Solo he conocido a un luthier rockero en mi vida, se llama Richard y su especialidad es reparar guitarras eléctricas y, en raras ocasiones —cuando se siente inspirado—, construir una con sus propias manos. A Richard lo conocí hace más de una década y desde entonces somos amigos, curiosamente fue gracias a su sabiduría musical que aprendí a leer mejor. Durante unos años, él y otro amigo, Carlos, vivieron en un apartamento muy cerca de mi casa, por lo que yo los visitaba con bastante frecuencia, recuerdo que fue por esos días cuando observé por primera vez una Gibson Flying V, sí una guitarra del mismo modelo que usó en sus primeros conciertos Jimi Hendrix, pero la que tenía Richard en esa ocasión era de un color hueso, idéntica a la que toca Lenny Kravitz en el video de ‘Are you gonna go my way’. Yo, como ya quedó claro, solo había visto estas guitarras en televisión, sobre todo en videos de MTV. Me parecía insólito que mi amigo estuviera reparando una real —importada para el hijo rockero y consentido de una familia bien de Cali—. Por un momento creí estar frente a un artesano del renacimiento, observando cómo terminaba una hermosa escultura en madera, encargada por algún príncipe florentino. Cuando terminó de repararla y estuvo en perfectas condiciones para tocarse, Richard la conectó a un amplificador Marshall, probó improvisando un riff y la guitarra rugió, pero no fue un rugido de furia, la Flying V sonó con una imponencia seductora, como una leona en celo que busca un amante.
Tenía pocos libros encima de su armario, al menos 10 de diferentes tamaños, de esos, varios estaban dedicados al arte de la luthería, y entre volúmenes que hablaban de las cualidades sonoras de las diferentes maderas y cuántos grados debe inclinarse un mástil para que las cuerdas vibren a la velocidad correcta de las notas, entre manuales que describían en términos de ondas hertzianas el sonido distorsionado de cada guitarra de acuerdo a su pastilla eléctrica, allí estaban esos tres libros que podrían resumir mi educación literaria y mi crecimiento como lector: ‘María’ de Jorge Isaacs, ‘Relato de un náufrago’ de Gabriel García Márquez y ‘Que viva la música’ de Andrés Caicedo. Tomé los dos últimos y se los pedí prestados aquella vez, todavía los guardo en mi biblioteca.
A finales de los años 2000 con la masificación de la parabólica en los hogares de estratos más populares, mis amigos y yo conocimos más programas y series de televisión extranjeras con las que nos identificábamos, y a nuestra afición por Los Simpson que aún no vetaban en Colombia, se sumaron las obscenas y bizarras South Park y Family Guy, que solo presentaban en algunos canales peruanos y tarde en la noche. Recuerdo que en un delirante capítulo de Family Guy —conocida en Latinoamérica como Padre de Familia—, el personaje de Peter Griffin tiene una alucinación con Kurt Cobain, se imagina que al final de un concierto, el cantante aconseja de esta forma a sus devotos seguidores: “y recuerden decir no a las drogas”. Nada más absurdo que representar al recordado líder de Nirvana promoviendo una campaña antidrogas. Como se sabe, Kurt Cobain mantuvo por años una fuerte adicción a la heroína, que sumada a su latente depresión y problemas personales, influyeron en su temprana muerte a los 27 años. Ese 15 de abril de 1994, cuando su suicidio fue confirmado, maduró toda una generación de jóvenes. Yo tenía entonces 9 años, por lo que se supone, habría de madurar muchos años después.
El chiste diría así: “¿Se acuerdan de cuando Kurt Cobain hacía campaña contra las drogas?”. Es un humor bastante negro, creo que no hace falta explicar. No obstante, ser un consumidor de drogas o adicto a la heroína, como lo fue el músico norteamericano, no impide que esta misma experiencia te lleve a reflexionar sobre sus daños y secuelas. Aunque conocer los testimonios de quienes sobrevivieron a las drogas son necesarios, con ellos se genera una mejor consciencia frente a esta problemática social, no son menos valiosos los testimonios de quienes terminaron noqueados por sus adicciones. En este sentido, la parodia de Family Guy, plantea una pregunta muy pertinente sobre la lectura que hacemos a las obras de artistas que dejaron una leyenda negra. La obsesión por sus anécdotas y excesos impide una valoración precisa del legado artístico, una valoración libre de prejuicios morales, políticos o religiosos. Cuando alguien deja de escuchar la música de Nirvana porque su cantante fue adicto y suicida, o cuando son vetados los libros de Andrés Caicedo por razones similares, se está desviando la lectura en favor de la leyenda negra, y hace falta una buena experiencia leída para madurar como lector y buscar ese valor auténtico del arte, sustentado en las cualidades intrínsecas de la obra misma.
