Durante los últimos cinco siglos de historia registrada en este lado del mundo, el mejor papel que hemos interpretado los latinoamericanos ha sido el de víctima: de los conquistadores y la iglesia, de la colonia y su sistema de explotación, de los libertadores y sus guerras internas, de los caudillos y dictadores, de las revoluciones y sus reacciones, del neoliberalismo y el narcotráfico, y hasta del cambio climático. Por muchos años —tal vez demasiados—, el relato de la víctima marcó el arte y la cultura latinoamericana. Así nos convertimos en unas víctimas asombrosamente creativas y, como un espejo de esa condición, creamos la imagen continental en que —con diferentes grados de asimilación— se reconocieron todas nuestras naciones: de México al cono sur en Argentina, incluyendo al inmenso Brasil y algunas islas caribeñas como Cuba y Puerto Rico.
Al mismo tiempo, esa imagen ha sido explotada con fines políticos por movimientos culturales autóctonos para reivindicar sus derechos, y por diferentes ideologías —de izquierda y derecha— que sucesivamente han tomado el poder. Pero solo en el último siglo, se ha comenzado a analizar con sentido crítico esa vertiente de la identidad latinoamericana, buscando desacralizar nuestra imagen de víctimas y reconocer que así como hemos creado un arte de repercusión universal —producto de un mestizaje cultural único en la historia reciente, también somos los únicos autores de nuestras mayores desgracias sociales en la actualidad. Es innegable que la imaginación latinoamericana ha tenido un impacto determinante, tanto para las propuestas artísticas de algunos creadores (literarios, plásticos y musicales) como para los proyectos políticos de líderes nacionales (estudiantes, obreros, campesinos, indígenas, entre otros). Sin embargo, como demuestran los museos y las calles de nuestras ciudades, la fortuna siempre privilegió el arte sobre la realidad social.
Desde esta perspectiva crítica, que comprende los movimientos artísticos y hechos políticos más trascendentales en la historia reciente de América Latina, Carlos Granés describe en su más reciente ensayo ‘Delirio americano’, cómo la identidad de este continente nació como un fenómeno colectivo a partir de la interacción constante entre arte y política, que forma la doble hélice del ADN latinoamericano.
En su ensayo hay dos hitos ocurridos en Cuba y que enmarcan nuestra historia cultural: 1895, cuando el poeta José Martí muere abaleado en medio de una operación revolucionaria, y 2016, cuando muere Fidel Castro. Pero, la línea histórica luego se bifurca en cada país y con cada grupo de artistas latinoamericanos, a través del cuales Carlos Granés evidencia las diferentes formas en que el arte permeó la política, o cómo la política entendió que el arte era un vehículo para posicionar sus aspiraciones en la población.
Después de José Martí, afirma el autor, “la mezcla de poesía y revolución dejaba un cadáver célebre y forjaba un nuevo mito latinoamericano, presagio de lo que ocurriría en el futuro, cuando los ideales, las musas y las ideologías estallaran en el alma de los jóvenes latinoamericanos”. En adelante, como demuestra minuciosamente en ‘Delirio americano’, irán surgiendo diferentes versiones del poeta revolucionario o artista comprometido que, sin embargo, pueden abanderar ideas opuestas entre ellos. De esta forma, encontramos inicialmente a Rubén Darío, apadrinado por algunos tiranos latinoamericanos y quien, no obstante, bajó de su torre de marfil modernista y asumió la defensa de los pueblos latinoamericanos contra ese oponente cercano que —muy temprano en el siglo XIX—, había mostrado sus intenciones imperialistas: Estados Unidos. Después vendría José Enrique Rodó y el arielismo para establecer esa naturaleza y estética libre de América Latina, muy en armonía con el legado europeo y en oposición a la barbarie industrial de Norteamérica.
