Todos sabemos que quien murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra (Suiza) fue un actor llamado Jorge Luis Borges. Entonces, todos lamentamos que su espectáculo itinerante de poeta sabio y ciego terminara, aunque en verdad sabíamos que su otro yo, el Borges literario, continuaría con vida. Después de todo, el otro era mucho más joven, había nacido apenas 26 años antes, en 1960, cuando Borges publicó su libro 'El hacedor', obra en la que el autor argentino hace un mito de sí mismo. Allí, como en un virus informático, Borges dejó el algoritmo literario sobre el que se ha venido reproduciendo la literatura contemporánea. De modo que para evitar confusiones con el Jorge Luis Borges actor de sí mismo, aclaro que este ensayo intentará seguir la biografía literaria del otro Borges, ese personaje que sobrevive en la obra, ya no solo del autor argentino que muriera hace 34 años, sino en las obras de escritores posteriores y actuales, discípulos suyos, todos contaminados por una literatura que logró romper los límites entre realidad y ficción.
La influencia de Borges es tan evidente como conflictiva, ha resultado inmanejable no solo para algunos críticos ortodoxos, como en el caso de Harold Bloom que no pudo dejar de afirmar en su ‘Canon Occidental’: “De todos los autores latinoamericanos de este siglo, es el más universal. Borges tiene más poder de influencia que casi ningún otro, leerlo es activar una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos. Esta conciencia, a la vez visionaria e irónica, acaba con esa antítesis discursiva entre lo individual y lo común”. Pese a sus reticencias, Bloom acierta en uno de los aspectos claves de la vigencia de Borges, pues la perspectiva creativa que introduce Borges en la literatura moderna consiste en la hipertextualidad. Según Gérard Genette cuando la literatura se vuelve hipertextual alcanza un segundo grado de profundidad creativa, a partir del cual los autores pueden establecer ilimitadas conexiones (variaciones y parodias de estilos literarios, recreación de imágenes poéticas y patrones narrativos) con otras obras, actualizando constantemente la tradición literaria, y a medida que otros autores encuentran nuevas conexiones en una obra en particular, esta se mantiene viva. Este sistema descrito por Genette en 1982, funciona de modo similar al misterioso algoritmo de Google. En este sentido, desde la teoría literaria, podemos explicar cómo Borges trascendió al siglo XXI, puesto que creó una obra abierta —el concepto es de Umberto Eco— a todo tipo de conexiones con la imaginación moderna a niveles multidisciplinarios: artistas, escritores, filósofos, historiadores, cineastas, matemáticos, ingenieros y científicos de la actualidad, siguen encontrando en su obra poderosos estímulos para su trabajo intelectual.
Por otro lado, también existe una concepción anacrónica y limitada de Borges, la de aquellos que ven su obra como un objeto verbal precioso que solo puede ser reverenciado y cultivado como una de las mejores “prosas en español”, mientras niegan otra vertiente de esta literatura que interactúa, como un organismo vivo, con la imaginación de creadores contemporáneos, quienes llevan a extremos insospechados los postulados creativos de la obra borgiana. A extremos que habrían divertido y conmovido al mismo Borges, pero no a sus más íntimos defensores que amparados en acciones legales e institucionales contra supuestos plagios, demuestran que pese a su prolongado trato con el autor, jamás lograron comprender la profundidad de su universo literario. Pero, antes de entrar en esta polémica, me gustaría devolverme a la noche del primero de enero de 1958, una de esas noches fatales en las que Borges sintió la tentación de la irrealidad.
Un ciego en el cumpleaños de una loca
Cada 31 de diciembre Jorge Luis Borges visitaba a las hermanas Alvear, así fue hasta 1958. Como consta en el diario de Adolfo Bioy Casares, pasada la media noche, Borges había llamado por teléfono a Bioy para avisarle que no podría ir a su casa a celebrar año nuevo, pues un compromiso lo ‘ataba’. Se trataba de Elvira de Alvear que había cumplido 51 años, y aunque desde 1940 estaba demente, esto no impedía que el escritor la acompañara sin falta en su día. En compañía de Elvira y su monólogo demente, Borges fue aprendiendo a evadirse de la realidad.
