El gesto del abuelo al llevar a Mona a recorrer los museos de París antes de que pierda la vista en cincuenta y dos semanas, es profundamente simbólico y conmovedor. No se trata solo de un acto de amor y protección, sino de una búsqueda por transmitirle algo esencial que trasciende lo visual: las emociones humanas en su forma más pura, expresadas en las obras de arte.
A través de cincuenta y dos cuadros, los mismos días en que va a quedar ciega, el abuelo no solo le muestra a Mona la generosidad, la duda, la melancolía o la indignación que ellos transmiten, sino que intenta que ella viva y comprenda estos sentimientos de manera profunda, como si el arte fuera un lenguaje secreto que puede enseñarle lecciones sobre la vida que sus ojos no podrán percibir en el futuro.
Este recorrido por los museos, Louvre, Orsay y Beaubourg, es también una especie de rito de iniciación, una manera de preparar a Mona para el mundo a través de una experiencia estética que alimentará su alma y su espíritu, incluso cuando su visión física se apague. El arte se convierte aquí en un medio de educación emocional y filosófica, una forma de dotarla de herramientas para interpretar y enfrentar la vida desde lo sensorial hasta lo existencial.
Es un acto casi trascendental, pues Mona, al perder la vista, ganará una visión interna, una conexión con lo esencial que el arte le ha revelado, donde los colores, las formas y las expresiones pictóricas habrán sembrado en su interior un conocimiento intuitivo y perdurable sobre la condición humana.
Finalmente, el vínculo entre nieta y abuelo añade una capa adicional de sensibilidad, mostrando cómo el legado y las enseñanzas de una generación pueden moldear y enriquecer a la siguiente.
Es un libro que invita a contemplar la vida con profundidad y sensibilidad, con la sensación de que el arte puede transformar la manera en que entendemos el mundo y a nosotros mismos.