Sentados al comedor, Germán Alberto Ochoa Perea y Gabriel Ochoa Uribe escenifican de la manera más natural, solo en el simple acto de comer, el profundo amor y respeto que puede venir de un hijo hacia su padre.

Es la hora del almuerzo y el mesero del restaurante principal del Club Campestre de Cali ha puesto sobre la mesa un plato de espaguetis para Gabriel.

Luego de hacer a un lado su propia comida, un cebiche de langostinos puesto en un aguacate como delicioso recipiente, Germán Alberto toma con su mano derecha un tenedor y trincha los fideos para llevarlos pacientemente a la boca de su padre. Cada bocado lo intercala con el uso de la servilleta para limpiarle los labios.

Gabriel podría hacerlo perfectamente por sus propios medios, como sucede cotidianamente en su casa, pero prefiere dejar que su hijo le diga sin palabras cuánto lo quiere y cuánto lo ha extrañado los otros seis días de la semana.

Y ese gesto quizás sea también, tantos años después, la evocación de cuando era Gabriel quien le daba la comida a su hijo Germán Alberto siendo este un niño, cada que los partidos de fútbol le prestaban un rato a ese padre ausente de la familia. A espaldas de los dos, una puerta de vidrio, tan alta y tan ancha como una pared, deja ver cómo ese sábado del mes de mayo, en plenas 2:00 de la tarde, el día se ha puesto gris y un espeso aguacero moja los inmensos campos de golf que bordean el lugar.

El sonido de la lluvia, antes que interrumpir, parece regalarle notas melodiosas y sublimes a ese imperturbable momento de intimidad entre Germán Alberto y su padre.

Así recuerda Beto Ochoa a Gabriel. 
 Pasan los años y pareciera que usted y su padre nunca se hubieran soltado de la mano. Y aunque usted le aprendió mucho a él, alguna vez él confesó que quiso ser un médico tan exitoso como usted, pero el fútbol no se lo permitió. ¿Fue esa una de las grandes frustraciones de Gabriel Ochoa Uribe? 

Papá siempre quiso dedicarse de lleno a la medicina, pero el fútbol lo fue absorbiendo en distintas circunstancias de su vida. A él jamás se le pasó por la cabeza ser técnico de fútbol. Su sueño, mientras era jugador de Millonarios, fue terminar la medicina y hacer una especialización en traumatología deportiva. Y se dio una situación, digo yo, propia de la divina providencia, para que se fuera a jugar al América de Río de Janeiro, lo que lo convirtió en el segundo arquero colombiano en jugar en el exterior después de Efraín el ‘Caimán’ Sánchez’. Allí tuvo una gran actuación, salió subcampeón de Torneo Carioca en 1955 y a la par terminó sus estudios. El compromiso era regresar a Millonarios y así lo hizo, pero se rompió un menisco de una rodilla y sufrió una lesión de ligamento cruzado anterior, lo que lo marginó de la actividad futbolística y empezó a desempeñarse como médico de la institución. La situación económica del equipo lo llevó luego a que asumiera como técnico interino y aceptó. Las buenas campañas y el apoyo de los jugadores lo ratificaron en el cargo y en 1959 le dio su primer título al club. Desde ese momento el fútbol fue su vida. 

Sin embargo, en 1978, luego de abandonar a Millonarios, pareció decidido a ejercer definitivamente la medicina, y se le atravesó nuevamente el fútbol en sus propósitos… 
En 1977 papá dejó el club por desacuerdos con el presidente de la época, don Álvaro Gutiérrez. Junto con Luis Alberto el ‘Mono’ Rubio’, con quien papá trabajaba en el equipo, implementaron una forma de entrenamiento que no les gustó a los jugadores, tampoco tuvo el respaldo de los directivos, y se sintió traicionado. Por eso, al año, abrió de nuevo su consultorio en la Clínica de Marly, en Bogotá, para dedicarse a la medicina de lleno y de esa manera retirarse del fútbol. Pero apareció un día en ese consultorio, como otro acto de la divina providencia, don Pepino Sangiovanni para convencerlo de que dirigiera al América. No fue fácil persuadirlo, pero lo logró. Creo que en ello incidió mucho un hecho trágico que afectó considerablemente a papá y fue la muerte, de una manera súbita y dolorosa, de mi hermano Luis Fernando, un muchacho de apenas 21 años que se acababa de graduar con honores como arquitecto. Sufrió un aneurisma en la base del cráneo, en el polígono de Willis, donde se unen varias arterias, y murió instantáneamente. Papá quiso irse de Bogotá y eso ayudó para que llegara a Cali, donde construyó otra exitosa historia en el fútbol como entrenador, esta vez con América, desde 1979 hasta 1991, como ya lo había hecho con Millonarios y Santa Fe. 

