La esperada nueva novela de Héctor Abad Faciolince es la historia de un sacerdote que es obligado a cambiar de domicilio para esperar un trasplante corazón, pero esa nueva casa en la que convive con dos mujeres, una de ellas recién separada, y tres niños, empezará a considerar que un nuevo corazón es también la oportunidad de una nueva vida, quizá de una en la que pueda tener una familia. Compartimos en exclusiva el inicio de esta historia que promete cautivar a todos los lectores.
Obertura
Aunque Luis fuera cura, como yo, muy pocas personas le decían padre. Yo le decía Córdoba, y casi todos sus amigos le decían Gordo. Ahora a él, al padre Luis Córdoba, le habían impedido regresar a nuestra casa en la esquina de la carrera Villa con la calle San Juan. Al fin se le permitía salir de la habitación compartida donde había pasado las últimas semanas, en la Clínica León XIII, pero no podía volver a su casa, a la casa donde vivíamos juntos desde hacía veinte años. Para él, eso era como un destierro, y para mí, su compañero y su mejor amigo, como un exilio que me impedía cuidarlo, como un divorcio involuntario que los dos estábamos obligados a aceptar. Mi único consuelo era que había encontrado un buen sitio donde refugiarse mientras esperaba a que alguien muriera para salvarlo a él. Su vida dependía de una muerte ajena, y este era un sacrificio que yo, aunque quisiera, no le podía ofrecer.
La casa adonde se fue a vivir Córdoba tenía cuatro cuartos, como cualquier corazón. Cada cuarto, al llegar de la luz de la calle, emanaba su propia sombra y su propio latido. No sé si todo el mundo sentía esa pulsación, pero yo la podía percibir. Las dos primeras piezas eran las más pequeñas y daban a un lado y otro del zaguán. Este era una especie de atrio cubierto con una pérgola y lleno de unos anturios tan rojos y brillantes que parecían artificiales.
«Un rojo comunista», decía Luis. Teresa, la dueña de la casa, solía regarlos cada tres o cuatro días con un fervor que el Gordo, por compensar, llamaba bautismal. Más que hablarles, Teresa les rezaba a sus anturios y estos le respondían creciendo, haciéndole reverencias, floreciendo de rojo partisano, de blanco enfermera, y de un rojo tan pasado de rojo que se volvía negro, negro como la sangre que brota de una vena. El cuarto de la izquierda, pared en medio, era el dormitorio de los niños, Julia y Alejandro; el de la derecha, tras la otra pared, la pieza de los juguetes y los juegos. Fue esta segunda pieza la que Teresa vació por completo para que Córdoba la ocupara, y cuando él llegó consistía tan solo en una cama alta, de enfermo, un cuadro de santa Ana enseñando a leer a la Virgen, un armario vacío con olor a lavanda y un sillón de lectura con una lámpara de pie que dirigía su pantalla hacia un libro imaginario, invisible en el aire, a media altura, inundado de cálida luz.
Por el centro del zaguán, tras un portón de hierro con círculos de vidrio color vino, se entraba en el salón de la casa, que estaba dividido en dos espacios simétricos, casi como dos pulmones ovalados y del mismo tamaño. El salón respiraba con una brisa fresca, intermitente, que llegaba del patio central. Uno de los pulmones era la sala, con sofá, cómoda antigua, mesa de centro, una gran alfombra persa con diminutas celdillas rojas y un par de sillones; el otro era el comedor, con una mesa redonda de comino crespo, para seis personas, e incluso para ocho, si se apretaban un poco. En la madera de esa mesa las palabras vibraban con un tono profundo, franco, más de barítono que de tenor, más de contralto que de tiple.
Después del salón estaban los otros dos cuartos, frente a frente. El de la derecha era la alcoba conyugal. Allí dormía Teresa en una cama demasiado ancha para una sola persona, que ella miraba como se mira un féretro vacío, tanto al acostarse como al levantarse. Hacía varios meses que Joaquín, su marido, después de haberse enamorado de una jovencita de carnes firmes y frescas, había abandonado esa alcoba, ese vientre y esa cama. El cuarto de la izquierda era el más amplio de la casa y en cierto sentido el más importante: la biblioteca. Este había sido también el estudio y espacio de trabajo del esposo ausente, tapizado de arriba abajo con libros leídos, anotados, de combate, y presidido por un escritorio grande, de madera maciza, ahora ocupa- do casi por completo por un estorboso aparato de televisión, recién aterrizado allí desde la casa de Villa con San Juan, la de Córdoba, la que yo había aprendido a considerar también mía después de tantos años viviendo en ella con él.
Detrás del pequeño patio central, al fondo, se ocultaban las vísceras de la casa, esos espacios de los que se habla menos pero donde ocurrían, quizá, las cosas más vita- les: una amplia cocina con comedor auxiliar, cuadrado, con una tapa de mármol blanco, donde todos solían desayunar y tomar el algo o la merienda; una despensa bien surtida, limpia y en perfecto orden; un lavadero luminoso, al sol y al agua, con su respectivo patio de ropas, dota- do de seis cuerdas tensas paralelas para secar las prendas recién lavadas. Al Gordo le gustaba tocar esas seis cuerdas con la mano, como quien acaricia una guitarra. Después estaba el cuarto del servicio, espacioso, con ducha y sanitario, donde dormían Darlis, la empleada costeña, con su hija Rosa, a quien todos los demás, menos su madre, llamaban Rosina.
