Sentirse atrapados, invisibles y con la ilusión imposible de pertenecer a algo. Es el día a día de Diego y su hermana, dos jóvenes migrantes que llegan a España desde América, y de la mano de su madre, para construir una vida que -lo sienten todos los días- no es suya. Es ‘Ceniza en la boca’, la novela más reciente de la escritora mexicana Brenda Navarro, Ganadora del English Pen Translation Award.

Con una escritura sensible al peso de la nostalgia, el dolor de los afectos fallidos, la sensación de no ser y una crítica a las estructuras sociales regidas por el clasismo y la discriminación, Navarro ensambla desde una muy bien lograda primera persona la historia de esa migrante trabajadora del servicio doméstico que vive “en la tristeza misma”. El suicidio de su hermano, narrado desde la primera página, es el correlato de todas las personas lastimadas a quienes les amputaron su país, destinadas al olvido e incapaces de abrazar a los que aman.

¿Dónde nace la idea de escribir sobre familias disfuncionales y, de alguna manera, rotas?

Yo me pondría del otro lado y diría, más bien, que no hay ninguna familia normal. Parto de la idea que todas las familias dentro de un Estado-nación como los que vivimos en Occidente, no pueden ser normales ni tradicionales. No pueden responder a ese concepto de familia al que nos hacen creer que debemos aspirar porque están cruzadas por un montón de cosas que tienen que ver con lo político, lo social, lo económico. Siempre se deja de lado lo que nos interesa dentro de la literatura que es, justamente, la condición humana. Cuando se planea una familia se hace bajo el concepto tradicional; nos dicen que la conforman un hombre, una mujer, el lazo matrimonial, los hijos y todos muy felices, pero las propias relaciones económicas, políticas y sociales hacen que eso sea imposible.

Entonces, parto de esa problematización de lo que para mí significa una familia: son las relaciones de cariño, de afectos y cómo estas terminan volviéndose perversas y en contra de la madre, del padre y de los hijos mismos. Todos queremos meternos en el molde de la hija, el padre o la madre perfectos, pero en la realidad nos traicionamos todo el tiempo porque no podemos ser eso que se nos pide socialmente. Tanto en ‘Casas vacías’ como en ‘Ceniza en la boca’ planteo que hay familias desestructuradas que intentan no serlo, pero eso nunca será posible.

¿Su propia experiencia como migrante permeó de alguna manera la escritura de ‘Ceniza en la boca’?

La gente me pregunta si algo de eso me pasó a mí. Respondo que no, porque mi vida es muchísimo más aburrida de lo que cualquier persona quiera aspirar. Soy una persona muy común y corriente, por así decirlo, y mi migración ha sido privilegiada. Simplemente decidí irme con mi pareja, metí papeles y los aceptaron rápidamente porque es el derecho de mi pareja, un ciudadano español. Actualmente soy española y tengo todos esos derechos, así que decir que mi sufrimiento personal -no dramático, sino este proceso de ir sufriendo para ir adaptándome a un nuevo lugar- tiene que ver con la novela, sería una falta de respeto. Lo que he visto allá como persona migrante es que realmente lo pasan fatal. La forma en la que hacen esta construcción social de lo que significa que tú no eres español y que también seguramente acá se viva con personas que no son de Colombia y cómo se vive en México, cómo los mexicanos lo vivimos en Estados Unidos… Esta construcción de la otredad es muy evidente y dolorosa para quienes no tienen los recursos. Me parece muy interesante porque, aunque es un proceso muy doloroso, creo que justamente las personas que se mueven de su lugar de origen (puede ser solo una ciudad, no tiene que ser un país), tienen que performarse de distinta manera. Se les exige ser eso otro que ellos no saben que son y además tienen esta presión adolescente.

También pone sobre la mesa el tema de las mujeres que se dedican al servicio doméstico. ¿Cómo decidió qué tono les daría a esas historias en particular?

Yo hice la novela tratando de problematizar cosas, no para dar respuestas. ¡Ojalá yo tuviera las respuestas! Me molesta mucho ir por la calle en Madrid y ver a las mujeres racializadas, especialmente latinas y asiáticas, uniformadas con el perrito y con los chicos de tez blanca, niños de cinco años asumiéndose con más poder que esa mujer adulta que va detrás de ellos. Me cuesta más trabajo ver eso porque soy de familia de clase obrera, entonces nadie en mi entorno lo vivía, pero a mí me parecía lo más normal que la vecina o alguien cercano fuera esa persona. Si yo hubiera vivido en la clase media o alta mexicana, probablemente no me hubiera asombrado tanto, pero como yo estaba de este lado, me causaba mucho escozor. Lo que me interesa problematizar de eso son, otra vez, los afectos.

¿… y las relaciones de poder que a veces atraviesan esos afectos?

