El último capítulo de la primera temporada de ‘The last of us’ acaba de terminar… Joel, un renegado (Pedro Pascal, el llamado “Harrison Ford” de hoy) tiene un encargo: en un periplo largo, llevar a Ellie, de 14 años (Bella Ramsay catapultada por su protagonismo en la tierna serie de Netflix ‘The worst witch’), a un laboratorio maquiavélico. Esquivan hongos cordyceps de dos patas y, peor aún, a unos gringos pandémicos survivalistas, divididos entre guerrilleros de los Luciérnagas y el ejército de FEDRA. La serie ofrece al televidente fatigado un cóctel de nostalgia por una adaptación, bastante en el ejercicio de “copiar y pegar”, del exitoso videojuego independiente con el mismo nombre. Pero no sólo está dirigida a los gamers. Sino, en especial, a los amantes de la cultura de Estados Unidos. Opino que los artistas, tanto los creadores del videojuego como los directores de la serie, podrían esforzarse un poco más.

Reciclan el patrón hollywoodiense del antihéroe “macho man”. La receta infalible es reintegrar a la sociedad a un cuarentón desadaptado, como el famoso mutante Wolverine. Joel es soltero, de pocas palabras y mucha acción; proletario que sigue su propio camino y cuyo único sueño es tener una granja con ovejas porque “no molestan”. Está marcado por una tragedia: perdió a su hija adolescente al errar su disparo; desconfía del Estado, incluso de los humanos, salvo de Ellie con quien se encariña progresivamente porque es su segunda oportunidad sobre la Tierra: la de redimirse, abandonando la ley del más fuerte donde se asesina sin miramientos y de forma burocrática, por la ley cristiana por excelencia, “amaos los unos a los otros”, donde él podrá fundar una familia con aquella niña salvaje.

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Nada femenina a diferencia de su hija natural fallecida, como él mismo la compara, pero, bueno, peor es nada, y además ambas se parecen por “la sonrisa”. En nuestros días, este prototipo de protagonista mantiene el punto de equilibrio de cualquier empresa cultural. Y el resto del siglo XXI será así, porque no demoran en convertir en serie la historia de otros bandidos como él o Arthur Morgan del videojuego ‘Red dead redemption II’.

Y (pero habría más tela para cortar) de nuevo vampirizan la nostalgia. Exotizan la cultura y el consumismo de los años noventa y dos mil, colocándolos en una ciencia ficción distópica, a manera de una casual lectura de chistes, de trasfondo musical o como escenario (un capítulo transcurre sobre todo en un centro comercial donde Ellie juega con su amiga en un arcade ‘Mortal kombat II’). La apoteosis de Ellie, al final de la temporada, acaba siendo una celebración de la cultura de las armas donde ella, transformada por la travesía y totalmente fuera de sí, emula a su padre adoptivo acuchillando y disparando a diestra y siniestra.

Así, entre el reciclaje del macho forajido y el vampirismo nostálgico de un imperio decadente, tenemos una serie con elementos de cine arte. Creo (aunque seguro me equivoco) que la diferencia entre Netflix y HBO Max podría ser el tiempo contemplativo que le conceden al telespectador. Entre imágenes paisajísticas y silencios tan tensos como bellos, propios de la alta cultura, nos prometen una carnicería espectacular de nueve capítulos. ¿Quién será el último de nosotros que deje de disfrutar estas porquerías buenísimas? Yo solo digo que podrían ser mejores.