En febrero de 2019, cuando las Empresas Públicas de Medellín decidieron cerrar las compuertas de la represa de Hidroituango, reduciendo el caudal del río Cauca hasta un 80% de su capacidad, en el trecho que afectaba las poblaciones ribereñas de municipios como Caucacia, Cáceres, Valdivia, Tarazá y Puerto Valdivia, bastaron 24 horas para percatarse del crimen desalmado que habían cometido contra el medioambiente: cientos de miles de peces acostados con su mirada absurda dirigida al cielo, mientras los pobladores —pescadores y agricultores en su mayoría— se paraban a mitad del lecho casi seco del río, aterrados y a punto de llorar porque habían matado al río. Las palabras de un líder social resumieron el hecho: “Han cambiado nuestra forma de vida. Nos han desplazado y ahora afectan nuestros modos de subsistencia. Ahora solo queda tratar de recuperarnos por nuestros propios medios, porque el daño parece irreversible. El Cauca es nuestra fuente de sustento, es una tradición de 300 años viviendo del río. Es nuestra vida y nos lo están quitando”. Con ello, aludía a un vínculo ancestral, que podría definirse como simbiótico, entre los seres humanos y los ríos, porque como escribió hace cinco siglos —en alto castellano— don Jorge Manrique, “nuestras vidas son los ríos”, y atentar contra una fuente hídrica no es acabar solo con el agua de la que dependemos, es matar el alma que define a una comunidad.
Aunque en pocos días el río fue recuperando paulatinamente su caudal —debido a la apertura de las compuertas, tal vez motivada por el remordimiento de algunos administradores—, lo habían reducido a 42 centímetros cuando por lo menos para que sobrevivieran los peces debía permanecer a un nivel de 2 metros; ciertamente ninguna medida de reparación ambiental podrá sanar la herida, puesto que, para los pobladores afectados, el río es como una extensión de su cuerpo y, durante esos días, el dolor agónico del río Cauca lo sintieron en sus propias entrañas. Esto se debe a una particularidad topográfica, y es que contrario a las naciones de navegantes marítimos, como italianos o ingleses, los colombianos son, en esencia, una nación ribereña, que se formó social, económica y espiritualmente a las orillas de los múltiples “ríos arteriales” que la recorren. Pero esta conexión umbilical se ha venido perdiendo y parece que solo tragedias ambientales como la de Hidroituango nos recuerdan, como escribió T. S. Eliot en sus ‘Cuatro cuartetos’, que en verdad “llevamos el río dentro”.
Wade Davis será uno de los invitados a la Feria Internacional del Libro de Cali 2021, que se realizará entre el 21 y 31 de octubre.
En Colombia, aunque el río Cauca es uno de sus principales afluentes, con más de 1.350 kilómetros de largo, y pasando por unos 180 municipios de departamentos como Bolívar, Antioquia, Sucre y Caldas; ciertamente su hermano mayor, y donde desemboca, es el río Grande de la Magdalena, o simplemente el Magdalena; el mismo río donde José Barros, a sus 8 años, vio por primera vez una piragua avanzando hacia el atardecer y que inmortalizaría mucho después en una cumbia.
La cuenca del río Magdalena tiene alrededor de 1.540 kilómetros de longitud —de hecho el Amazonas es más largo con 6.800 kilómetros aunque solo 1.200 pasan por nuestro país—, que atraviesan 11 departamentos, definiendo la subsistencia y cultura del 80% de la población nacional, por lo que históricamente es el río más influyente de Colombia, en palabras pocas palabras: Colombia se formó a orillas del Magdalena.
Precisamente, buscando redescubrir ese antiguo origen ribereño y para contar la historia del país desde la perspectiva del río, como un ser vivo que ha padecido y resistido, en igual medida, todas las desgracias de los colombianos, es que el antropólogo canadiense Wade Davis dedicó cinco años a seguir el curso del Magdalena, desde su nacimiento en el Macizo Colombiano, hasta su desembocadura en el Mar Caribe. El resultado de su investigación fue una diversidad de relatos, que combinan con encanto la memoria personal, el ensayo histórico, la crónica periodística y los apuntes etnográficos, reunidos en ‘Magdalena. Historias de Colombia’ (Crítica, 2021), un libro donde se escucha la voz turbulenta del río, una voz que en cada meandro del camino tiene una historia, un canto y un lamento para compartir; una voz hecha de otras voces, las de muertos y sobrevivientes al conflicto, voces que a pesar del dolor celebran con músicas extraordinarias y sueñan con literaturas únicas. Porque para Wade Davis —también autor de ‘El río’ (FDC, 2004) un recorrido científico y poético del Amazonas—, la voz del Magdalena comparte un mensaje de esperanza, algo que deja claro en el título original del libro, en inglés: ‘Magdalena. River of dreams’, el río de los sueños.
