En un prólogo que hizo a para su propia traducción de ‘Leaves of Grass’ de Walt Whitman, Borges escribió sobre el poeta norteamericano: “ejecutó con felicidad el experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra”.

Se refería, por supuesto, a ese poemario publicado en 1855 que pasó desapercibido en sus primeros años pero que luego se convirtió en manifiesto y fulgor, en desafío y transgresión y ante todo, en una concreta manifestación de la eternidad.

Hablamos, claro, de ‘Hojas de hierba’, y hablamos ahora mismo de la que es considerada la colección de poemas que más que ninguna otra obra literaria ha definido el alma americana, porque hace 200 años nació el hombre que la fraguó: Walt Whitman, el hombre que quiso ser todos los hombres.

De Whitman sabemos mucho: nació el 31 de mayo de 1819 en Long Island, su nombre real fue Walter, a los 4 años se mudó con su familia a Brooklin, vivió una infancia de escasez e infelicidades, a los 11 años empezó a trabajar en un taller de imprenta, se hizo profesor, luego periodista, después alternó esos dos oficios, sirvió en la Guerra Civil del lado de la Unión como enfermero en Brooklin, se rumoró siempre de su homosexualidad, se supo que ante la impopularidad de ‘Hojas de Hierba’ en sus primeras ediciones, él mismo publicó en varios periódicos reseñas anónimas halagando las virtudes del volumen, fue defensor de la prohibición del consumo de alcohol y también un abolicionista de la esclavitud...

De ‘Hojas de Hierba’, por otro lado, parece que sabemos muy poco.

El escritor y crítico literario español, Jorge Carrión, ha llamado a ese poemario un libro de “poesía épica y democrática”, una “autoficción en verso preciso y libérrimo”. Borges ha dicho que se trata de “la inaudita revelación de un hombre de genio”. Todos coinciden en que es una asombrosa  y trastornadora epopeya : la edición completa es un libro que supera las 500 páginas y que contiene más de 350 poemas. Su lectura no solo es abrumadora, sino que por momentos corre el riesgo de convertirse - y esto lo dijo el propio Borges - en una insensible enumeración de hechos en el mundo, de cosas.

De esos más de 300 poemas quizá el más conocido, que es también el más extenso, es el ‘Canto a mí mismo’, un poema que habría de convertirse en el origen de gran parte de la poesía de toda América: se sabe que hombres como Neruda, Rubén Darío, Ezra Pound, Vicente Huidobro, y hasta García Lorca, han admitido haber experimentado su deslumbramiento.

Es un largo poema en verso libre en el que está la síntesis mayor de toda la obra de Whitman: su aceptación radical e innegociable de la inocencia y grandeza esenciales del hombre, de todos los hombres; su amor desbordado, feroz y brutalmente conmovedor por el universo y la tierra y el hecho mismo de vivir; su renuncia vehemente a aquella idea en que se ha fundado la civilización europea de la inherente corrupción del hombre, que se puede llamar pecado o sino, según la filiación artística desde la que se opine. 

En ‘Canto a mí mismo’ Whitman socava los fundamentos de la larga y pesada tradición judeocristiana europea que también había llegado a Estados Unidos: no hay hombre pecador ni santo, solo hay hombres que son perfectos por el mero hecho de existir; no hay infierno ni cielo ni redención, todo ocurre aquí, ahora, el todo es esta tierra, con lo visible e invisible, que es perfecta.

“He oído lo que los habladores dicen, lo que hablan del inicio y del fin,
Pero yo no hablo del inicio o del fin.
No hubo nunca otro comienzo que el que hay ahora
Ni otra juventud o edad que la que hay ahora
Y no habrá otra perfeccion que la que hay ahora
Ni otro cielo o infierno que el que hay ahora (...)
Clara y dulce es mi alma y claro y dulce es todo lo que no es mi alma”,

se lee en el poema.

Es sabido que Whitman recibió la influencia filosófica del brillante ensayista Ralph Waldo Emerson, adherido a la doctrina del Trascendentalismo, que postulaba la existencia de un Dios en todas partes, en cada insecto, en cada terrón de barro, en el más menospreciado de los hombres, en cada hoja de hierba.

Desde ese punto de vista, todo hecho y cosa en el universo es una manifestación de lo divino: de ahí que una de las premisas poéticas de Whitman sea la enumeración.

“Yo soy el poeta del Cuerpo y yo soy el poeta del Alma (...)
Yo soy el poeta de la mujer lo mismo que del hombre (...)
Yo soy el que camina con la tierna y creciente noche
Yo llamo a la tierra y al mar medio sostenido por la noche (...)
Noche de los vientos del sur - noche de las grandes pocas estrellas
Noche que asiente- noche loca y desnuda de verano”.


Y así, las enumeraciones atraviesan estados de ánimo, descripciones de paisajes o el nombramiento de hombres que ejecutan algún oficio. Y en ese listado espléndido, la tierra, el espacio, la hierba y los árboles y el mar, así como la noche y el día y el atardecer, todo, se destacan con un ímpetu avasallador.

‘Canto a mí mismo’, del mismo modo que todo el poemario ‘Hojas de hierba’, es una oda exaltada y felizmente furiosa a muchas cosas, entre todas ellas, particularmente a la tierra.

Sonríe, Oh voluptuosa tierra de respiración fresca!
Tierra de somnolientos y líquidos árboles!
Tierra de la puesta del sol, tierra de las montañas de crestas nebulosas!
Tierra de vitrio derramar de la luna llena teñida de azul!
Tierra del resplandor y la oscuridad mezclando la marea del río!
Tierra del límpido gris de nubes más brillantes y más claras para mi alegría!
Tierra encorvada - rica tierra de manzanos florecidos,
Sonríe, que tus amantes llegan”.

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Borges escribió también que clásico es un libro que las generaciones de los hombres leen “como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”.

Es exactamente lo que sucede con ‘Hojas de hierba’ y en especial con el ‘Canto a mí mismo’. Escrito en la mitad del Siglo XIX, ‘Hojas de hierba’ pudo interpretarse como la extrema y renovada respuesta al cansancio del mundo europeo, que aparecía ya en poetas como Baudelaire, Rimbaud o Verlaine. También, como el manifiesto poético y liberador de una nación que hacía de la democracia moderna su vocación existencial innegociable.

Hoy, ‘Hojas de Hierba’ puede ser leído como un gran canto a la tierra que se nos escapa, como una conmoción literaria que nos quiere despertar, que declara con ruda belleza la necesidad de volver a observar la tierra con el desconcierto con que la observaron los primeros hombres.

Un canto que nos vuelve a decir que todo es sagrado, que el río y el mar y el bosque y los lagos y las briznas de hierba y la tierra pantanosa son la cuna del Dios que está en todas partes.

Hoy, cuando se nos anuncia el fin de la tierra como la conocemos en los siguientes 30 años, cuando los mares son infames reservorios de plástico y los ríos desaparecen para que otros extraigan  el oro que está en sus entrañas, hoy la palabra de Whitman podría significar nuestro despertar convulso:

“Tú, mar. Yo me resigno a ti también y supongo lo que quieres decir (...) Caprichoso y delicado mar, yo soy integral contigo”.