha ocasionado a Máxima Acuña, campesina de Cajamarca, reconocida en los últimos años como activista y defensora ambiental del Perú. Cuando la compañía minera de Yanacocha, la más poderosa del continente, invadió el lugar en el que vivía Máxima junto con su familia, no tardó mucho en oponer resistencia. Esta historia es bastante conocida, pero en el libro, Zárate nos permite acercarnos de una forma más íntima; contemplamos, pues, el recorrido de esta mujer que tuvo que enfrentar los abusos de la minería ilegal y se atrevió a alzar la voz y luchar por sus derechos. Un retrato de cómo la tenacidad logra siempre sus propósitos.
“(…) Ella despertó una mañana hirviendo en fiebre, con un dolor punzante en el vientre. Tenía una infección aguda en los ovarios, difícilmente podía levantarse sola de su colchón y caminar. Sus hijos alquilaron un caballo para llevarla cerro abajo hasta la choza que heredaron de su abuela en Amarcucho, un caserío a ocho horas de camino, para que se recuperara. Un tío se quedaría a cuidar la chacra. Tres meses después, en diciembre de 2010, cuando se sintió mejor, Máxima y su familia volvieron a casa, pero notaron algo distinto en el paisaje: el antiguo sendero de tierra que cruzaba una parte de su predio se había convertido en un camino amplio y llano. Unos obreros de Yanacocha, les dijo su tío, habían llegado con aplanadoras”.
La última de las tres crónicas, quizá la más conmovedora, lleva como título ‘Petróleo’, y es con este texto que Joseph Zárate logra desplegar todo su talento como cronista, inmiscuyéndose en el mundo de un niño al que los pequeños deseos, las limitaciones de su familia, la pobreza de su comunidad y la promesa de una prosperidad cercana, le hacen ruido en la cabeza, aún cuando no deberían, y terminan por meterlo de lleno en un derrame de petróleo. Así empieza el relato: “Si Dios pudiera concederle un deseo, Osman Cuñachí, niño awajún, le pediría un smartphone. O una pelota de fútbol. O cambiar sus chancletas de plástico por unas zapatillas fosforescentes. Aunque, si lo piensa mejor, pediría más bien una bonita casa de cemento y ladrillo como las que una vez vio en Lima, más resistentes a las tormentas que las cabañas de madera y techo de hojas que abundan en Nazareth. Por eso Osman, miembro de la etnia más numerosa de la selva norte del Perú, quiere mudarse a la capital para estudiar Arquitectura, tener una esposa y un solo hijo, pues sabe que criar tres o cuatro o cinco, como es habitual en su aldea, supone pasar hambre y necesidad. Eso le ha dicho papá, un profesor jubilado que alimenta cinco bocas con su pensión mensual de 400 soles (105 euros): ni la mitad de un sueldo mínimo. El viejo prefiere que Osman sea ingeniero químico para que sepa todo sobre el petróleo y así le vaya mejor que a él. Porque desde que una enorme tubería rota derramó unos 500.000 litros de este combustible aquí, en este pedazo de bosque húmedo y montañoso de Amazonas, la región más empobrecida del país, algunos adultos dicen que un mes limpiando el petróleo del río paga siete veces más que un mes cultivando la tierra. Aunque ahora teman quedar envenenados”. Esta es una historia acerca de las desgracias que trae consigo el llamado oro negro y lo que ocasiona en la vida de las personas cuando un poder desinteresado por completo en su bienestar les dice que ese líquido será la forma, la única forma, que todos tendrán para progresar.
A los 20 años, Joseph Zárate se graduó de la carrera de Comunicación Social, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Desde entonces, su interés es hacer periodismo narrativo. Comienza a colaborar en Etiqueta Negra, una revista editada en Perú, fundada por Julio Villanueva Chang, a quien Joseph reconoce como uno de sus maestros. A Martín Caparrós y a Alberto Salcedo Ramos también los tiene en este concepto.
Trabaja en la revista hasta el 2015, primero como periodista, luego como editor. Renuncia al entender que quiere escribir un libro y darse cuenta de cuál es ese libro. Toma un avión a Barcelona y se va a estudiar por un año.
“Yo ya había publicado algunas versiones de lo que quería contar en el libro, pero sentía que podía hacer algo más”, me dice. Escribo en una libreta las palabras clave de lo que me va contando, y él me habla de su gata, Leticia, que apenas si logra treparse al lavadero. “Me gustaría tener hijos un día”, menciona. Yo sonrío y le pregunto por su vida en Lima. “Vivo bien”, señala entre risas. “Tengo tres empleos que me permiten llegar a fin de mes y ahorrar algo de dinero. No me quejo”.
