Por Laura Valeria López Guzmán / Especial para El País
Después de publicar ‘Pondré mi oído en la piedra hasta que hable’, un acercamiento a la vida de Humboldt y su relación con Goethe, William Ospina abre un espacio de diálogo y reflexión en su libro ‘Donde crece el peligro’, en el que hace una oda al lenguaje, al romanticismo y a la condición humana de resarcir sus errores.
El autor tolimense habló con El País sobre su nuevo proyecto literario, su relación con la filosofía, Baudelaire, Estanislao Zuleta, el arte, entre otros temas que han destacado en sus más de tres décadas como escritor.
¿Cuál es la importancia del romanticismo en su vida?
Uno conoce el romanticismo antes de saber qué es. Desde pequeño se empieza a relacionar con la naturaleza, la literatura, la pintura y la música romántica. Hay una especie de concepto que empieza a rondar por ahí. A medida que el ser humano va adquiriendo conocimiento, empieza a darse cuenta de que el romanticismo no solo está en la sensibilidad, o el sentimentalismo o lo puramente amoroso, sino que fue un movimiento vital e históricamente muy importante, sobre todo en el siglo XIX, que despertó una pasión nueva por la naturaleza y la historia. Pero, lo que más incentivó fue que la vida se volviera una nueva pasión, una nueva aventura para escapar a la inercia de la vida monótona, repetitiva, que había aparecido en el mundo tras la llegada de la revolución francesa.
Cuando empecé a reflexionar sobre los problemas del mundo moderno, hace unos 30 años, publiqué ‘Es tarde para el hombre’, en el que plasmé que siempre sentí que los románticos habían tenido, primero que otros movimientos, la intuición de que unos males iban a crecer en el mundo, y que solo teniendo pasiones más intensas y un contacto directo con la vida y la naturaleza, esos males disminuirían.
Con esto empecé a sentir que el romanticismo no era solo un recuerdo del pasado, sino que podía tener un papel que jugar frente al presente y al futuro del mundo; y escribí un ensayo llamado ‘Los románticos y el futuro’, que ha guiado buena parte de lo que he escrito. En algún momento sentí que, más que vivir de una forma romántica, era interesante explorar de qué manera había aparecido el romanticismo en el mundo.
En ‘Donde crece el peligro’ hay un viaje por la historia, pero sobre todo uno por la vida de distintos personajes, como Nietzsche, Estanislao Zuleta, Freud, entre otros, pero apenas nombra a Goethe, hablemos de él y su presencia en sus libros…
Es alguien con quien yo siempre he tenido una relación dual, a veces, de mucha admiración, donde lo quiero mucho, pero otras donde hay mucha tensión y quiero reprocharle ciertas cosas. Ahora, en el libro que publiqué el año pasado, ‘Pondré mi oído en la piedra hasta que hable’, que cuenta el viaje de Humboldt por América, hablo de la relación que tuvo con Goethe.
Humboldt fue a visitarlo cuando era muy joven y Goethe ya era el gran señor de las letras alemanas. Ese encuentro fue fundamental para ambos; por su lado, para Humboldt, al ser científico, quería ser artista; y para Goethe, que al ser un artista, quería ser un científico. Entonces en este encuentro se retroalimentaron y Goethe se quedó mudo al escuchar todo lo que decía Humboldt y sintió que escucharlo era igual a leerse una enciclopedia. Nada como la visita de Humboldt me ayudó realmente a acabar de concebir el personaje del Fausto, del hombre que quiere saberlo todo.
Entonces el carácter del científico ayudó a terminar de afinar el carácter de Goethe. Y también me interesa el novelista alemán, si bien no es un romántico, sí fue un gran inspirador de los románticos. Y él vivió siempre en esa frontera, entre ser un clásico, un sabio, un académico y entre ser un enamorado todo el día al que le interesa la poesía, los viajes, el arte, y esta pendulación lo convierte en un personaje muy atractivo.
¿Por qué considera que autores contemporáneos, como usted, están haciendo un llamado a amar a través de sus obras?
Evidentemente, esto no obedece a un programa, lo que considero es que sí obedece a una necesidad, a un momento y a una expectativa. Yo siento que las tradicionales soluciones políticas que se le brindaron a la humanidad, como la gran alternativa de transformación histórica, sobre todo las que aparecieron en el siglo XX, se ha comprobado que, si no son falsas, al menos, son insuficientes.
Ya no creemos que las meras revoluciones políticas vayan a cambiar a la humanidad en lo fundamental y le vayan a permitir afrontar los desafíos que estamos viviendo hoy, como los desafíos que tienen que ver con la naturaleza, con nuestra manera de vivir. Y el principal problema que estamos atravesando, es la sociedad de consumo en la que vivimos, pues los que utilizamos todo el plástico que produce la industria somos nosotros, es decir, todos los seres humanos tenemos la responsabilidad en la manera, la avidez y la velocidad en que nos relacionamos con las cosas que nos da el capitalismo.
A esto es a lo que le podemos llamar el enemigo del mundo; que exige grandes revoluciones, pero unas que comienzan por entender que la transformación se da por uno mismo, que nosotros somos nuestro propio enemigo. Y la sociedad de consumo es muy mala porque anula la creatividad humana y solo nos invita a ser espectadores y no creadores. Todo esto es un llamado a buscar la salvación por medio del diálogo con los peligros ya existentes y también con los venideros.
¿Por qué considera que el hombre busca profanar lo sagrado?
Hay que empezar con que no sabemos qué es lo sagrado. En el fondo todo es sagrado y en esa misma medida no es que queramos profanar lo sagrado, sino que ignoramos que lo es. Alguien decía que no es que hayamos sido expulsados del paraíso, sino que esa ‘salida’ consiste en que perdimos conciencia de que estábamos en el paraíso, entonces vivimos como si no estuviéramos en él. Además, ya no sentimos el milagro de las cosas ni de la naturaleza, que es maravilloso. En ese diseño de la naturaleza, en ese orden secreto, que algo significa y revela, hay una sacralidad infinita, solo que nuestra manera de entender el mundo profana casi todo, por ignorancia e inconsciencia.
En relación con los espacios de diálogo, ¿en qué momento cree que el ser humano se durmió?
La humanidad está creciendo a una velocidad impresionante. Y entre más somos, más solos estamos, y esto nos lleva a que nuestras relaciones e intereses se vean mediados por la industria, por los centros de poder, y cada vez se desintegra más. Antes, en Colombia, había más cafés, esto hasta ahora se está recuperando.
En Europa, en el siglo XVIII y XIX, desde Lisboa hasta San Petersburgo, toda la gente estaba en los cafés debatiendo, divirtiéndose y construyendo algún tipo de diálogo.
Ahora, en el caso de Colombia, esto ha sido distinto. Aunque sí gozamos un poco de esto, los cafés no tuvieron el mismo impacto que en el viejo continente y esto nos llevó a no estar en un estado constante de conversación y observación donde el arte, la música y la cultura fueran los caminos para ese desarrollo, sumado a todas las violencias que hemos vivido y esto nos ha llevado a vivir, primero que otros países, esa desintegración que se da cuando no se permite que el arte convoque. Pero esto lo podemos sintetizar con una frase de Nietzsche que decía: “El desierto está creciendo, desventurado el que alberga desiertos”.