Con esto me refiero a un concepto de lectura —y de sentido común—, que si bien no es nuevo, la escuela del New Criticism planteó de forma muy clara, se trata del “close reading”. Como explica el crítico David Viñas Piquer, “llegaron a la conclusión de que el objeto de la crítica literaria tenía que ser el texto por sí mismo. (…) Con una lectura encerrada en el propio texto, los New Critics aspiraban a realizar un análisis estrictamente inmanente, (…) invitaban a tomar conciencia de la importancia de entrenar la sensibilidad lectora, pues el close reading exige una cuidadosa atención a cada detalle del texto literario”. Podemos comprobar la eficacia de este método crítico desde su diagnóstico, ya que cuando valoramos una obra artística a partir de nuestros prejuicios es muy probable caigamos en alguna de las cuatro falacias de la lectura que describe el New Criticism: 1) falacia intencional cuando se cree que la obra debe expresar el pensamiento del autor, 2) falacia biográfica cuando se cree que la obra solo cobra sentido con relación a la vida del autor, 3) falacia afectiva cuando se cree que una obra solo vale si despierta sentimientos de empatía con el lector, y 4) la falacia de la comunicación, cuando se cree que una obra es importante en la medida que representa una ideología o busca promover una causa colectiva. ¿Quién no ha caído en alguna de estas falacias? De preferencia leemos aquello que nos atrae —y lo que nos obligan—, pero el verdadero problema es que con los años no alcancemos un nivel superior de lectura, de apreciación artística.
Como dije, esta idea no es nueva. Ya Oscar Wilde, que padeció en vida su propia leyenda negra, había dicho en el prólogo de ‘El retrato de Dorian Gray’: “No existen tales cosas como libros morales o inmorales. Los libros están bien escritos o están mal escritos”. Es decir, la única moral en el arte es que esté bien logrado en términos artísticos, que su tema no sea políticamente correcto o que su autor no sea el vecino ejemplar, no es algo que afecte la calidad de una obra de arte, en teoría. Sin embargo, la fama del autor puede impedir que esta calidad sea descubierta, y mantener durante años una lectura limitada sobre su obra —a veces generaciones enteras leen mal—, no solo para quienes la rechazan, también para quienes son atraídos a ella solo por el anecdotario unas veces curioso, y otras macabro, en torno al artista. En ambos casos, podríamos decir, se presenta una desviación de la lectura: los primeros son críticos absolutos de valores no artísticos y para los otros no existe la crítica.
Me parece que este fenómeno, en particular la falacia biográfica, describe la forma en que la obra de Andrés Caicedo es leída desde la perspectiva de su leyenda negra, algo muy común entre los lectores colombianos, por no decir exclusivamente caleños. Es bueno recordar que ser consumidor de marihuana y suicida —esto último realmente lamentable—, no tiene nada de extraordinario, en cambio crear esa obra transgresora —en tema, estructura y lenguaje— desde Cali, considerada hoy un clásico moderno de la literatura latinoamericana, sí. De hecho, si pudiéramos entregar un libro del autor caleño a alguien que ignore por completo su biografía, no creo que tenga dificultad para disfrutar de su calidad narrativa, incluso podría sopesar sus logros literarios comparados con otras obras, y solo esa sería la prueba de sus méritos. Es la lectura ideal, como la propuso en su momento Paul Valéry, olvidar por completo los nombres de los autores y apreciar todas las obras de arte como producto de un mismo espíritu creativo. Asimismo, la escuela del New Criticism buscaba eliminar el prejuicio del autor de la lectura: “la historia de la literatura debería prescindir de las biografías de los autores, de sus ideologías y de sus explicaciones sobre la génesis de sus obras; lo único importante, para ellos, son las palabras que integran la obra”, escribe Viñas Piquer en su ‘Historia de la crítica literaria’.
¿Perdería su calidad ‘¡Que viva la música!’ porque ignoremos quién fue Andrés Caicedo? Como afirmó su hermana Rosario, a propósito de la publicación de las cartas del escritor: “Es una gran alegría para mí (la publicación del libro ‘Correspondencia’), pero yo la celebro no por ser la hermana de Andrés Caicedo, yo no estoy en esta lucha solamente por sangre de tu sangre, he luchado porque amo y respeto a ese escritor y su obra, independiente de su nombre”.