Ya entrado el siglo XX, esta tendencia se consolidaría con los vanguardistas. Entre ellos, el chileno Vicente Huidobro, poeta delirante y fundador del Creacionismo, la primera vanguardia latinoamericana, y quien tuvo ambiciones políticas en su momento. Y sobre todo con el caso paradigmático de los artistas vinculados a la Revolución Mexicana, como José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, y un más desconocido pero determinante Dr. Atl, así como el visionario José Vasconselos. Con una prosa que mezcla fluidamente narración histórica y crítica de arte, Carlos Granés va presentando a los protagonistas de la cultura latinoamericana y sus acometidas políticas, a veces afortunadas y determinantes para mejorar las condiciones en sus países, como fueron originalmente el indigenismo de Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui en Perú; y otras veces erradas y peligrosas empresas, como los delirios raciales y fascistas de Vasconselos. Pero todas ellas impulsadas por el mismo delirio, construir sociedades a imagen y semejanza de sus sueños artísticos más ambiciosos.
Desde el caso particular del indigenismo, Carlos Granés hace un seguimiento y descubre cómo —en un principio— resultaba necesario para otorgar representatividad a los pueblos originarios, pero fue también alimento del victimismo de nuestra identidad, determinando tendencias como la música protesta en los años 70, cuyo impacto político frente a las dictaduras fue decisivo en Chile, Bolivia y Argentina. Por otro lado, ‘Delirio americano’ también describe la peculiar revolución artística en Brasil cuyo epicentro fue la Semana del Arte Moderno de 1922, que dio origen a una constelación de artistas que hoy siguen vigentes en el imaginario popular. Y en sucintas digresiones biográficas, narra los desafíos artísticos y contradicciones políticas que marcaron a poetas como Pablo Neruda en Chile, quien asumió el compromiso de configurar una obra latinoamericana que, a su vez, tuviera una estética universal, algo que no le impidió permanecer ciego ante la barbarie estalinista. O la ejemplar carrera de Ernesto Cardenal en Nicaragua, quien luchó contra la dictadura de Somoza, ayudó a consolidar un estado sandinista y, al final de sus días, tuvo el coraje de oponerse a la dictadura de uno de los herederos del sandinismo: Daniel Ortega. A los poetas y escritores que aparecen en el libro, se suman las desafiantes obras de artistas como Débora Arango y Doris Salcedo en Colombia.
De este modo, al final la línea se vuelve una rica maraña de artistas, correspondencias históricas y momentos fundamentales de la cultura, que para su lectura se hace necesario un mapa —acertadamente incluido—, porque de algún modo este libro populoso obedece a la misma ambición delirante de sus protagonistas, condensar en 500 páginas la diversidad artística de Latinoamérica.
Después de ‘Salvajes de una nueva época’ (2020), donde Carlos Granés hace un inventario exhaustivo de cómo el arte moderno sufrió una mutación en los últimos años, generando debates éticos no solo sobre la sociedad de consumo, sino sobre la instrumentalización que hacen los artistas contemporáneos de las desgracias actuales; ahora, con ‘Delirio americano’, el ensayista colombiano vuelve sobre un tema que lo obsesiona y propone una mirada crítica sobre Latinoamérica, evidenciando una identidad más compleja, complicada, contradictoria, pero en últimas más madura de nosotros mismos.
—¿Cómo descubrió la relación entre arte y política?
La confluencia entre arte y política es un fenómeno muy típico del siglo XX y a mí me obsesiona justamente entender este periodo histórico. Cuando empecé a investigar sobre temas artísticos, la pregunta que me motivó era cómo se habían hecho revoluciones desde la cultura, y eso me obligó a estudiar la historia de las vanguardias europeas y norteamericanas que tuvieron como motor esa idea: transformar la sociedad desde la cultura. Desde ese momento cultura y política se juntan, porque los poetas dejan de concebir su labor como una manera de escapar de la realidad, haciendo arte con virtudes fantasiosas que nos saquen del mundo, y por el contrario, empiezan a pensar el arte como una forma de acción sobre el mundo, y esto ya es genuinamente político. Entonces, si escarbas la historia de los artistas del siglo XX, sobre todo de los poetas, te darás cuenta que todos de alguna forma coqueteaban con la política o entraban directamente en ella.