“En la cuenca del Magdalena viven cuatro de cada cinco colombianos. Es la fuente del ochenta por ciento de la riqueza económica del país, el motor de su economía, el río que nutre de electricidad y luz a las grandes ciudades. Como el Misisipi, su reflejo en el norte, el Magdalena es a un mismo tiempo corredor de comercio y fuente de cultura: es el manantial del que nacen la música, la literatura, la poesía y las plegarias de Colombia. En los tiempos más oscuros, fue convertido en cementerio, una corriente amorfa de muertos. Sin embargo, siempre regresa como un río de vida. Durante los peores años de violencia, el Magdalena nunca abandonó a su gente. Siempre fluyó. Quizás ahora sea el momento de retribuirle al río sus esfuerzos y dejar que se depure de todo lo que ha mancillado sus aguas”, escribe en el prefacio del libro.
En este sentido, Wade Davis apela a la filosofía de los sabios arahuacos, para quienes “los ríos son un reflejo directo del estado espiritual de la gente, un indicador infalible del grado de conciencia que posee la comunidad”, por eso, “para que Colombia pueda liberarse de la violencia que la aflige y limpiar y liberar su alma, también debe devolverle la vida y la pureza a un sufrido río que le ha dado mucho al país”. Entonces, según la visión de los momos arahuacos, la paz es un compromiso ancestral, de índole social y ambiental: “Para limpiarnos nosotros, debemos limpiar el río; para limpiar el río, debemos limpiarnos nosotros”. Y en este ritual de purificación, el primer paso es escuchar las voces del río, de la gente del río, un acto de profundo respeto que Wade Davis practicó a la perfección durante todo su recorrido; como Heráclito, sabía que nadie baja dos veces al mismo río, y en Colombia esto consiste en que cada comunidad ubicada a la orilla del Magdalena, o de cualquiera de sus ríos, aunque comparten un mismo afluente, serán siempre distintas, de ahí que las diferentes historias del libro, sean prueba de la diversidad del país.
En una isla ubicada al norte del Océano Pacífico, cerca de su natal Vancouver, donde se encuentra por estos días Wade Davis, y a través de una videollamada desde Yumbo (Valle del Cauca), el antropólogo de 67 años, habla sobre su fascinación por los ríos colombianos, confesando que el primero que conoció fue el río Cauca, justamente sobre el que nunca ha escrito un libro.
“Cuando era muy joven, la primera vez que vine a Colombia, viví con una familia en Dapa —corregimiento de Yumbo—, en esas ocho semanas que estuve allí empezó mi amor por este país. Para un joven de 14 años que nunca había salido de Canadá, fue como llegar a otro mundo, éramos 7 alumnos canadienses los que viajamos, pero mientras mis compañeros de viaje se quedaron en la ciudad, en Cali, disfrutando del Club Campestre, yo permanecí la mayor parte del tiempo en la calma de la montaña, acompañado de una familia de clase media que me acogió esos días”, recuerda.
—¿Cómo están las cosas por Cali? —se adelanta y me pregunta primero.
—Recuperándonos —digo con tono escéptico.
—Bueno, ojalá con las elecciones que vienen, los colombianos puedan cambiar el gobierno.
—Es la gran oportunidad que tenemos.
—A mí me parece que hay algunos candidatos muy interesantes. Creo que ahora se necesita alguien que puede unificar el país.
—Hay varios a considerar, la candidatura más reciente es la de Alejandro Gaviria, ¿se enteró?
—Sí, lo sé. Y me encanta, porque él está, me parece, completamente a favor de la legalización de la droga, algo en lo que estoy de acuerdo. La única manera de limpiar el conflicto, de eliminar los carteles, es quitándoles la plata de ese mercado. Y al mismo tiempo buscar la legalización de la hoja de coca, diferenciándola de la cocaína. Es que la hoja de coca y la cocaína, son como las papas y el vodka, por eso si podemos crear un mercado legal para la planta, podríamos conseguir los recursos para pagar la paz. Debemos tener en cuenta que durante 50 años, Colombia gastó miles de millones para pelear una guerra inútil contra las drogas. Si queremos paz tenemos que eliminar ese mercado negro.