Los Alvear fueron una familia poderosa de la vieja Buenos Aires, entre ellos hubo próceres y presidentes de la república, pero cuando Borges los frecuentaba ya estaban en decadencia. Las hermanas Dora y Elvira eran las últimas herederas de una fortuna que desapareció rápidamente en el despilfarro de su vida bohemia. De hecho, vivieron sus últimos días en la pobreza, como cuenta Borges a Bioy en una entrada de su diario, fechada en abril 23 de 1960: “Dora de Alvear —famosa por su antigua prodigalidad y belleza, sus automóviles, su alcoba cristalina, sus amores, sus escándalos— hoy trabaja de mucama en el hospital Alvear. Por pudor se hace llamar Dora Cambaceres”. Por su parte, Elvira fue la poeta de la familia, su único libro ‘Reposo’ (1934) tiene un prólogo de Borges, escrito como un vano intento de cortejarla en su juventud, aunque ella nunca tomó en serio sus intenciones. No obstante, la amistad persistió y, hasta la muerte de Elvira en 1959, Borges siguió visitándola y sosteniendo diálogos fuera de este mundo. Según cuenta el escritor, ella hablada de matrimonios imaginarios entre familiares muertos, de sus encuentros con James Joyce en París, de una novela inconclusa que tenía hace muchos años, y cada tanto se detenía, tocaba una campanilla y llamaba a una criada, igualmente imaginaria, para que les sirviera el té.
Debido a su locura Elvira jamás pudo enterarse que desde 1949 Borges ya la había inmortalizado en su cuento ‘El aleph’, aunque bajo el nombre de la “alta, frágil, muy ligeramente inclinada” Beatriz Viterbo, en cuya casa el narrador del cuento encontró esa “esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. En esta ficción, el narrador se llama a sí mismo Borges, por segunda vez el autor se convierte en personaje de su propia historia, ya en ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ (1944), Borges había empezado a escribir su obra desde una perspectiva literaria que confundía los límites entre la realidad y la ficción. Tal vez, llevado por la forma en que su querida y nunca íntima Elvira Alvear vivía como un fantasma, atado a este mundo por la leyenda de su hermosura y riqueza, Borges consideró ser también un personaje más allá de la realidad, alguien como su amiga, una mujer a quien todos guardaban en su memoria aun cuando ella misma había olvidado toda su vida. Aunque Borges siempre deseó la muerte corporal, “espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma”, como dijo en su conferencia sobre ‘La inmortalidad’ (1979), al mismo tiempo declaraba que creía en un tipo de inmortalidad que no fuera personal, “esa inmortalidad se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros”.
Además de Elvira de Alvear, Borges conoció otros personajes que vivieron más en la memoria colectiva que en sus propias obras, uno de ellos fue el extraordinario Macedonio Fernández cuyas anécdotas recopilaba y esparcía Borges como obsesionado con la idea de que el mundo no podía olvidar que había existido un hombre tan original. Leyendo hoy todo lo que Borges dijo y escribió sobre Macedonio Fernández, resulta imposible no pensar que se trata de un personaje ficticio de su propia obra, por eso, como en el caso de Pierre Menard, todo lector deslumbrado busca comprobar que el escritor de ‘Papeles de Recienvenido’ y ‘Museo de la novela eterna’ efectivamente sí existió. En ‘Diálogo sobre un diálogo’, una de las prosas de ‘El hacedor’, Borges recuerda una charla con su amigo, en la que “Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre”. De algún modo, el joven Borges de esa anécdota vivió para probar esa teoría.