¿Y después, cuando dejó al América, pensó quizás en retomar la medicina? 
Lo pensó, porque ese fue siempre un sueño suyo. Pero en los años 90, cuando papá dejó definitivamente el fútbol, pasamos de la cirugía convencional a la cirugía abierta o artroscópica, que es mínimamente invasiva. Para ello, los cirujanos ortopedistas de la época tenían que hacer un entrenamiento muy especial para someterse a esa nueva tecnología, pero papá nunca tuvo la oportunidad de hacerlo por estar sumergido 365 días del año en el fútbol. 

Aunque no haya podido concretar ese sueño, la medicina deportiva siempre fue un aliado en el oficio de Gabriel como entrenador. ¿Cómo pudo potenciar él eso en su carrera? 
Eso fue definitivo. Para la época en que papá fue técnico no existían controles biomédicos ni bioquímicos del entrenamiento, tampoco había resonancias nucleares magnéticas ni nada de lo que hoy usamos para detectar la sobrecarga por esfuerzo deportivo. Pero la experticia de papá como médico traumatólogo en el deporte le permitía percibir cuándo un jugador tenía sobrecarga muscular e inmediatamente lo marginaba de la actividad de competencia y le hacía trabajos adaptativos. Papá tuvo el privilegio de prepararse científicamente en el tema y sin duda sacó diferencia con respecto a sus rivales. Y ese conocimiento le permitía, además, definir el tiempo de reposición para el descanso, la alimentación y la hidratación de los atletas, como solía referirse a sus jugadores. Todo esto es lo mismo que hoy hacemos, pero con alta tecnología que él nunca tuvo. 

Siempre vimos al Gabriel Ochoa Uribe de las canchas, pero nunca vimos al de los consultorios. ¿Cómo era en ese escenario? 
Papá siempre tuvo una alta exigencia en todas sus actividades. Él decía que la improvisación y la mediocridad son sinónimo de fracaso, tanto en la medicina como en la actividad del fútbol. Cada que iba a operar un hombro, una rodilla o una cadera, hacía planeaciones estratégicas con mucha anticipación. Esa fue una de las muchas enseñanzas que me dejó. Inclusive todavía, y con tanta experiencia acumulada, suelo revisar cada cosa con mucho detalle, con mucha precisión, para no equivocarme o tener sorpresas en el acto quirúrgico. 

Gabriel siempre fue un hombre muy entregado a su trabajo, lo que indefectiblemente lo convirtió en un padre ausente. ¿Cómo soportaron eso usted y el resto de la familia? 
Yo no me quejo tanto de eso, porque solía acompañarlo en los entrenamientos, en los partidos, en las concentraciones. Papá se ausentaba mucho tiempo por cuenta de todo aquello, sobre todo cuando jugaba Copa Libertadores y debía viajar por varios países del continente. En su primer matrimonio él tuvo cuatro hijos: Gabriel, que también es médico traumatólogo; Esneda, que es administradora de empresas; Ricardo, que es economista, y Luis Fernando, el arquitecto que murió. Luego, de la unión con mi madre, Cecilia Perea, nacimos William Darío, un veterinario que también murió, y yo, que fui el menor. Pero mamá, antes de casarse con papá, tuvo tres hijos: Héctor, Nelson y Marlene. De lo que yo viví, diría que mi hermano William Darío sí sufrió ese padre ausente. Yo, en cambio, me quedaba a dormir con él en las concentraciones, y me dormía mientras él narraba sus historias. Pero cuando papá estaba en casa era un ser muy especial, aprovechaba al máximo cada momento, nos gustaba escuchar sus anécdotas y ser testigos de toda esa sabiduría que tenía, porque cada palabra nos dejaba una nueva enseñanza. Y ya de adulto, hasta escuchábamos tangos, su música preferida, y nos tomábamos unos aguardientes, como buen paisa que es. 

