Por Eduardo Bonces, director de la operación digital de El País
Hay dos visiones sobre el sentido de la vida, al menos eso creo yo. Una, que estamos determinados a desarrollar unas tareas específicas para que nuestro ser interno se sienta cómodo, y así, cuando eso pasa, la gloria nos espera; otra, que somos solo polvo de estrellas, víctimas de la entropía del universo; que terminamos como pelotas de ping pong dispersos en el suelo, en el mundo, víctimas de una inercia sin sentido. Inercia que nosotros ordenamos para no sentir que estamos perdidos.
En la breve historia de la humanidad hay personas que parecen conocer cuál es el sentido de sus vidas. Futbolistas hechos para hacer goles; alfareros hechos para hacer vasijas; escritores hechos para publicar historias. Este último es precisamente el caso de Paul Auster. Un neoyorkino que volvió a darle significado a su ciudad lejos del apocalipsis común de Gotham y mucho más allá de la romantización de Sinatra.
“No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa”, dijo en el discurso del premio Príncipe de Asturias.
Esa disciplina para escribir, escribir porque es necesario, lo convirtió, como a Honoré de Balzac, en un gigante. Auster no tuvo una vida fácil, en la historia de su familia, y él mismo tiene el valor de decirlo en ‘Un país bañado en sangre’, hay una abuela que mató a su esposo con un arma de fuego, hecho que desata la reflexión del escritor sobre la cultura armamentista en los Estados Unidos.
Pero, la tragedia llegó más cerca. Su hijo murió por sobredosis de heroína, un hijo que parece el protagonista de ‘Brooklyn follies’, un amigo, más que familiar, que se embarca junto a él en un viaje por los Estados Unidos. Ese mismo hijo fue quien dejó morir a la nieta del escritor por una adicción.
Y pese a toda esa tragedia, a ese dolor que estamos seguros que sufrió, nunca dejó de ser él, el taciturno que veía la belleza en los atardeceres de su ciudad, el extraño que entablaba charlas con otros extraños en busca de lo común, de lo reiterativo. Siri Hustvedt, su esposa, aseguró, tras ver a Auster afectado por el cáncer, que él se comportó “sólido y sin quejas”, simplemente aceptó su destino.
Destino apaciguado por lo cotidiano, por lo diario, por el viaje en bus hacia el trabajo, por el almuerzo de todos los días, por el café de las noches, por el cielo con el mismo azul, por los días que pese a tener lo mismo son diferentes. La obra de Auster significa leer historias cotidianas, interesantes por su simpleza, pequeñas recolecciones de retazos de esa gran sábana que es lo monótono. Una obra plagada de pequeñas sorpresas.
La escena escrita por él en la película ‘Smoke’ relata esto de manera brillante, “esas fotografías son todas iguales, pero cada una es diferente a las demás, tienes tus mañanas soleadas, tus mañanas oscuras, tienes luz de verano y luz de otoño, tienes días de diario y fines de semana, tienes gente de abrigo y de botas (...), la luz del sol golpea la tierra todos los días y todos los días lo hace de un ángulo diferente”. Mi única recomendación, y es la mía porque críticos hay muchos, es leer Auster, buscarlo para disfrutar de esos detalles que parece se nos pierden en la monotonía de lo diario.