El paleontólogo debió de interpretar mi gesto de nostalgia como una añoranza de la eternidad y atacó el postre —un bizcocho plano y exquisito, de nombre «mostachón»— con la expresión golosa de un crío.
—Cuando volvamos a Madrid —sentenció blandiendo la cucharilla en el aire— te enseñaré la eternidad, y creo que no te va a gustar.
Llevaba razón: no me gustó.
La eternidad se llamaba «rata topo desnuda» y se trataba, en efecto, de una especie de rata delgada, de unos doce centímetros, que vivía en galerías subterráneas y cuya carencia absoluta de pelo parecía el resultado de una quimioterapia agresiva, aunque supe enseguida que el animal era inmune al cáncer, además de a otras enfermedades. Su piel, muy delicada en apariencia, oscilaba entre el rosáceo de un hámster recién nacido y el pardo oscuro de una bellota. Disponía de dos incisivos desmedidos y móviles, dos auténticas palas que ocupaban la mitad de su cara y que le proporcionaban una expresión, si no de idiota consumada, sí de pánfila.
Como decimos, se movía en el interior de unas galerías subterráneas, semejantes por su configuración a las de los hormigueros, y a cuya vista teníamos acceso gracias al corte longitudinal efectuado en la tierra y protegido por una plancha transparente (de metacrilato o de cristal, no sé) que proporcionaba al hábitat el aspecto de un escaparate por el que los animales iban y venían con los movimientos nerviosos de quien no halla su lugar en el mundo. Advertí que tenían ojos, aunque los llevaban cerrados. Pregunté si eran vestigiales porque me gusta mucho utilizar esa palabra, vestigial.
—Son capaces de ver, pero como viven en la oscuridad se fían más del tacto y del olfato —me respondió Arsuaga.
Lo extraordinario es que nosotros, los visitantes, también estábamos dentro de un túnel angosto, lóbrego y de suelo irregular, semejante a aquel que era objeto de nuestra curiosidad. Este túnel se encuentra en la zona de un zoológico de Madrid, Faunia, conocida como «Misterios bajo tierra», dedicada al universo del subsuelo. Nuestro comportamiento desde el punto de vista de las ratas, si hubieran podido vernos, que quizá sí, no parecía muy distinto al de ellas, pues los niños corrían y tropezaban por la oscura galería como los roedores por la suya.
—¿Y dices que este bicho es inmortal? —pregunté a Arsuaga.
—Es lo más aproximado a la inmortalidad que te puedo mostrar. Un ratón casero vive unos tres años. La rata topo desnuda vive en torno a treinta. Diez veces más, lo que constituye una barbaridad para su tamaño.
—¿Hay relación entre longevidad y tamaño?
—Claro. Una mosca vive unos treinta días y un elefante puede alcanzar los noventa años.
—¡De todos modos, no es inmortal! —exclamé decepcionado.
—Imagínate que a ti te garantizaran mil años de vida, unas diez veces más que al resto de los de tu especie. ¿No te considerarían un inmortal tus semejantes? ¿No te sentirías tú mismo un poco inmortal?
Lo pensé: mil años, qué bárbaro, más que Matusalén, un mito bíblico. Pues sí.
—¿Y en qué estado llegaría yo a esa edad? —pregunté.
—Esa es la cuestión. Este animal no envejece, no desarrolla cáncer ni ninguna otra enfermedad —respondió él.
—¿Solo muere por accidente?
—Lo cierto es que, si le quitas todas las causas externas de muerte, podríamos casi casi decir que es, literalmente hablando, inmortal.
—Pero es feísimo —apunté.
En esto apareció en la galería una rata más alargada que las demás, con una especie de joroba.
—¿Esa tiene escoliosis? —pregunté.
—No, no, esa es la reina —rio Agustín López, el conservador general y director biológico del parque, que nos acompañaba en la visita—. La joroba es una deslomación de las vértebras, que se les amplían y ensanchan, de forma que aumentan su cavidad abdominal y de ese modo pueden tener más crías.
—¿Y se reproducen con la frecuencia de un ratón? —seguí indagando.
—Pueden tener tres camadas abundantes al año. La hembra dispone de doce pezones.
—Pues os tendréis que deshacer continuamente de las crías —deduje—. ¿O en cautividad se reprimen?
—No lo llames «cautividad», llámalo «entorno controlado».
Pensé en las residencias de ancianos, en las que nuestros mayores viven en cautividad, e imaginé que a su entrada colgara un cartel con ese eufemismo: «Entorno controlado», pero no dije nada. En su lugar pregunté:
—¿Y qué ocurre en los entornos controlados?
—Que se autolimitan a sí mismas.
—¿Cómo?
—Comiéndose a parte de las crías.