¿Cuál era ese tango que le hacía tomarse un aguardiente? 
Muchos, podría decirte que se sabe todos los tangos que existen, pero había uno que siempre escuchaba cuando estaba melancólico, ‘Tarde gris’: “Qué ganas de llorar en esta tarde gris, en su repiquetear la lluvia habla de ti, remordimiento de saber, que por mi culpa, nunca, vida, nunca te veré”. Cada que oigo ese tango me acuerdo de papá. Y bueno, Carlos Gardel es para él lo más grande.  

Inclusive fumaba su padre… 
Claro, fumaba mucho, sobre todo en los partidos. Pero hubo un hecho que lo marcó y ese día dejó para siempre el cigarrillo. Sucedió el 17 de enero de 1982, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Veníamos por carretera de un partido, papá entrenaba al América. De pronto escuchó por radio que Oswaldo Juan Zubeldía, quien dirigía al Atlético Nacional, había muerto de un infarto en Medellín mientras hacía una apuesta en el hipódromo. Papá se puso mal. Hizo parar el carro, se bajó, prendió un cigarrillo y ese fue el último de su vida. Desde entonces decidió no fumar nunca más. 

¿Eran amigos? 
Muy amigos. Papá y Zubeldía fueron solo rivales en el fútbol, pero por fuera de las canchas sostenían una relación muy estrecha. Papá lo admiraba por sus conocimientos. Le gustaba su estilo y hablaban mucho. Y ambos fueron muy aficionados a los caballos, papá como jockey y Zubeldía como apostador. Es curioso, ellos dos, al igual que Pacho Maturana, a quien papá también admiraba, fueron siempre fanáticos de la hípica. Una especie de afición paralela con la del balón. 

¿Por qué dejó su padre los caballos?   
Él era jinete de carreras, y los caballos dedicados a esta modalidad no pueden soportar tanto peso. Papá se hizo jinete desde muy niño y ganó campeonatos nacionales, pero a los 13 años, cuando comenzó a desarrollar su cuerpo, superó el peso ideal y entonces conservó la afición ya de otra manera. Entrenaba caballos de carreras y con ello se ganaba la vida. Había perdido muy bebé a su padre en un accidente en una mina, en Sopetrán (Antioquia), y fue su padrastro quien lo indujo en el mundo de la hípica. También se aficionó por el basquetbol y desarrolló una gran estatura para su edad, hasta que un día terminó jugando fútbol en el Atlético Municipal, que hoy en día es el Atlético Nacional. Y llegó al arco como la mayoría de los porteros, por la ausencia del titular. Y cuando terminó sus estudios, en un colegio católico, mi abuela Tránsito le dijo que debía ser cura o médico, pero nunca futbolista. Y luego la convencieron de que lo dejara probar en el América, con apenas 17 años, pero con la condición de que estudiara medicina. Y así sucedió. 

Hubo jugadores que no comulgaban propiamente con el estilo del médico, e inclusive lo enfrentaron… 
Hubo tres personas con las cuales papá tuvo roces importantes. Una de ellas fue un delantero argentino Mario Alberto Rizzi. América ganaba 3-0 y papá ingresó a ese jugador para que se mostrara, no había podido debutar porque llegó con un problema en una rodilla. De pronto, el partido fue cambiando, descontó el rival, otro gol y hasta que empataron, entonces papá sacó a Rizzi, que duró unos 20 minutos en la cancha, y el jugador salió iracundo, se le vino encima para agredirlo y un par de compañeros del banco tuvieron que intervenir. Y los otros dos casos, no de agresión física, pero sí verbal, fueron los del peruano Julio César Uribe y el paraguayo Roberto Cabañas, que en paz descanse, con quienes papá tuvo muchos inconvenientes. Uribe era un tipo muy soberbio y con una altivez que no podía dominar. Era una especie de caminante en la cancha, con mucha clase y técnica, pero que frenaba el juego cuando el balón llegaba a sus pies. Entonces, papá le corregía eso, pero él no entendía y chocaban mucho, hasta que lo sentó. Eso generó un conflicto tenaz entre ellos. 