Además de ser profesor de periodismo literario en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, trabaja como editor en IDL Reporteros, el proyecto que dirige Gustavo Gorriti, y es editor en residencia de Radio Ambulante. “¡Qué buenos son!”, le digo. Me cuenta que el reto es interesante, se trata de otra forma de hacer periodismo. Eso a él le parece fabuloso, le permite aprender cosas nuevas. Sabrina Duque, en alguna charla, me comentó que Joseph lograba prender la luz en donde todos querían que hubiese oscuridad e instalaba empatía en el corazón de los lectores. No estaba equivocada.
“¿Qué encontraste con la escritura de este libro?”, le pregunto. “Escribir sobre estas personas era escribir sobre mi propia identidad”, responde. “Fue la forma de conocer esa parte de la historia de mi familia que tiene que ver con la migración, pero también la forma de pensar en cómo estoy constituido yo mismo y mi país. Esa raíz indígena que tenemos, en muchas ocasiones, es invisibilizada debido a esa cultura occidental que predomina y en la cual nosotros nos hemos criado. De algún modo, para mí, escribir este libro ha supuesto una forma, no solamente de conocer más de cerca la historia de estas personas y sus conflictos, no solamente mi propia historia, sino también una forma de entender esta fractura profunda que hay entre el mundo indígena y el mundo occidental. Si empezamos a entender eso, a comprender esa fractura, vamos a poder comprender un poco más por qué somos como somos, básicamente.
Creo que una manera de darse cuenta de ello es pensando en qué entendemos nosotros por esta idea del progreso”. En el 2016, Joseph Zárate recibió el Premio Ortega y Gasset a Mejor Historia o Investigación Periodística, y el Premio Nacional PAGE 2015 de Periodismo Ambiental creado por la ONU.
“El periodismo, al igual que otras disciplinas humanísticas, lo que intenta es poner en crisis nuestra manera de leer la realidad. No te ofrece respuestas, sino que te obliga a cuestionar todo el tiempo. Mi aproximación a la crónica es un poco eso”, comenta. En el 2018, obtuvo el Premio Gabo con una de las crónicas que incluyó después en este libro. “Un niño manchado de petróleo”, como se tituló el texto, presentaba una versión corta de la historia de Osman Cuñachí y le permitiría entrar en contacto con los trabajos de otros periodistas de su generación como la misma Sabrina Duque, Pablo Ferri o Daniela Rea.
“Lo que yo intento hacer es poner el foco sobre personas aparentemente sencillas, ordinarias, que no tienen ningún tipo de vínculo con el poder; personas que, en realidad, tienen vidas extraordinarias, y se enfrentan a sistemas completos que ejercen un poder que los oprime. Este libro, además, cuenta un poco las consecuencias del ejercicio de ese poder. Me parece que en América Latina el periodismo que se está ejerciendo apunta a esto. La crónica, hoy más que nunca, tiene una función política”.
Desde muy joven, Joseph Zárate sintió la necesidad de contar historias. En algún momento de su vida pensó en estudiar música, pero su familia y su interés por las historias, lo persuadieron de no hacerlo. Hoy tiene 32 años y es uno de los periodistas narrativos más destacados de América Latina. Su creencia en el oficio como un servicio y su disciplina le han permitido entender que para que se pueda ejercer el periodismo de una manera responsable, es necesario fijarse en la gente.
“Si a ti, como periodista, no te importa la gente, estás jodido”, sentencia. “El buen periodismo tiene como materia prima al ser humano, a las personas. Sus experiencias, sus recuerdos, sus emociones. Los hechos verificables, los datos, son importantes, pero eso está subordinado a la vida de las personas. Lo importante está en la calle, no en la habitación del fondo. No hay que olvidarse nunca de que el periodismo se trata, especialmente, del otro”.
Uno escucha hablar a Joseph y no puede evitar pensar en lo que significa leerlo. Es todo un cronista de guerras. Su libro es una exploración de sus intereses como periodista, pero también un retrato casi que intimista acerca de sí mismo, de sus propias batallas, de sus guerras interiores. Hay poesía en las crónicas de este autor peruano que no piensa en otra cosa sino en escribir, en poner su oficio al servicio de los demás. Tal vez por eso es por lo que dice que una de sus palabras favoritas es justamente esa, poesía, porque habla de todo y de todos, y es tan sutil, tan sincera.
“Yo no escribo poesía, pero sí que la leo. Me parece necesario encontrar en las palabras esa belleza que muchas veces la vida se resiste a mostrarnos”.
Lo que ha logrado este peruano con su libro es algo muy cercano a la poesía. Muy pocas veces uno consigue leer algo con tanta fuerza y cuestionarse a sí mismo. La ferocidad de las palabras de Joseph Zárate permite que el lector se sitúe en un punto medio y se incomode, se interpele, se ponga en los zapatos de los otros para, finalmente, entender la forma en que vivimos. Ojalá que este no sea el único libro del peruano, ojalá que siga escribiendo porque, es seguro, una voz como la suya es necesaria en estos días. Y si me lo permiten, yo terminaría este relato de la misma forma que él finaliza el suyo:
“Le espera, debería esperarle, toda una vida por delante”.