El desdoblamiento poético
Ensayando vivir con ese nivel de irrealidad que habían alcanzado sus amigos, Borges empezó a probar desdoblamientos en su literatura, el primero de ellos fue su ‘Historia universal de la infamia’ (1935), donde reúne una serie de biografías imaginarias —al estilo de Marcel Schowb—, ajustando personajes ficticios a momentos históricos o creando momentos ficticios en las vidas de personajes reales. Después ensayó fusionarse con otro autor, como hizo en 1942 cuando junto a Adolfo Bioy Casares crearon al autor ficticio Honorio Bustos Domecq, heterónimo a partir del cual, como en una caja china, escribieron la serie de cuentos cuyo protagonista es el detective porteño Isidro Parodi. Bajo el nombre de Bustos Domecq, Borges y Bioy escribieron tres libros en conjunto, el último de ellos en 1977. Pero fue a partir de su ensayo ‘Valéry como símbolo’, incluido en ‘Otras inquisiciones’ (1952) que Borges descubrió el poder del desdoblamiento poético, que habían empleado ya en sus obras Paul Valéry y Walt Whitman.
“Un hecho los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra”, explica Borges en este ensayo, aludiendo a esa poética según la cual no es el poeta el que crea una obra, sino que la obra inventa al poeta, por lo tanto el poeta vendría a ser tan ficticio como el personaje de una novela o un cuento. Es por ello que en otro revelador ensayo, ‘La supersticiosa ética del lector’, Borges aclara esa desviación de lectores y críticos cuando confunden a los autores con sus propias creaciones, así en ocasiones lleven el mismo nombre en sus obras, son siempre distintos. Para demostrar cómo ocurre esta ficcionalización del poeta, Borges escoge los casos de Whitman y Valéry, autores que crearon una obra poética donde habita un poeta que, aunque identificamos con sus autores reales, son en realidad personajes de ficción.
En el caso de Whitman, ese héroe semidivino que canta en ‘Hojas de hierba’, fue redactado “en función de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo, parcialmente de cada uno de sus lectores”. En el prólogo para su traducción de ‘Hojas de hierba’ (1969), Borges describe en detalle el prodigio de la poesía del bardo norteamericano: “Elaboró una extraña criatura que no hemos acabado de entender y le dio el nombre de Walt Whitman. Esa criatura es de naturaleza biforme; es el modesto periodista Walter Whitman (1819-1892), oriundo de Long Island (Nueva York), que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro, el poeta que él primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América”.
Mientras que en el otro caso, “Valéry ha creado a Edmond Teste; un Doppelgänger”. Es decir, un doble fantasmal que vivirá en la obra literaria tras la muerte de su autor. En ‘Valéry como símbolo’, escrito a la muerte del poeta francés en 1945, Borges concluye con un postulado trascendental para su propia obra: “Paul Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos. De un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William Hazlitt de Shakespeare: ‘Él no es nada en sí mismo’”.
Pero, mientras Whitman logró “tramar un personaje doble y triple y a la larga infinito” en su tumultuoso poema, y Valéry dejó en su obra una proyección fantasmal más divertida y curiosa de lo que fue él mismo en vida. Entonces, con estos recursos creativos, cuando Borges era un ciego y maduro escritor de 60 años, decidió jugarse de una vez por todas la carta de la inmortalidad, creándose un doble fantasmal de sí mismo, un personaje que pudiera vivir y reproducirse constantemente en su propia obra, así como mutar en la de otros autores. Contrario a Shakespeare cuya identidad desapareció completamente para que vivieran por siempre sus personajes, Borges puso toda su historia: rasgos, manías, virtudes y defectos de su personalidad en su doble, para que su nombre no muriera jamás, como no han muerto Hamlet, Lear, Falstaff o Macbeth. Fue cuando Borges ejecutó este último gran acto de desdoblamiento poético en ‘El hacedor’ (1960), que nació el Borges que hoy sigue vivo y conocemos. El otro Borges vivió, como sabemos por su biografía oficial, representando un mismo papel hasta el final.