 Con Cabañas hubo una historia y es que el paraguayo se enojó porque en la piscina donde estaban los jugadores el médico metió a Rocky, un perro bóxer al que adoraba. ¿Eso fue cierto? 
Claro, fue cierto. Roberto le tenía miedo al perro y no le gustaba estar cerca del él, pero hubo muchas otras cosas, momentos difíciles en los partidos, decisiones que papá adoptaba. A Roberto, por ejemplo, no le gustaba que lo vigilaran. Papá enviaba emisarios a las casas de los jugadores para ver cómo se comportaban. Roberto decía que él era un atleta profesional que se cuidaba como tal y no necesitaba que lo vigilaran, que venía de jugar en el Cosmos de Nueva York y que eso no se acostumbraba en Estados Unidos ni otro lugar. Era un jugador al que no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. 

Era un equipo de ensueño el América de los 80, que también quiso tener a Maradona. ¿Su padre le habló alguna vez de eso?  
Fue papá quien solicitó a Maradona cuando él vino con Argentinos Juniors a jugar un cuadrangular amistoso con el América, por allá en 1980. Maradona era muy joven, estaba empezando a mostrarse. A papá siempre le gustó ese jugador desde que lo vio por primera vez y hubo una reunión en el Hotel Intercontinental, después del partido en el Pascual Guerrero, donde también estuvieron Pepino Sangiovanni y Miguel Rodríguez Orejuela. Papá le regaló la camiseta del América a Maradona y él se la puso. Quería que Diego se quedara madurando como jugador, y le hicieron una oferta, pero la contratación nunca se llevó a cabo. Cada que hablo con Diego recordamos ese episodio. Maradona recuerda perfectamente a papá y esa es una de las razones por las cuales él ha venido a mi consultorio en Cali para ser operado dos veces en sus rodillas. Pero, imagínense, si Maradona se hubiera quedado en el América, quizás nunca habría llegado a ser lo que fue. 

Para entonces, ¿su padre ya sabía que los dueños del equipo, los hermanos Rodríguez Orejuela, estaban dedicados también al negocio del narcotráfico? 
Papá vivía tan concentrado en su trabajo como técnico, que poco o nada se interesaba en las cosas anexas. Cuando ya estalló el tema del narcotráfico, él adoptó la posición que debía tener. A pesar de trabajar en un equipo de fútbol perteneciente a los hermanos Rodríguez Orejuela, papá nunca vendió o empeñó su conciencia. Jamás le interesaron las retribuciones económicas ni traicionó sus principios morales. Dicen popularmente que todos tenemos un precio, yo nunca conocí el de papá. Cuando papá se retiró del fútbol, se convirtió en un pensionado sin pensión, en un jubilado sin jubilación. Es un tipo tan extraordinario y desprendido del dinero, que nunca firmó un contrato en los equipos que entrenó. No hay un solo documento firmado por él en Millonarios, Santa Fe, ni América. Era mamá quien se ocupaba de eso y de sus negocios, pero casi de una manera informal. Entonces, cuando terminó su actividad deportiva, salimos en busca de un abogado para recuperar toda esa vida laboral, pero no fue posible, porque no había papeles con su firma. A papá nunca le interesó el dinero, y la forma como vive, sin opulencias, lo comprueba. Inclusive, cuando dejó al América, en 1991, le hicieron grandes ofertas para dirigir en el fútbol de Estados Unidos, pero dijo no. 

Cuando Gabriel Ochoa Uribe dirigió al América había una guerra frontal de carteles del narcotráfico entre los Rodríguez y Pablo Escobar Gaviria. ¿Su padre sintió de alguna manera esa zozobra? 
Más que él, nosotros. Era muy fácil,al llegar al Hotel intercontinental de Medellín o el Hotel Nutibara, encontrar sufragios que daban las condolencias por la muerte de Gabriel Ochoa Uribe, firmados por el cartel de Escobar. A él esas cosas no lo afectaban, como nunca le dio la suficiente importancia a un intento de secuestro en Cali. Eso no cambió su forma de pensar, ni de vivir, pero la familia sí lo asumió con mucha responsabilidad, fue una época complicada para nosotros, y por eso durante un tiempo Estados Unidos fue el lugar de residencia. 