El caso colombiano es bastante evidente, porque de la generación de poetas llamados Los Nuevos, que se formó por los años 20, salieron los fundadores del Partido Comunista y de Los Leopardos, estos últimos quienes intentaron convertir el Partido Conservador en un movimiento fascista. De modo que esa relación siempre ha estado allí, y yo simplemente me he preocupado por hacerla explícita y por mostrar las derivaciones de la cultura en política, y de la política en cultura. Es decir, cómo del pensamiento artístico surgen proyectos políticos y cómo los acontecimientos políticos afectan la cultura.
—Sin embargo, desde ciertos sectores de la cultura se busca aparentar la pureza, negando su contaminación política…
Existe una idea de que la cultura es pura, es verdad, y de que la cultura solo encarna valores positivos, que tiene solo un valor curativo o que la cultura nos hace mejores personas. Esto es una idealización un poco ingenua, porque la cultura no es otra cosa que el campo donde el ser humano se expresa con todo lo que es: con sus vicios y virtudes, con sus ángeles y demonios. Digamos que en la cultura de los gremios poéticos, literarios, artísticos, teatrales, cinematográficos, etc, puede surgir lo mejor y peor del ser humano. Porque el material con el que trabajamos es ese, las pasiones, las visiones de futuros utópicos, las intuiciones y deseos de las personas, y la mezcla de unos y otros puede conducir a proyectos maravillosos o muy perniciosos, esto ocurre a pesar de que surjan de las mejores intenciones. Pero esto no es algo hecho conscientemente, sino que a veces el impulso que lleva a alguien a fantasear con un proyecto de sociedad futura, no le permite ver las consecuencias nocivas que puede acarrear la materialización de su proyecto. Hay que tener claro esta realidad, que la cultura es el espacio donde se cuece todo el espectro humano, por lo que es apenas lógico que de ahí nazcan proyectos que cargan todo nuestro lodo.
—Actualmente se tiende a descalificar la obra de cualquier artista, por más consagrado que sea, partiendo de sus simpatías ideológicas con movimiento fascistas o sus relaciones con dictadores, entre otras manchas en las que puedan haber incurrido, como a algunos de los protagonistas de ‘Delirio americano’, ¿cómo abordó este fenómeno de la corrección política en la escritura de su libro?
El arte y la política necesitan de un amplísimo margen de libertad de expresión, pero eso no significa que los proyectos políticos y culturales no puedan ser criticados, esa libertad garantiza que se pueda proponer algo y, a la vez, que se puedan señalar sus defectos. Y en ‘Delirio americano’ yo intento, inicialmente, contar las ideas de los artistas con la mayor neutralidad, pero después entró a juzgarlos, explicándolos en sus propios términos y sin caricaturizarlos. Los dejo ser, y como si fueran personajes de una novela, los presento con todas sus contradicciones y fallas, mostrando su experiencia artística y cómo evoluciona su pensamiento. Pero lo que sí me interesa juzgar después, son las consecuencias de sus ideas, el resultado y el efecto que han tenido en sus contextos. En ese sentido, mi libro no intenta ser políticamente correcto, excluir o negarle la entrada a quienes hayan tenido ideas radicales, es más bien al contrario, busca darle voz a los personajes más radicales de la historia latinoamericana, porque ha sido justamente esa radicalidad la que ha caracterizado en alguna medida la cultura.
