Es peor, mucho peor, de lo que imaginas. La lentitud del cambio climático es un cuento de hadas tan pernicioso quizá como el que afirma que no se está produciendo en absoluto, que nos llega agrupado con otros en una antología de patrañas tranquilizadoras: que el calentamiento global es una saga ártica que se desarrolla en lugares remotos; que se trata más que nada de una cuestión de niveles del mar y litorales, y no de una crisis envolvente que no deja lugar intacto ni vida sin deformar; que es una crisis del mundo «natural», no del mundo humano; que estos son dos mundos distintos, y que hoy en día vivimos en cierto modo fuera de la naturaleza, o más allá, o como mínimo protegidos de ella, y no ineludiblemente en su seno, y literalmente desbordados por ella; que la riqueza puede servir de escudo contra la devastación del calentamiento; que la quema de combustibles fósiles es el precio de un crecimiento económico continuado; que este, y la tecnología que produce, inevitablemente encontrará el mecanismo para evitar el desastre medioambiental; que hay en el largo devenir de la historia humana algún parangón para la escala o el alcance de esta amenaza, algo capaz de infundirnos confianza a la hora de hacerle frente.

Nada de eso es cierto. Pero empecemos por la velocidad del cambio. La Tierra ha experimentado cinco extinciones masivas antes de la que estamos viviendo hoy, cada una de las cuales supuso un borrado tan completo del registro fósil que funcionó como un reinicio evolutivo; el árbol filogenético del planeta se expandió y se contrajo a intervalos, como un pulmón: un 86 por ciento de las especies murieron hace 450 millones de años; 70 millones de años después, un 75 por ciento; 125 millones de años más tarde, un 96 por ciento; transcurridos otros 50 millones de años, el 80 por ciento; y 135 millones después, de nuevo el 75 por ciento. A menos que seas adolescente, probablemente leíste en tus libros de texto del instituto que estas extinciones fueron consecuencia del impacto de asteroides. En realidad, en todas ellas, salvo en la que acabó con los dinosaurios, intervino el cambio climático producido por gases de efecto invernadero. La más notoria tuvo lugar hace 250 millones de años; comenzó cuando el dióxido de carbono (CO2) aumentó la temperatura del planeta cinco grados centígrados, se aceleró cuando ese calentamiento desencadenó la emisión de metano, otro gas de efecto invernadero, y acabó con casi toda la vida sobre la Tierra. Actualmente, estamos emitiendo CO2 a la atmósfera a una velocidad bastante mayor; según la mayoría de las estimaciones, al menos diez veces más rápido. Ese ritmo es cien veces superior al de cualquier otro momento de la historia humana previo al comienzo de la industrialización. Y en la atmósfera ya hay un tercio más de CO2 que en cualquier otro instante de los últimos 800.000 años, quizá incluso de los últimos 15 millones de años. Entonces no había humanos. El nivel del mar era más de treinta metros más alto.

Mucha gente percibe el calentamiento global como una especie de deuda moral y económica, acumulada desde el comienzo de la Revolución industrial y que vence ahora, al cabo de varios siglos. De hecho, más de la mitad del CO2 expulsado a la atmósfera debido a la quema de combustibles fósiles se ha emitido en las tres últimas décadas. Lo que significa que hemos infligido más daño al devenir del planeta y a su capacidad para soportar la vida y la civilización humanas desde que Al Gore publicó su primer libro sobre el clima que en todos los siglos —todos los milenios— anteriores. Naciones Unidas estableció su marco sobre cambio climático en 1992, y al hacerlo dio a conocer inequívocamente el consenso científico al mundo entero, lo que significa que ya hemos generado tanta devastación a sabiendas como en nuestra ignorancia. El calentamiento global puede parecer una fábula que se desarrolla a lo largo de varios siglos e infligirá un castigo propio del Antiguo Testamento a los tataranietos de los responsables, ya que fue la quema de carbón en la Inglaterra del siglo XVIII la que prendió la mecha de todo lo que vino después. Pero ese es un cuento sobre villanía histórica que absuelve, injustamente, a los que viven ahora. La mayor parte de la quema se ha producido a partir del estreno de Seinfeld. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el porcentaje asciende hasta alrededor del 85 por ciento. La historia de la misión suicida del mundo industrializado es una que dura lo que una sola vida humana: el planeta pasó de una aparente estabilidad a estar al filo de la catástrofe en los años que separan un bautizo o un bar mitzvá de un funeral.