A esta casa del barrio Laureles se pasó a vivir, pues, mi entrañable amigo Luis Córdoba cuando su edad frisaba con los cincuenta años, un tiempo en que la mayoría de la gente, si no está loca, prefiere no tener aventuras ni mu- darse de casa. Esto ocurrió el 8 de enero de 1996, lunes, después de que Córdoba hubiera pasado la Navidad y el Año Nuevo en el reparto de Cardiología de la Clínica León XIII de Medellín, y si pongo las fechas exactas no es porque las recuerde tan bien, sino porque las tengo apuntadas en un diario que yo llevaba en ese tiempo, del que, vaya a saber por qué, nunca me quise deshacer.
Dos días antes, Luis había sido autorizado por una junta médica a salir del hospital, con algunas condiciones: debía guardar reposo casi absoluto, tomarse religiosamente sus medicamentos, no someterse a estrés ni a emociones fuertes y no hacer ningún esfuerzo físico. En particular, no podía agitarse ni subir escaleras, y debía estar preparado en todo momento para desplazarse rápidamente a la clínica cardiovascular para someterse a un trasplante de corazón en caso de que resultara un órgano compatible. En vista del grave deterioro de su insuficiencia cardíaca, solo un trasplante podía mantenerlo vivo. El doctor Juan Casanova, cardiólogo de cabecera de Luis, haciéndole honor a su nombre, le había dado a su paciente un último consejo, al tiempo que le picaba el ojo:
—Y, sobre todo, padre, una recomendación final: ni se le ocurra hacer el amor. Con nadie, ni siquiera solo.
De todos los requisitos anteriores había uno que Córdoba no podía cumplir: para llegar a nuestra casa de Villa con San Juan (en el cruce de dos empinadas lomas de Medellín), y a su habitación en el segundo piso, debía subir varios tramos de escaleras, de la acera a la puerta, primero, y luego del piso principal al de arriba. Nuestra casa era la menos apta para un paciente como él. Si no quería seguir internado en el hospital indefinidamente, era necesario buscar entonces una residencia de una sola planta donde pudiera esperar en calma el corazón que le sería trasplantado. Luis solía decir que no hay nada menos hospitalario que un hospital, y se devanaba los sesos pensando a quién podía pedirle posada sin sentirse abusivo ni incómodo.
Tuvo suerte. El mismo día que fue dado de alta con condiciones, sábado de la Epifanía del Señor, estando Córdoba en la dulzura de sus rezos, Teresa Albani, la dueña de la casa de los cuatro cuartos, llegó sin anunciarse y de repente. Había ido a visitarlo en el piso de Cardiología de la León XIII y le traía un ramillete de flores blancas. Luis no la esperaba, pero la cara se le iluminó como si hubiera llegado el ángel de la anunciación. Enterada de los requisitos que había para dejarlo salir, Teresa le ofreció de inmediato una habitación en su casa sin escaleras del barrio Laureles. El Gordo y Teresa eran buenos amigos desde hacía diez años; ella estaba viviendo la depresión y el duelo por el abandono de su marido, Joaquín Restrepo, también viejo amigo de Luis, y la casa amarilla y verde de Teresa, espaciosa y fresca, reunía las condiciones ideales para esperar allí, con mucha paciencia, a que apareciera el donante apropiado.
Un corazón apto para él, le había advertido a Luis el mismo doctor Casanova, no sería tan fácil de encontrar, por dos razones, su tipo de sangre, B positivo, no muy común, y el tamaño descomunal del padre Córdoba: 1,88 de estatura y casi ciento veinte kilos de peso. Si bien era cierto que en la Medellín de esos años sobraban los heridos y muertos por violencia, y por lo tanto había muchos donantes de órganos, casi todos ellos eran muchachos muy jóvenes, malnutridos y de baja estatura. Por estos motivos, Luis debía encontrar un sitio amable, sereno, donde estuviera a gusto, y donde pudiera quedarse todo el tiempo que fuera necesario hasta que se ganara la lotería de un donante compatible.
El lunes siguiente, una ambulancia condujo a Córdoba de la Clínica León XIII a la casa de Teresa en Laureles. Detrás de la ambulancia iba un taxi en el que yo, Aurelio Sánchez, Lelo, sacerdote cordaliano como Luis y compañero suyo desde los tiempos del seminario, llevaba una maleta con pocas mudas de ropa y tres grandes cajas con los equipos de sonido y video de Luis, así como montones de discos y películas. Llevaba también, apoyado en la silla de atrás del taxi, el inmenso aparato de televisión que entre Darlis y yo acomodamos en el escritorio. Estas últimas cosas representaban, seguramente, la parte más importante del equipaje de Luis y la razón de sus ganas de seguir viviendo: la música y el cine. «Mis juguetes», como decía él.