Estoy en contra de que la corrección política se use como una forma de censura, desde luego creo que no tiene sentido denigrar a nadie, pero entiendo perfectamente que en el arte se pueden cruzas bastantes límites, y la calidad de la obra no depende los límites que se cruzan, sino de cómo el artista lo logra. Una obra puede ser muy incorrecta políticamente, pero ser una genialidad, y otra obra puede ser moralmente maravillosa, encomiable y que todo podamos morirnos de la ternura, pero resultar de una cursilería espantosa sin el más mínimo valor artístico. A mí me parece que es erróneo juzgar el arte desde la corrección política, porque el arte no se trata de hacernos buenas personas, y ‘Delirio americano’ lo demuestra. El arte nos hace complejos, nos enriquece y da autonomía, nos ayuda a comprender el mundo, pero no necesariamente nos hace mejores personas, a veces sucede todo lo contrario, como con el poeta Leopoldo Lugones, uno de los hombres más cultos de Argentina en el siglo XX, pero quien finalmente terminó apoyando ideas muy turbias, autoritarias y fascistoides.
A veces olvidamos que la cultura y las ideas implican siempre un riesgo, tendemos a pensar con facilidad que nos ayudan ser felices, a convivir, pero hay ideas que son muy peligrosas y nos pueden llevar a la confrontación, incluso a la muerte. Y una de las cosas que mi libro pretende desmitificar es esa, mostrando que las ideas son artefactos peligrosos, que debemos saber usarlas y también renunciar a ellas a tiempo. Ciertas ideas llevadas hasta sus últimas consecuencias pueden ser terriblemente nocivas para la sociedad y, en el mismo sentido, el arte puede ser vehículo de ideas peligrosas. El arte no es un producto que simplemente consumimos y nos llena de virtudes, no necesariamente. El arte también transmite ideas que pueden ser peligrosamente seductoras. Creo que ‘Delirio americano’ es eso, un compendio de visiones y de ideas que se transmitieron de la cultura a la política con resultados no del todo halagadores, y de la política a la cultura con consecuencias igualmente dudosas. Ahora bien, también es cierto que una obra de arte inspirada por las peores intuiciones, que salga del odio, del resentimiento, la sed de venganza, puede resultar una maravilla. Por eso es indispensable la crítica.
—¿Cómo fue el proceso de documentación y escritura para un libro que abarca más de un siglo de historia latinoamericana?
En 2009 empecé a escribir ‘El puño invisible’, que es un ensayo sobre vanguardias europeas y norteamericanas. Siempre sentí que a ese libro le faltaba el contrapeso latinoamericano, es más, en el proyecto inicial América Latina iba a entrar, y desde entonces empecé también a investigar sobre vanguardias, cultura y política latinoamericana. Pero me bastaron pocos meses para darme cuenta que este tema era descomunal, intentar hacerlo encajar en un libro con Europa y Estados Unidos no iba a funcionar. Por lo que, muy pronto dejé a América Latina a un lado y me juré, más adelante, dedicarle un libro entero. Eso fue hace más de 10 años. Ahora bien, este es un continente muy complejo, con muchos países cuyas historias son muy particulares, y aunque sí hay relaciones entre todos ellos y muchos elementos en común, el esfuerzo que necesitaba para escribir era inmenso, porque básicamente se trataba de enterarme de qué había pasado, a nivel cultural y político, en cada uno de los países latinoamericanos durante el siglo XX.
De modo que dejé ese proyecto a un lado por varios años, hasta que en 2017 tomé la decisión de hacerlo. Para eso renuncié al trabajo que tenía y saqué de mis archivos toda la documentación que había recopilado en esos años, porque cada que viajaba a un país, hablaba con gente local de este tema que me obsesiona y pedía que me llevaran a librerías y bibliotecas por documentos, así que ya tenía un volumen considerable de libros e información. Y me lancé a escribir.