Borges y El hacedor
“El poeta recibe un destino y lo cumple, no lo busca, la poesía se trata de algo fatal, hermosamente fatal”, dijo Borges durante la recepción del Premio Cervantes en 1979. Aunque, ciertamente su ‘destino literario’ estuvo determinado por diferentes búsquedas poéticas y elecciones creativas que, si bien no fueron sistemáticas, obedecieron a múltiples ensayos. No podemos olvidar que antes de ser el autor universal que hoy conocemos, cuyos símbolos son el laberinto, los espejos, la ciudad de Buenos Aires, la biblioteca, los libros, el tigre, la ceguera, el ajedrez, el infinito y el tiempo; antes del poeta sabio y ciego de la leyenda, hubo un Borges aprendiz de poeta que intentó ser poeta socialista: se conservan sus desdichados ‘Versos rojos’. También ser poeta ultraísta: en sus Textos Recobrados se pueden leer poemas y prosas radicalmente vanguardistas que luego Borges rechazó, y al final cuando regresó a Buenos Aires en 1923, trató de ser un poeta urbano cuasi-patriótico: allí están sus tres primeros poemarios ‘Fervor de Buenos Aires’ (1923), ‘Luna de enfrente’ (1925) y ‘Cuaderno San Martín’ (1929). Aunque estos últimos no son libros despreciables, el poeta no estaba conforme y optó por tomar un nuevo rumbo, el último. Por eso no sorprende que se tardara, y que entre 1930 y 1960, Borges no volviera a publicar libros de poesía. Fue durante esos años que consumó su nuevo universo literario, partiendo de esos volúmenes de cuentos fundamentales que son ‘Ficciones’ y ‘Artificios’, ambos de 1944, y ‘El Aleph’ de 1949.
Aunque en estas piezas maestras de la narrativa está, en su máxima expresión de complejidad conceptual y riqueza verbal, todo el universo borgiano, para entonces el escritor aún guardaba las formas, obedeciendo los límites entre géneros literarios. Sin embargo, mientras su desdoblamiento continuaba, al tiempo que nacía el otro, Borges comprendió que su doble también tenía el poder de transmutar sus tres géneros preferidos: el poema, el cuento y el ensayo, en un solo estilo de escritura. La conquista absoluta de estos logros literarios (el desdoblamiento del yo y el mestizaje literario), alcanzados por un poeta ya maduro, permitieron a Borges escribir esa obra capital que es ‘El hacedor’, retomando de nuevo la poesía que no abandonará jamás.
En este breve libro (82 páginas), se condensa todo el universo borgiano en una prosa engañosamente sencilla, que sin advertir la profundidad de sus conexiones con la vida real, permite acceder a los lectores en la irrealidad borgiana, experimentando con placentera inteligencia sus múltiples asombros. Por esta razón, ‘El hacedor’ resulta una obra imprescindible en la carrera de Borges, ya que su sorprendente inteligibilidad lingüística, finalmente permitió al autor argentino acceder al gran público lector. Así Borges dejó de ser ese hermético escritor, reverenciado solo por una pequeña secta de iniciados que guardaban con celo las claves para entender su mundo imaginario.
En ‘El hacedor’, Borges emplea con maestría procedimientos modernos y de alta complejidad literaria, en textos cortos, pero cargados de sentidos filosóficos y existenciales. Sus poemas en prosa y textos breves son herederos de una tradición nacida en el siglo XIX con poetas transgresores de las formas como Lautréamont, Baudelaire, Rimbaud, Darío y Lugones, pero con Borges la prosa breve alcanza por primera vez una profundidad antes desconocida para la lengua española, y prueba de ello es su ‘Argumentum Ornithologicum’:
“Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Este número entero es inconcebible; ergo, Dios existe”.