—Ahora viene lo mejor —intervino rápidamente Arsuaga, quizá para amortiguar la mala impresión que empezaba a hacerme de las ratas topo desnudas—: Son eusociales.
—¿Como las abejas? —me sorprendí.
—Exacto. Los eusociales por excelencia son insectos como las abejas o las termitas. Están divididos en castas, cada una de las cuales desarrolla una actividad. Hay una reina, hay obreras estériles y hay machos reproductores. La reina es la única hembra que se reproduce.
—¿Cómo evita que lo hagan las demás?
—Estos animales —aclaró Agustín— se revuelcan en sus excrementos y en su orina a fin de reconocerse entre sí a través del olfato. Pues bien, resulta que la reina emite, con la orina, una hormona que inhibe la capacidad reproductora del resto de la colonia. Cuando muere la reina, hay una lucha por ver quién ocupa su lugar.
De modo que nos hallábamos ante un mamífero con una organización social similar, si no idéntica, a la de las hormigas o las abejas, lo que resultaba extremadamente chocante. Pensé que la biología pertenecía al género literario del terror como la teología, según Borges, pertenece al género fantástico. Por cierto, que al evocar a Borges me vino a la memoria su cuento ‘El inmortal’ y recordé aquella escena en la que su protagonista recorre un laberinto subterráneo, parecido al de las ratas desnudas, que conduce a la Ciudad de los Inmortales, donde descubre que la inmortalidad es una condena porque lo que da sentido a la vida es la muerte.
Dos niños que venían corriendo desde el fondo del oscuro túnel se detuvieron de repente para observar a dos ratas desnudas que caminaban en direcciones opuestas por la misma galería, lo que obligó a la de la derecha a comprimirse asombrosamente para pasar por encima de la de la izquierda.
—La de encima es la de mayor jerarquía —informó Agustín.
Los niños se miraron un segundo, sin decir nada, aunque con expresión de extrañeza (ver para creer, parecían decir), y siguieron corriendo por nuestro túnel con la agilidad de las ratas por el suyo.
—Lo que está ocurriendo ahí dentro —dijo Arsuaga, que también se había fijado en los críos— ocurre igual aquí fuera.
—Túnel y metatúnel —añadí yo pensando en esos relatos que se encuentran dentro de otros relatos idénticos a los primeros.
—¿Cómo dices? —preguntó Arsuaga.
—El juego de las matrioskas rusas.
La idea me produjo un poco de claustrofobia y noté que, pese al frío, un par de gotas de sudor, provocadas por la ansiedad, descendían por la nuca hacia el cuello de la camisa.
—Aquí —intervino Agustín entonces— tenemos dos tipos de ratas desnudas. Estas proceden de Somalia. Las otras, de Sudáfrica, pero son muy parecidas. En su estado natural, una colonia de trescientos individuos puede ocupar el espacio de varios campos de fútbol. Y disponen de distintas cámaras para sus actividades: duermen en unas, almacenan el alimento en otras, reservan espacios para la basura... Como en los hormigueros.
—¿Y decíais que no desarrollan cáncer?
—¡Qué va! —dijo Agustín—. Ni infartos, ni colesterol. Hasta la fecha, nadie ha descubierto una causa interna de su muerte. Además, no envejecen. No tienen enfermedades, en fin, y resisten hipoxias de dieciocho minutos. Date cuenta de que en esas galerías escasea el oxígeno. Podrían vivir en una atmósfera semejante a la del Himalaya sin ningún problema.
—Ya —asentí mientras intentaba calcular por el griterío de los niños que iban como topos de acá para allá si nos encontrábamos más cerca de la salida que de la entrada. ¿Hacia dónde debería correr si la angustia aumentaba: hacia delante o hacia atrás?
—Y tampoco tienen noción del dolor —dijo en ese instante el paleontólogo.
—En efecto —corroboró Agustín—, se aplastan, para adaptarse a las ranuras, hasta extremos increíbles y si les cortas una pata no sienten nada.
—Las tienen muy cortas —apunté, no sé si para justificar esa ausencia de sufrimiento.
—Sí —coincidió Agustín—, han evolucionado para moverse con agilidad por los túneles. Caminan hacia delante y hacia atrás con la misma facilidad. Eso les da mucha ventaja frente a los depredadores. Son una rareza biológica total.
—Un mamífero hormiga —se me ocurrió.
—No olvides que los humanos del mundo feliz de Huxley son directamente hormigas —añadió Arsuaga.
—Donde tienen mucha sensibilidad —apuntó Agustín— es en esos dos incisivos exagerados, esas palas que pueden mover de manera independiente para excavar. Son verdaderas tuneladoras y detectan antes que nadie los primeros movimientos de un terremoto.
El cuento de terror no tenía fin.
—Salgamos ya —dije.