Aunque era consciente de la magnitud del tema, ignoraba la complejidad y el esfuerzo interpretativo que me tomaría. El libro ya de por sí es voluminoso, pero el original era bastante más grande, el primer borrador era del doble de tamaño en comparación con el libro publicado. Eso se debió a que logré acumular mucha información, pero era irracional —desde un punto de vista editorial— publicar un libro de ese volumen, por lo que otra gran parte del esfuerzo consistió en quitar y dejar solo lo esencial. Así estuve, dedicado a investigar y escribir para entender este continente descomunal, hasta diciembre de 2021 cuando entregué la última versión. Y, más allá del esfuerzo, para mí fue un placer absoluto, disfrute mucho escribiéndolo, tanto por la exuberancia de las creaciones artísticas, como por los delirios políticos, porque tratar de entenderlos en su complejidad fue toda una aventura fabulosa, por los vuelos intelectuales de sus protagonistas, y muy impactante para mí atestiguar tantos errores cometidos a lo largo de la historia.
—Con ‘Delirio americano’ retoma la tradición de grandes ensayistas de la cultura latinoamericana, como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Eduardo Galeano, Ángel Rama y Germán Arciniegas, entre otros, aunque desarrollando un sentido de apreciación indudablemente más crítico…
Es cierto, en América Latina la tradición del ensayo era robustísima, éramos un continente de poetas y ensayistas más que de novelistas. Nuestros grandes intelectuales eran por lo general poetas o ensayistas o periodistas, y eran quienes normalmente se atrevían a dar el salto a la política. Pero en algún momento el ensayo perdió lectores y promotores, y los escritores dejaron de interesarse por este género. Yo supongo que el éxito del Boom latinoamericano hizo más visible al escritor de novelas, inclinando más a los lectores por la narrativa, porque los autores del Boom demostraron que desde la novela también se podía pensar a Latinoamérica y hacer interpretaciones ambiciosas de los conflictos del continente. Entonces, como en una carrera de relevos, el ensayista recorrió un trecho y dejó al novelista continuar la carrera en una nueva etapa.
Sin embargo, yo creo que el ensayo debe volver a ocupar un lugar preeminente, porque a diferencia de la novela, tiene como principal objetivo la comprensión, y ahora más que nunca estamos necesitados de esfuerzos por comprender la realidad latinoamericana. Más que fantasear, distorsionarla, o usarla como un trampolín hacia la ficción. Desde luego que el ensayo no excluye a la novela, pero creo que debemos también intentar comprender adónde hemos llegado y cómo.
—Uno de los mayores delirios americanos es el de considerarnos víctimas…
La particularidad de mi ensayo es que me interesa menos saber qué nos han hecho, que es la típica visión victimista del latinoamericano: qué nos han hecho los gringos, los españoles, el mercado internacional, en suma qué nos han hecho otros. Ese delirio por buscar a quién podemos culpar de nuestras desgracias me parece muy engañoso y muy cómodo, yo desde otra perspectiva busco evidenciar cuáles han sido nuestros errores ideológicos, las ideas que hemos puesto en práctica y sus consecuencias.
La visión quejumbrosa del latinoamericano como la eterna víctima, es de los peores delirios que hemos podido creernos, y es una posición muy cómoda, porque nos otorga ese lugar puro de la víctima sin responsabilidad de los males, lo que precisamente nos impide pensar, mirarnos y ver qué diablos nos hemos hecho a nosotros mismos. También por eso, el tiempo que abarco es el siglo XX, porque ya las independencias están lejos, ya hemos tenido tiempo de madurar como repúblicas y es el momento en que finalmente entramos en la modernidad.
Esto no significa no la hayamos tenido difícil, claro que sí. Estados Unidos, por decir lo menos de su actuación, ha sido una presencia muy desestabilizante para América Latina y sus procesos democratizadores, le hemos importado bastante poco y nosotros, históricamente, respondimos a ese desinterés con un desprecio un tanto irracional y un recelo desaforado que tampoco ha conducido a ningún lado, solo al desencuentro y la incomprensión entre las dos Américas, que en realidad deberían ser solo una.