Todos conocemos esos periodos vitales. Cuando nació mi padre, en 1938 —entre sus primeros recuerdos, las noticias de Pearl Harbor y las míticas fuerzas aéreas de las películas de propaganda que llegaron a continuación—, el sistema climático parecía, para la mayoría de los observadores, estable. Desde hace tres cuartos de siglo, los científicos entienden el efecto invernadero, entienden cómo el CO2 generado al quemar madera, carbón y petróleo recalienta el planeta y desquicia todo lo que sucede en él. Pero todavía no habían visto el efecto, no de manera fehaciente, aún no, lo que hacía de ello, más que un hecho palpable, una oscura profecía que no se cumpliría hasta un futuro muy remoto, quizá nunca. Cuando mi padre murió, en 2016, semanas después de la firma agónica del Acuerdo de París, el sistema climático amenazaba con despeñarse hacia la desolación, al superar un umbral de concentración de CO2 —400 partes por millón en la atmósfera terrestre, en el lenguaje desazonante y banal de la climatología— que había sido durante años la marcada línea roja que los ambientólogos habían trazado ante el rostro devastador de la industria moderna, como diciendo: «Prohibido el paso». Por descontado, hicimos caso omiso: apenas dos años después, alcanzamos un promedio mensual de 411, y nuestra culpa satura el aire del planeta tanto como el CO2, aunque hemos decidido creer que no la respiramos.

Ese único periodo vital es también el de mi madre: nacida en 1945, hija de judíos alemanes que huían de las chimeneas en las que incineraron a sus familiares, ahora disfruta su septuagésimo tercer año en el paraíso del confort estadounidense, un paraíso sustentado por las fábricas de un mundo en vías de desarrollo que, también en el transcurso de una vida humana y gracias a la producción de bienes, ha ascendido a la clase media global, con todas las tentaciones de consumo y todos los privilegios de combustibles fósiles que ese ascenso conlleva: electricidad, coches privados, viajes en avión, carne roja. Mi madre ha fumado durante cincuenta y ocho de esos años, siempre sin filtro, y ahora encarga sus cigarrillos por cartones desde China.

Es también el periodo vital de muchos de los primeros científicos que han dado públicamente la voz de alarma sobre el cambio climático, algunos de los cuales, por increíble que parezca, siguen en activo: tal es la velocidad con la que hemos alcanzado este promontorio. Algunos de estos científicos incluso llevaron a cabo su investigación con financiación de Exxon, una compañía que ahora es objeto de un gran número de demandas que buscan juzgar a los responsables del régimen de emisiones continuadas que, hoy en día y salvo que se produzca un cambio de rumbo en cuanto a los combustibles fósiles, amenaza con hacer, para finales de este siglo, más o menos invivibles para los humanos diversas zonas del planeta. Esa es la senda por la que vamos despreocupadamente lanzados: hacia los más de cuatro grados centígrados de calentamiento para el año 2100. Según algunas estimaciones, esto implicaría que regiones enteras de África, Australia y Estados Unidos, y partes de América Latina al norte de la Patagonia, y de Asia al sur de Siberia se volverían inhabitables debido al calor directo, la desertificación y las inundaciones. En el mejor de los casos, todas esas regiones —y muchas más— serían inhóspitas para el ser humano. Este es nuestro itinerario, nuestro punto de partida. Lo que significa que, si el planeta se llevó al borde de la catástrofe climática en el transcurso de una sola generación, la responsabilidad de evitarla recae también sobre una única generación. Y todos sabemos qué generación es esa: la nuestra.

No soy ecologista, y ni siquiera me considero alguien muy apegado a la naturaleza. He vivido toda mi vida en ciudades, disfrutando de dispositivos fabricados mediante cadenas industriales de suministro sobre las que apenas me paro a pensar. Nunca he ido de acampada, al menos no por voluntad propia, y aunque siempre he pensado que era básicamente una buena idea mantener limpios los ríos y el aire, también he aceptado el planteamiento según el cual existe un tira y afloja entre el crecimiento económico y el coste para la naturaleza; y me decía que, bueno, en la mayoría de las situaciones me inclinaría por el crecimiento. Yo no voy a matar una vaca con mis manos para comer una hamburguesa, pero tampoco voy a hacerme vegano. Normalmente pienso que, cuando uno ocupa la cúspide de la cadena trófica, no hay nada de malo en hacer alarde de ello, porque no me supone ninguna dificultad trazar una frontera moral entre nosotros y los demás animales, y de hecho me parece ofensivo para con las mujeres y las personas de otras razas que de pronto se hable tanto de extender a chimpancés, simios y pulpos una protección legal análoga a los derechos humanos, apenas una o dos generaciones después de que acabásemos por fin con el monopolio que el hombre blanco había tenido sobre el concepto legal de persona. En estos aspectos —en muchos de ellos, al menos— soy como cualquier otro estadounidense que ha pasado su vida mortalmente satisfecho, y voluntariamente engañado, sobre el cambio climático, que no es solo la mayor amenaza a la que se ha enfrentado la vida humana en el planeta, sino una amenaza de una categoría y una escala por completo diferentes; a saber: la escala de la propia vida humana.