¿Cómo fue ese intento de secuestro? 
Los delincuentes ingresaron a la casa campestre de papá en Valle del Lili usando pasamontañas. Mataron a cuatro perros y amarraron al celador. Por fortuna, los planes les fallaron a los bandidos, porque papá no estaba en casa. Él ya se había retirado del fútbol y le pedí que me acompañara a realizarle una artroscopia a un niño en una de sus rodillas. Quería que él viera ese procedimiento porque era algo nuevo que nunca había podido experimentar mientras ejerció la medicina. Hicimos el procedimiento y les dije a él y a mamá, que andaban juntos, que se quedaran para cenar conmigo. Los delincuentes estuvieron esperando infructuosamente por ellos y el secuestro no se concretó. 

¿Quiénes eran los autores? 
Cuando las autoridades profundizaron en la investigación, nos dimos cuenta de que se trataría de un secuestro para dar un golpe de opinión por parte de la guerrilla de las Farc, exactamente hacia 1993, un año antes del Mundial de Estados Unidos. Papá no se alarmó por ello tanto como nosotros, el resto de la familia, y decidimos que ellos se radicaran en territorio estadounidense. Papá y mamá vivían entre Estados Unidos y Colombia, iban y volvían, hasta que mamá decidió regresar definitivamente a Cali, cuando ya hubo más tranquilidad. 

¿Cómo fue la relación del médico con los Rodríguez Orejuela? 
Normal, de respeto. Papá siempre ha tenido carácter y se ha comportado coherentemente con su pensamiento. Él no toleraba que Miguel Rodríguez entrara al camerino para hablar con los jugadores y una vez se atrevió a sacarlo con firmeza y decencia. Tampoco permitía que el dueño del equipo intercediera en comodidades para los jugadores en cuestiones de hoteles o concentraciones. Siempre respondía con carácter “no señor, no nos interesa, estamos bien así, muchas gracias”. A papá nunca le gustó que hubiera una relación cercana entre el futbolista y el dueño del equipo. Le parecía que eso distorsionaba el ejercicio diario del deportista. 

El doctor Gabriel respiraba fútbol. ¿Cómo soportó su retiro después de tantos años? 
Tuvo un síndrome post retiro. Recibía llamadas de todos lados, equipos que le pedían que regresara, acoso de la prensa, y cuando se fue a vivir a Estados Unidos, donde también le hicieron muchas ofertas, decidió no responder más el teléfono y alejarse totalmente de todo el mundo. Retirarse del fútbol le dio durísimo, a pesar de que dijo que se sentía hastiado, y cuando regresó a Colombia advirtió que no volvería a pisar un estadio. Luego, con el paso de los años, lo convencimos para que fuera un día al Pascual para apoyar al América, que estaba luchando por el ascenso a la A, pero fue complicado ese tema. Y estuvo ocasionalmente en un homenaje que le hicieron en Medellín y otro en Cali antes de dos partidos, pero no volvió a ver fútbol. Ni siquiera por televisión.  

¿Cuál fue el momento en que más feliz vio a su padre? 
Sucedió en el fútbol, definitivamente, cuando América ganó su primer título en 1979 de la mano de papá. Él estaba totalmente embriagado de felicidad en el camerino. Y diría que hubo otro momento de felicidad plena y fue en el campeonato de 1982, logrado en Bogotá, con gol de Juan Caicedo de media distancia, frente a Millonarios. Papá no quiso dar la vuelta olímpica en El Campín ni que los jugadores lo hicieran por respeto a ese equipo que también hace parte de sus amores, como lo es Millos.  

¿Cuál es el Ochoa que Beto, su hijo menor, también médico y amante de los caballos y el fútbol, conoció? 
Un hombre genéticamente ganador en todas las instancias de su vida. Cada célula suya, cada hormona y su ADN nacieron para triunfar.