La madurez llega a su debido momento para cada persona y cada lector, pero estos tiempos no suelen coincidir, hacerse más viejo no conlleva ser mejor lector. De modo que es apenas comprensible empezar a leer algunos autores atraídos por su leyenda negra, justamente por eso me llevé la novela de Andrés Caicedo de la casa de mi amigo, haciéndole un desprecio imperdonable a ‘María’ de Jorge Isaacs. Es por ello que con los años cada lector formará su lista de malditos preferidos, de todas las épocas y países: Villon, Angiolieri, Sade, Baudelaire, Rimbaud, Corbiere, Genet, Lautreamont, Silva, Barba Jacob, Burroughs, Bukowski, Pound, Pavese, Pasolini, Pizarnik, Sexton, Plath, Tsvetáyeva, Mandelstam, Mayakovsky, Gómez Jattin, Panero, Vestrini, Carranza, Tariffa... Sin embargo, para quienes han crecido en Cali y sus alrededores, desde 1977 la leyenda negra de Andrés Caicedo nos llega muy temprano —en mi caso, incluso antes de leerlo—, siempre en una sugerencia cargada de secretismo y ritualidad. Es así como unos entran al culto caicediano y mitifican por completo al autor, para ellos tal vez resultará herético lo que diré a continuación. Mientras que otros lectores, al cabo del tiempo logran superar el mito y es allí cuando alcanzan cierta madurez, que les permite incluso reconocer otras obras, de autores cuyas vidas no fueron malditas, sino más normalitas —en apariencia—, y que son lo opuesto a su ídolo literario. En este sentido, un caicedópata se cura a sí mismo cuando es capaz de disfrutar con igual convencimiento ‘¡Que viva la música!’ y ‘María’, de Jorge Isaacs. Un lector maduro puede gozar con María del Carmen en una rumba, y llorar sin pena por María en El Paraíso.
Ahora bien —y aquí viene mi herejía—, la reciente publicación de la ‘Correspondencia’ de Andrés Caicedo nos brinda una nueva perspectiva para considerar la relación del autor caleño con las drogas y cómo luchó contra su propia ‘leyenda negra’, buscando crear una obra literaria que estuviera por encima de sus problemas personales. En la que ya es considerada como su ‘Carta al padre’, una misiva que Andrés envió a su papá, don Carlos Alberto Caicedo en 1971, podemos encontrar una primera manifestación de sentido autocrítico, donde el autor —a sus 19 años— deja clara su decepción por las drogas y el mito hippie, “el que frecuenta asiduamente a la mariguana y a la droga descubre de pronto que todo se le soluciona, que puede conversar con la gente más fácil, que las relaciones son más limpias y menos llenas de prejuicios. Eso es lo inicial. Pero después viene la otra cara. El darse cuenta de la fragilidad de ese estado, de su artificialidad”. Poco después, en la misma carta, se pregunta con lucidez, “¿Qué va a salir de esa generación, me pregunto yo, atemorizado, después de que he conocido en mi propia persona el error tan grave que es la nueva tendencia artificial de búsqueda de esa estabilidad de cartón?”.
Como yo no soy tan radical como los New Critics, considero que es un privilegio acceder a los textos privados de un autor, sus cartas y diarios. En esa intimidad creo que se puede construir un retrato más complejo del ídolo, con estos documentos se desmoronan los estereotipos, y los lectores descubren a un creador más humano y, por lo mismo, contradictorio. Así, curándonos de nuestra propia falacia de lectura llega el momento de valorar la obra en sí misma, incluso cuando la vida del autor ya no nos resulta tan atractiva, cuando pierde toda su aura de malditismo.
Leer en sus propias palabras que Andrés Caicedo luchó contra sus excesos y que tuvo el valor de criticar estos mismos comportamientos, que no los consideró actos románticos, que tenía la claridad mental para verlos como un problema tal vez de salud mental, resulta completamente revelador. El autor se convierte en un iconoclasta de sí mismo, de su leyenda, ayudando a que los lectores descubran la pureza de su arte. En este aspecto también es significativa su carta del 22 de junio de 1976, desde un sanatorio en Bogotá y días después de haber intentado suicidarse, dirigida a su amigo Hernando Guerrero, le dice: “Desde el 69 estoy metiendo droga, y yo no tengo el coco tan duro como vos o como Poncho o como Mayolo. Además en mayo cometí dos intentos de suicidio (…) Yo espero dejar todo para cuando salga de aquí. Estaba súper intoxicado (…) Ya está. Viejo Hernando, yo estuve muy mal antes de entrar aquí, y ahora estoy gordo (en lo posible dentro de mi constitución), de buen apetito, de pensamiento mejor. En la barilla no me daba más, y todos los que sigan metiendo van a acabar mal”. Ante estas confesiones podemos sentirnos como Peter Griffin en South Park, en una situación delirante. Es como escuchar a Kurt Cobain decirle a sus seguidores que no consuman drogas, una declaración que puede resultar complicada para sus mitificadores. Pero, en el caso particular de Andrés Caicedo podrían ser argumentos sensatos para disuadir a sus jóvenes imitadores, y desde luego para valorar la innegable calidad de su obra en términos estrictamente artísticos, por lo que en últimas seguiremos recordándolo sus lectores.
Ahora recuerdo que una vez Richard empezó a tocar ‘In Bloom’, en una bellísima Fender Stratocaster, de inmediato le dije: “No me gusta Nirvana”, como si él pretendiera complacerme. A lo que respondió: “Olvídate de esa banda, solo escucha el sonido de la guitarra, ahí está la belleza de la música, en los sonidos, que no tienen dueño”. Las guitarras suenan sin importar que las toquen con la mano izquierda —Hendrix y Cobain eran zurdos—, o con la derecha. Sucede lo mismo con las palabras, no tienen dueños, y no importa si Andrés Caicedo era diestro.