En la relación de la protagonista con Laura, que es una mujer mayor adinerada a la que debe cuidar, ellas terminan siendo una especie de amigas que se quieren, e incluso se imaginan un mundo en el que podrían tener la misma edad y no avergonzarse por sentir cariño hacia la otra. Pero en el fondo hay, irremediablemente, una relación de poder en ambas vías pues la protagonista, por ejemplo, le bromea un poco con lo de quitarle los piojos, como diciéndole: yo también conozco esta intimidad tuya que no es tan fácil de mostrar al mundo, esta vulnerabilidad que te da el ser una persona mayor y enferma, y te pone en una situación en la que yo, por mi juventud, puedo tener un poco de poder sobre ti, te digo a qué hora comer, a qué hora devolvernos al apartamento, etc. Ahí hay una cosa muy perversa que se habla poco, pero que existe. Los niños que saben que tienen más poder que esa chica que los cuida, la quieren y aprenden sus modos, y seguramente le hacen más caso que a la madre. Nacen relaciones de cariño que la sociedad no permite o no aprueba, porque existe la barrera de mercantilizar los cuidados. Me interesaba meterlo ahí porque es muy latinoamericano y muy español, y de pronto llega un inglés a decirte: esto yo lo veía en el siglo XIX. Es cuando te das cuenta de que es fácil tenernos en el siglo XIX, porque también los europeos del Primer Mundo permiten que pasen estas cosas cuando traen toda su migración corporativa. Lo he escuchado mucho en los migrantes nacidos en América Latina que viven en España y ya son españoles: si quieren hablar de migración, vamos a hablar de este éxodo de los corporativos a nuestros países de origen, en el que han expoliado las materias primas y nos han expulsado con violencia. Hablemos de esas migraciones, no de la migración de personas, que no debería ocurrir, debería ser lo más común y corriente porque el mundo no tenía fronteras cuando surgió.

Usted plantea la relación de la protagonista con su madre, con otras migrantes y con su pareja en España, pero también hay una fuerte relación con México a través de su abuela y su mejor amiga, y uno siente que esos lazos son todo y nada al mismo tiempo.

Le llaman el Síndrome de Ulises al proceso migratorio cuando te vas, haces el viaje, vas a buscar Ítaca y te das cuenta de que Ítaca es el proceso, pero quieres volver a ese lugar que ya no existe. Esto sí te lo puedo decir de forma personal: yo regreso a un México que no existe. No son el México, las personas ni las palabras que yo dejé, y uso un lenguaje mexicano anacrónico de señora de cuarenta años que ya no sabe cómo habla la sociedad juvenil. Eso pasa en la vida real y le pasa a la protagonista: vuelve a este México idealizado y de una infancia con unos abuelos que sigue sin poder cuestionar -porque cuando somos niños no cuestionamos-. Al regresar empieza a verlos como humanos imperfectos y empieza a recordar todo esto: las abuelas agrediendo, los abuelos que pueden ser las peores personas del mundo y, aun así, tienen también la capacidad de dar ternura, de querer a los nietos. Estas contradicciones humanas son las que me interesan.

Hay, además, una crítica a las organizaciones y los colectivos que utilizan como bandera a las mujeres vulneradas, pero sin un trabajo de fondo que busque verdaderas transformaciones.

Eso también es muy perverso. Yo tengo una hipótesis: creo que nos han configurado socialmente a partir de la segunda ola del feminismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, etc. El propio Estado nos ha dicho: sal a manifestarte, y cuando lo hacemos nos aporrea, nos desaparece, nos encarcela. El propio Estado nos está diciendo: sal a protestar contra mí porque yo voy a reprimirte, y entonces nosotros vamos de imbéciles a tomar el espacio público y a poner los cuerpos que terminan siendo asesinados y desaparecidos. He estado pensando mucho en lo perverso que es eso, en si realmente vale la pena responder a los mecanismos que nos está poniendo el Estado mismo. Lo que creo que está sucediendo y que critico un poco, es que las organizaciones que responden a estos mecanismos son un brazo del Estado para neutralizar. Entonces, como neutraliza, lo que pasa en el feminismo español -no sé cómo esté acá- es que de pronto estábamos a un paso de hablar realmente de lo que significan el trabajo de cuidados, el trabajo doméstico y el trabajo familiar, y de poner un poco en jaque lo que significa para el Estado y para las empresas el tema de la conciliación, y de la nada empezaron estas protestas por la inclusión de las personas trans. Lo tomaron como agenda para borrar todo lo demás y, aunque han hecho que se visibilice este odio que tienen a las personas trans, en la opinión pública ya solo se habla de eso. Toda la agenda feminista ha quedado reducida, claro, a lo urgente y a lo importante que es detener los discursos de odio, pero eso ha paralizado lo que realmente debería mover a la sociedad, que es hablar del trabajo de cuidado, de la salud, la educación, etc. Vuelvo un poco a lo mismo: lo que pasa con estas chicas universitarias es que ellas lo hacen con la mejor intención del mundo, pero si vamos a hablar de ecología, de derechos de las mujeres, pues vamos a empezar a hablar de la expropiación de territorios en América Latina, del derecho al agua, del fenómeno de las minerías, etc. Si ellas no tratan esos temas, para mí es una lucha hipócrita, neutralizadora y que es solamente la oposición al Estado.

Finalmente, ¿qué conoce de la literatura colombiana?

Me encanta Pilar Quintana; le pedí que me acompañara en la presentación de mi libro. Me gusta Juan Cárdenas porque es uno de los escritores más provocadores tanto en lenguaje y como propuesta estética. Por supuesto, me gustan Andrés Caicedo y Gabriel García Márquez, no lo voy a negar en absoluto. Creo que es nuestro profesor en términos no de realismo mágico, sino de comprensión de nuestra propia realidad. Juan Álvarez me gusta mucho; también Andrea Salgado con La lesbiana, el oso y el ponqué. Me faltan más, pero esos son los que recuerdo ahora mismo.