—En ‘Magdalena. Historias de Colombia’, expone algunas ideas sobre la legalización de la droga a propósito de las poblaciones indígenas que consideran la coca como una planta sagrada y medicinal. Sin embargo, quisiera empezar nuestra entrevista preguntándole, ¿cómo nació su amor por los ríos?
—Es como dicen los mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta, el agua de los ríos no es distinta a la sangre que corre por nuestro cuerpo. Aunque es una metáfora, de una manera biológica también es real, porque todos nosotros llevamos un río en el interior, y todo el líquido que llevamos adentro llegará finalmente al mar, y en esa medida la cultura de un país se desarrolla a partir de la conexión que las comunidades establezcan con los ríos. Es una verdad en cualquier país, en Egipto es el Nilo, en la India el Ganges, en Estados Unidos el Misisipi, pero Colombia más que todos los países fue el regalo de un río, del Magdalena.
—Pero primero se interesó por el Amazonas, al que dedicó su libro ‘El río’...
—A mí siempre me han encantado los ríos, pero como muchos colombianos le había dado la espalda al Magdalena, me parece muy interesante que su presencia constante en la vida de millones de personas, lo haga de algún modo invisible. Recuerdo que durante todos los años que estuve viajando por Colombia, desde cuando era estudiante en los años 70 y en mi trabajo como etnobotánico, no sé cuántas veces crucé el Magdalena sin verlo realmente. Como todos en algún momento, estaba encantado con los ríos del norte de Colombia, el Caquetá, Putumayo, Vaupés, y en el Chocó fue el Atrato, pero lo curioso es que vienen del mismo sitio que es el Macizo Colombiano, el principio de todo. Allí se encuentra el nacimiento del Magdalena, Cauca, Patía, Putumayo, y al mismo tiempo desde ese bloque de cerros brotaron las tres cordilleras, oriental, central y occidental. Entonces, en el caso de Colombia podemos decir como un dicho inglés: “geography is destiny”, geografía es destino. Somos hijos de nuestra tierra, y eso es más verídico en Colombia que en cualquier otro territorio.
—Pero se encontró con comunidades diferentes a pesar de compartir el mismo río...
—Esa particularidad me la explicó Carlos Vives cuando estuve en el bajo Magdalena, Colombia tiene diferentes músicas, pero “la madre todas es la cumbia, pero la madre de la cumbia es el río”, me dijo. Y esa fue una preocupación constante en mis viajes por el Magdalena, reconocer las diferencias de todos los pueblos, de Timaná y San Agustín, los pueblitos de La Mojana y El Banco, y los del medio Magdalena como Puerto Berrío y Simití, y otros más, donde la gente tiene sus particularidades, y eso lo cuentan en cada lugar desde los pescadores, poetas, campesinos, hasta policías y soldados, personas que me fui encontrando.
—¿Por qué para usted el Magdalena también es un símbolo de la paz en Colombia?
—Porque si podemos limpiar el río, podemos mandar un mensaje al mundo de que es posible la paz en este país. Limpiando el río limpiamos nuestra alma, ese creo que es el mensaje de este libro, y no es una verdad artificial ni romántica, porque yo abordo toda la historia del conflicto, desde los esclavos que los conquistadores lanzaban al río, hasta los muertos que tiraban los paramilitares y que era prohibido rescatar de las aguas. Sin embargo, desde la perspectiva del río creo un contexto para que la gente pueda entender cómo empezó y se ha mantenido la guerra, pero al mismo tiempo, reconozco lo que es obvio y que se pasa por alto con frecuencia, que en un país con 50 millones de personas, nunca durante toda su historia de violencia ha habido más de 300 mil combatientes, sumando todos los lados, ejército, paracos y guerrillas. Entonces, es claro que la mayoría de los colombianos son víctimas, y que el narcotráfico solo se mantiene por el consumo de otros países, y ese consumo es la gasolina que mantiene viva la guerra. Me esfuerzo por explicar que el narcotráfico y la violencia es un aspecto de la realidad colombiana, pero no es la totalidad, para mí Colombia no es un país de la violencia, sino un pueblo de colores y cariño, un pueblo fuerte que ha podido sobrevivir por décadas a esta tragedia. Desde luego que no es un país perfecto, aún tenemos otros problemas como los paros y las protestas, que dejaron muertos en las calles de Cali y otras ciudades, aunque eso no impide que admiremos esa voluntad de millones de colombianos por cambiar su historia y trazar un camino de paz al futuro. Hoy Colombia es una nación de jóvenes que tienen la esperanza y el poder de transformar su país desde muchas áreas, la política, la ciencia, la tecnología, las artes y el deporte, y otras, por eso creo que este es un momento trascendental en la historia del país.