De estas ocho líneas se han escrito miles de páginas explicando sus abismales connotaciones religiosas y sus sutiles recursos lógicos; teólogos, filósofos y matemáticos luchan en vano por salir del universo borgiano y explicar cómo un ciego pudo llegar a semejante especulación desde su claroscuro apartamento en Buenos Aires. Al respecto, el crítico Vicente Cantabrio dice en su ensayo ‘Borges, filósofo de Dios’: “En unas líneas de brevedad maestra Borges nos enfrenta a una interpretación de toda la realidad en torno y de la naturaleza de su Creador de unas proporciones verdaderamente abrumadoras”. En efecto, creo que nadie, por muy enajenado y superficial que viva en la cultura actual de consumo, puede leer esta prosa breve sin sentir un vértigo, bien sea ante el vacío o elevación sagrada que postula. Sin embargo, como aparece en el monumental diario de Adolfo Bioy Casares, esta revelación nació solo meses antes de publicarse ‘El hacedor’ (diciembre de 1960), durante un diálogo: “Sábado, 20 de agosto. Comen en casa Borges y Peyrou. Leemos cuentos. Dice que si en un cuento se nombra un pájaro, en seguida aparecen otros. Una gaviota hace una bandada; la mención del tiempo, trae de inmediato la del espacio”.
Cada una de las 24 prosas que componen la primera sección de ‘El hacedor’ tienen conexiones y sentidos extraliterarios que exceden las intenciones de este recuento, no obstante mencionaré algunas que a mí me siguen impresionando, allí están ‘La trama’ una versión gauchesca del drama Shakespeare y ‘La parábola del palacio’ donde Borges muta su Aleph, cambiándolo de un agujero en un sótano, a un poema que contiene al universo. Pero es en ‘Borges y yo’ donde los lectores asisten definitivamente a la escisión total del autor y su doble, después de leer esa línea final: “No sé cuál de los dos escribe esta página”, reconocemos una pluralidad en Borges, la del actor en vida y su fantasma literario, así empieza a expandirse esa atmósfera de irrealidad que caracterizará la obra borgiana del futuro. Borges continuará escribiendo desde esa perspectiva, la del autor observándose a sí mismo en el espejo de su obra. Cuando en su discurso del Premio Cervantes, ese día en la Universidad de Alcalá de Henares, expresaba esa ambición de todo poeta, “ser no sólo actor, sino espectador de su vida”, declaraba el gran mérito creativo de su obra.
Desde la publicación de ‘El hacedor’, el doble irá ganando cada vez más protagonismo, no en vano el siguiente libro de poemas llevará por título ‘El otro, el mismo’ (1964), el doble aparecerá una y otra vez en poemas y cuentos, adquiriendo mayor solidez como en ‘El otro’, el cuento que Borges publicó en 1975 dentro del volumen ‘El libro de arena’, o en uno de sus últimos relatos ‘Agosto 25, 1983’, donde como una broma macabra, el doble de Borges recrea su suicidio.
Aunque 'El hacedor' bien podría terminar con esas prosas, tiene una segunda sección donde se encuentran algunos de los poemas más recordados y citados de Borges, empezando por ‘El poema de los dones’: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”. También están ‘El reloj de arena’, ‘El ajedrez’, y los dos poemas donde define su vocación y estética: ‘La luna’ y ‘Arte poética’. Aunque, aquí también empieza a inventarse toda una comunidad fantasmal, como ya lo había hecho con Macedonio Fernández, en ‘El hacedor’, reviven sus amigos y familiares, entre ellos aparece de nuevo Elvira de Alvear, ahora sí con su nombre, retratada en sus últimos años por Borges: “Todas las cosas tuvo y lentamente/ todas la abandonaron. (…) La generosa cortesía/ la acompañó hasta el fin de su jornada,/ más allá del delirio y del eclipse,/ de un modo casi angélico. De Elvira/ lo primero que vi, hace tantos años,/ fue la sonrisa y es también lo último”. Y su ‘In memoriam A. R.’ donde reconoce como maestro al mexicano Alfonso Reyes (fallecido en 1959), otorgándole el título de renovador de la prosa castellana. Tal vez el poema más deficiente y que han eliminado en ediciones posteriores es ‘Oda compuesta en 1960’, que Borges en ese entonces escribió para participar en un concurso local en honor de los 150 años de la independencia argentina. Cabe aclarar que Borges perdió el concurso y no recibió pago alguno, por esa época sus ingresos consistían en un sueldo por sus clases de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, su trabajo en la Biblioteca Nacional, y eventuales labores como jurado en concursos literarios y sus innumerables conferencias en colegios, asociaciones y centros culturales nacionales.