Hace unos años, empecé a recopilar historias sobre el cambio climático, muchas de ellas aterradoras, absorbentes e inquietantes. Las de menor escala casi podían leerse como fábulas: un grupo de científicos del Ártico que quedó atrapado cuando el deshielo aisló su centro de investigación en una isla también habitada por osos polares; un niño ruso que murió víctima del carbunco liberado al descongelarse el cadáver de un reno que había pasado décadas atrapado en el permafrost. Al principio, parecía como si las noticias estuviesen creando un nuevo género de alegoría. Pero, por supuesto, el cambio climático no es ninguna alegoría.

Desde 2011, en torno a un millón de refugiados sirios se vieron empujados hacia Europa por una guerra civil que el cambio climático y la sequía han agravado (y, en un sentido muy real, gran parte del «momento populista» que todo Occidente está atravesando es el resultado del pánico generado por esa llegada). La probable anegación de Bangladés amenaza con crear una cantidad diez veces superior de inmigrantes, o incluso mayor, que serán recibidos por un mundo aún más desestabilizado a causa del caos climático (y —cabe sospechar— menos receptivo cuanto más oscura sea la tez de los necesitados). También estarán los refugiados procedentes del África subsahariana, de Latinoamérica y del resto del sudeste asiático: unos 140 millones en 2050, según estimaciones del Banco Mundial; esto es, más de cien veces la «crisis» siria en Europa.

Las proyecciones de la ONU son aún más sombrías: 200 millones de refugiados climáticos en 2050. Esos eran todos los habitantes del planeta durante el apogeo del Imperio romano: imaginemos que todas y cada una de las personas vivas por aquel entonces, en cualquier rincón del globo, se quedasen sin hogar y se viesen obligadas a vagar por territorios hostiles en busca de uno nuevo. Según Naciones Unidas, el extremo superior de lo que es posible en los próximos treinta años es considerablemente peor: «hasta 1.000 millones, o más, de personas pobres y vulnerables con escasas opciones más allá de la lucha o la huida». 1.000 millones o más. El conjunto de la población mundial en fecha tan reciente como 1820, cuando la Revolución industrial estaba ya muy avanzada. Lo cual sugiere que quizá sería preferible entender la historia no como el lento paso del tiempo, sino como un globo de crecimiento demográfico que se expande, haciendo que la humanidad se extienda a su vez por el planeta casi hasta un eclipse total. Uno de los motivos por los que las emisiones de CO2 se han acelerado tanto en la última generación sirve también para explicar por qué da la impresión de que la historia se desarrolla a una velocidad mucho mayor, de que suceden muchas más cosas, en todas partes, cada año: esto es lo que ocurre cuando hay tantísimos humanos. Se calcula que el 15 por ciento de toda la experiencia humana acumulada a lo largo de historia corresponde a personas que están vivas actualmente, que caminan por el mundo dejando su huella de carbono.

Esas cifras de refugiados son las estimaciones más elevadas, producidas hace años por grupos de investigación diseñados para llamar la atención sobre tal o cual causa o cruzada; con toda probabilidad, los números reales no alcanzarán valores tan altos, y la mayoría de los científicos se inclinan por previsiones del orden de las decenas —no centenares— de millones de personas. Pero que esas cifras sean solo el máximo de lo que entra dentro de lo posible no debería hacer que nos confiásemos demasiado: cuando descartamos la peor de las posibilidades, se distorsiona nuestra percepción de las situaciones futuras más probables, que pasamos a considerar como escenarios extremos para los que no es necesario prepararse tan concienzudamente. Los cálculos más altos marcan los límites de lo posible, dentro de los cuales podremos imaginar mejor lo que es probable. Y quizá incluso resulten ser una referencia más fiable, si tenemos en cuenta que, en el medio siglo de angustia climática que ya hemos padecido, los optimistas nunca han acertado.

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Entre ese escenario y el mundo en que vivimos actualmente solo se interpone la cuestión de cuál será la respuesta humana. Ya tenemos asimilado cierto grado de calentamiento adicional, gracias a los prolongados procesos a través de los cuales el planeta se adapta a los gases de efecto invernadero. Pero cuál será el recorrido de todas esas sendas que se prevén desde el presente —hasta los dos, tres, cuatro, cinco o incluso ocho grados— dependerá de manera crucial de lo que decidamos hacer de ahora en adelante. Nada impide que alcancemos los cuatro grados más allá de nuestra voluntad para cambiar de rumbo, de la que aún no hemos dado muestra alguna. Nuestro planeta es grande y ecológicamente diverso; los humanos hemos demostrado ser una especie adaptable, y puede que sigamos adaptándonos para sortear una amenaza letal; y los efectos devastadores del calentamiento pronto serán demasiado extremos para que podamos ignorarlos, o negarlos, si es que no lo son ya. Teniendo en cuenta todo lo anterior, es poco probable que el cambio climático haga el planeta realmente inhabitable. Pero si no hacemos nada con las emisiones de CO2, si los próximos treinta años de actividad industrial prolongan la misma tendencia creciente de los treinta años anteriores, ya a finales de este siglo regiones enteras pasarán a ser inhabitables según todos los criterios que manejamos en la actualidad.