—Ese mensaje tiene que ver mucho con la filosofía de los sabios arahuacos...
—Es como me explicó un día el mamo Camilo, uno de los más sabios y fuertes de la Sierra Nevada de Santa Marta, “la paz no vale nada si es solamente una manera en que los diferentes lados del conflicto se unen para mantener una guerra contra la naturaleza, tenemos que hacer la paz con todo el mundo, con los animales y la naturaleza”. Esas palabras fueron para mí muy significativas, y me hicieron reconocer una paradoja de la guerra: que durante los años más intensos del conflicto colombiano, cuando los territorios eran inaccesibles por la ocupación de grupos armados ilegales, en otros países el desarrollo y la colonización de la naturaleza con toda la deforestación que implica, como sucedió en el oriente de Ecuador, han terminado por acabar con su riqueza natural, yo he visto cómo estos países han sacrificado su naturaleza, pero en Colombia el conflicto de algún modo la protegió, por ejemplo en el Amazonas, que sigue estando en peligro. Los colombianos deben entender que esta paz también es la oportunidad de conservar su riqueza natural y cultural, que afortunadamente ha sobrevivido. El futuro que construyan debe ser un futuro sostenible, apoyándose en todo el conocimiento que ahora poseen de su territorio, no olviden en ese futuro a los ríos, las ciénagas, los cerros, los bosques, los páramos, las especies animales y a los parques naturales, todos debe ser respetados. Creo que en eso deberíamos seguir al pie de la letra el consejo de los sabios arahuacos.
—¿Piensa escribir un libro sobre otro río colombiano, tal vez para formar un tríptico con el Amazonas y el Magdalena?
Cualquier tema es una buena excusa para regresar a Colombia, podría ser otro libro sobre los ríos, o sobre los cerros o los fríjoles, o sobre la salsa… Pero estos dos libros no fueron planeados, ‘El río’ que fue publicado en español por al año 2004, pero la versión inglesa en Estados Unidos y Canadá salió en 1996. De alguna manera yo creo que este libro fue popular porque en ese momento Colombia vivía una crisis, y para dos generaciones de jóvenes que no podían viajar entonces por su propio país, el libro fue como un mapa para sus sueños. Mientras que ‘Magdalena. Historias de Colombia’ es, para mí, un libro más profundo, porque como escribió Héctor Abad Faciolince, lo escribí como una carta de amor para Colombia. Es que cuando yo estuve viajando como estudiante en los años 60, era un vagabundo que dormía donde me cogiera la noche, en las montañas, selvas y calles, y comiendo lo que había, era un muchacho que buscaba su destino en este país, algo de esa experiencia juvenil quedó en ‘El río’. Pero este otro libro fue escrito por un hombre maduro, que ya tiene 67 años, y de alguna manera no es mi libro, por eso el subtítulo de ‘Historias de Colombia’, es de toda esa gente increíble que encontré en mis viajes, desde los periodistas, músicos y artistas, hasta gentes muy humildes como un seños que me encontré en el pueblo Sabana de Torres, un campesino cañero que se enamoró de los manatíes y se convirtió en líder de su comunidad para protegerlos, y se volvió profesor en la escuela de su pueblo. Él me contó un día cuando estábamos al lado de una pequeña ciénaga, que alrededor de este lugar sus estudiantes encontraron 75 especies de mariposas. Mi reacción fue decirle, “carajo, hombre, esto es increíble, porque en mi país, Canadá, que es enorme, yo creo quizás tenemos unas 200 especies, y aquí en este pequeño lugar hay tantas juntas”. Y él con su sabiduría campesina me respondió: “Lo que usted debe entender es que en Colombia una mariposa es solo una flor que puede volar, por eso tenemos tantas”. Para mí esa es la esencia del espíritu colombiano, que me permite asegurar que su pueblo siempre va a sobrevivir.