El reconocimiento de un actor
Antes de 1960, aunque Borges ya había escrito sus obras maestras, seguía siendo un desconocido incluso para sus propios compatriotas. A partir de la publicación de ‘El hacedor’ (Emecé, 1960), el Borges real inició su gran performance alrededor del mundo. Solo un año después, en 1961, recibió junto con Samuel Beckett, el Premio Formentor en Mallorca (España). Y fue en 1962 cuando Borges asiste a esa legendaria gira de conferencias por Francia, donde es consagrado como el autor más importante de la época. En el mismo año fue declarado Commandeur de l'Ordre des Lettres et des Arts por el gobierno francés. Con la llegada de ‘El hacedor’ a una mayoría de lectores internacionales, nació el mito de Borges. Como recuerda Mario Vargas Llosa, a quien pese a conservar hoy día una visión anacrónica de la obra borgiana -ha declarado que el diario de Bioy Casares lo repugna-, no puede negársele que en su momento reconoció la trascendencia del argentino universal, de hecho ha sido él uno de quienes presenció esa transición del Borges individuo al Borges mítico.
“Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista L’Herne le dedicó un número memorable y Michael Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década —‘Las palabras y las cosas’ (1966)— con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia”, escribió Vargas Llosa en un artículo de 1999, cuando se cumplió el centenario de Borges.
También en 1962 se publica en Inglaterra el libro ‘Labyrinths’ (Laberintos), una recopilación de los mejores textos de Borges. Solo tres años después otorgan al autor la insignia de Caballero de la Orden del Imperio Británico, mereciendo el título de Sir Borges. De aquella época, el escritor inglés Julian Barnes, recuerda: “En ese entonces yo tenía 25 años y escribí en mi diario en esa oportunidad que Borges tenía ‘la presencia más noble que alguna vez haya visto o sentido’. Ahora tengo 50 años y el eco de esa presencia sigue sobreviviendo en mi interior”. Barnes, ciertamente estaba seducido, como Vargas Llosa, por ese inigualable actor, tal vez por eso odien la imagen imperfectamente humana del Borges real que se encuentra en el diario de Bioy Casares.
Es en la década del 60 que Borges se convirtió en una especie de Dalai Lama de la literatura mundial, quien viajaba de aquí para allá con su bastón y sus magias verbales, declarando sus oráculos una y otra vez, frente a micrófonos y cámaras de televisión, mientras en los intermedios dictaba sus últimas obras, ninguna de las cuales volvió a salir de ese universo irreal que había fundado. Contrario a don Quijote que al final de su recorrido, y a punto de morir, vuelve a ser Alonso Quijano. Borges jamás regresó de su desdoblamiento.
Ahora bien, este performance del doble llegó a su límite cuando en 1981 el diario italiano Il Messaggero publicó un artículo de Leonardo Sciascia llamado ‘El inexistente’, donde afirmaba que Jorge Luis Borges había sido una invención de un grupo de escritores porteños, Leopoldo Marechal y Manuel Mújica Láinez, a la cabeza de Adolfo Bioy Casares. Según el autor italiano, quien citaba a su vez información del semanario francés L’Express, los escritores argentinos —igual que los miembros de la logia Orbis Tertius— habían contratado al actor Aquiles Scatamacchia, a quien prepararon lo suficientemente bien para parecer un sabio excéntrico ante el público. Al parecer, como investigó la periodista Laura Kopouchian en su crónica ‘¿Existió alguna vez Jorge Luis Borges?’, todo empezó con una broma de la revista Cabildo, una publicación argentina de ideología conservadora, que haciendo alarde de un humor que nadie conocía, publicó la nota ‘Borges no existe’ del periodista Aníbal D’Angelo Rodríguez, generando una polémica internacional de la que Borges mismo sonreía.
Antonio Tabucchi, uno de los distinguidos discípulos italianos de Borges, reflexionó acerca de este acontecimiento metaliterario: “yo creo que Borges, una vez que explora la paradoja de la vida y la aplica a la literatura, quiere, en sustancia, decir que el escritor es, ante todo, un personaje que él mismo ha creado. Si queremos sumarnos a su paradoja y aceptar jugar su juego, puede sernos permitido decir que Borges, personaje de alguien llamado como él, no existió jamás como tal. Su vida es, probablemente, un libro”.
Un Borges para el siglo XXI
Sobre ese juego paradójico de la identidad -a mi parecer- descansa la percepción que tenemos los lectores de Borges en el siglo XXI, por eso tendríamos derecho a imaginar que su tumba ahora es visitada por ese doble que hoy tiene 60 años, como dicen algunos que Jim Morrison sigue yendo a visitar su propia tumba en el Pére-Lachaise de París. Ese fantasma de Borges puebla nuestra memoria, de esta forma sigue vivo y definiendo con todas sus sugerencias y desafíos creativos a las nuevas generaciones de escritores que hoy lo leen con perspectivas completamente nuevas. Nuestro Borges no es el que conocieron sus contemporáneos, el Borges del siglo XXI representa valores literarios que van más allá de sus símbolos, filosofía y metafísica, nuestro Borges es un ironista que vive en la hipertextualidad como un algoritmo base del cual se derivan nuevas aplicaciones de la imaginación: su biblioteca de Babel es una hermosa metáfora de Google, del narrador cuántico que sigue viralizándose como un organismo vivo y aparece en propuestas literarias siempre sorprendentes —aunque no siempre de la mejor calidad—, desde reescrituras paródicas que habrían divertido al mismo escritor, como ‘El Aleph engordado’ (2009) de Pablo Katchadjian, ‘El hacedor (de Borges) remake’ (2011) de Agustín Fernández Mallo, a derivaciones novelísticas que mezclan la realidad y la ficción como ‘El olvido que seremos’ (2006) de Héctor Abad Faciolince y ‘Los Falsificadores de Borges’ (2011) de Jaime Correas. Pero esas son solo algunas derivaciones de Borges en nuestra lengua, cabría preguntarse si ¿acaso no vive Borges en Salman Rushdie, que recientemente publicó su ‘Quijote’ (2019) continuando el juego de Pierre Menard, o no vive Borges en ‘Solenoide’ (2015) de Mircea Cartarescu? Y también, ¿bajo qué formas sigue vivo Borges en la literatura inglesa, en la francesa, en la italiana, en la china, en la polaca, en la india o en la rusa?
No está de más repetir que la llamada generación de escritores del Boom Latinoamericano de los años 60 y 70, no hubiera existido sin la determinante influencia de dos grandes autores: Borges y Faulkner. Antes de Santa María, Comala y Macondo, existieron Tlön y Yoknapatawpha. Aunque el norteamericano conserva su fuerza épica, esas joyas verbales hoy están reservadas a lectores muy selectos, mientras que el argentino —con una obra no menos compleja y rica formalmente— está conectado espontáneamente con la sensibilidad actual. A esto se debe que la segunda gran generación de escritores en lengua española —aquellos que sucedieron al grupo de García Márquez, Roa Bastos, Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes—, encontraron más afinidades creativas en la obra de Borges que en la de cualquier otro autor de la época, entonces de este precedente —escogido por encima de sus directos antecesores— se crearon obras extraordinarias y sin complejos frente al Boom, como las de Piglia, Giardinelli, Laiseca, Cabrera Infante, García Ponce, Pitol, Bolaño, Garro, Moreno Durán, Del Paso, Monterroso, Aira y desde España otros como Enrique Vila-Matas y Javier Marías. Algunos de los herederos más jóvenes de esta larga genealogía son Pablo Hernán Di Marco, Rodrigo Fresán, Alejandro Zambra y Patricio Pron.
El Borges del siglo XXI se relaciona con fluidez con las teorías y la ciencia moderna, la profundidad de sus postulados metafísicos ahora son estudiados por matemáticos y físicos, en su obra se cumple aquello que pedía Italo Calvino en sus ‘Seis propuestas para el próximo milenio’ (1989), donde consideraba que una obra debía ser como una “enciclopedia, como un método de conocimiento, y sobre todo una como red de conexiones entre los hechos, entre las personas, entre las cosas del mundo”.
Hoy podemos tener mayor claridad de su trascendencia debido a que la ciencia y la tecnología nos han mostrado que el mundo es borgiano, algunas especulaciones de su obra, son para bien y para mal reales. Borges puede leerse hoy como una descripción de realidades científicas, como la de los diversos ‘yo’ que habitan la mente humana, según ha podido comprobar la neurociencia actual. Entre estas nuevas lecturas, podemos mencionar la que realiza Yuval Noah Harari en ‘Homo Deus’ (2015), cuando partiendo de ‘Un problema’, una de las prosas de ‘El hacedor’, advierte que “Borges se plantea una pregunta fundamental acerca de la condición humana: ¿qué ocurre cuando los relatos que teje nuestro yo narrador nos causan gran daño o lo causan a los que nos rodean? Hay tres posibilidades principales, sostiene Borges. Una opción es que no ocurra casi nada. Don Quijote no se preocupará en absoluto por haber matado a un hombre real. Sus delirios son tan abrumadores que es incapaz de ver la diferencia entre este incidente y su duelo imaginario con los gigantes que son molinos de viento. Otra opción es que después de adoptar una vida real, don Quijote se sienta tan horrorizado que acabe saliendo de sus delirios. Esto sería equiparable al joven recluta que va a la guerra creyendo que es bueno morir por su país, pero que acaba completamente desilusionado por las realidades de la guerra”. Borges nos enseña a pensar en los diferentes efectos que pueden tener nuestras ideas y deseos de llegar a realizarse en el mundo real, en su obra podemos reconocer a nuestros otros yo y escoger dentro de qué ficción colectiva vamos a actuar, su obra es ese escenario de múltiples posibilidades donde, como afirmó George Steiner, la poesía se hace pensamiento. Borges es el hacedor de un laberinto donde su doble es inmortal, allí permanece como Asterión, a la espera de dialogar con los nuevos lectores que se aventuren en su laberinto. Aunque el rostro y carácter humanos del poeta argentino resulte distinto para viejas y nuevas generaciones, es innegable que el asombro por su obra continúa intacto.
Virus de irrealidad
No es nuevo, ya en su ensayo ‘La expresión de la irrealidad en la obra de Borges’ (1957), la escritora y crítica argentina Ana María Barrenechea, afirmó con preocupación de epidemióloga: “Borges es un escritor admirable empeñado en destruir la realidad y convertir al hombre en una sombra”. Esto de algún modo implica un peligro para la integridad del lector. Por eso, para las nuevas generaciones que lleguen por primera vez a la obra del hacedor y deseen continuar inmunes, deben tener en cuenta esta advertencia y tomar sus precauciones: Borges es un virus altamente contagioso de irrealidad.