Por Jody Rosen, exclusivo para El País
En la década de 1890, los carteles publicitarios mostraban bicicletas en el espacio exterior. Se trata de algunas de las imágenes del vehículo más famosas jamás creadas: muestran bicicletas recortadas contra el firmamento, bicicletas que pasan a toda velocidad junto a cometas y planetas, bicicletas que descienden por las laderas de lunas con forma de hoz. Las conductoras de estas bicicletas suelen ser mujeres, o más bien diosas.
Tienen los pechos desnudos y unas ondulantes vestimentas griegas y una larga cabellera que se arrastra detrás de ellas como un chorro de agua. En uno de los anuncios de la empresa francesa de bicicletas Cycles Sirius, una ciclista casi desnuda atraviesa un cielo estrellado con los ojos cerrados y una cara sonriente y extasiada. La imagen dice que la bicicleta es un conducto de placer de otro mundo. Un paseo en bicicleta puede llevarte a las estrellas; un paseo en bicicleta puede hacer que Afrodita tenga un orgasmo.
Un cartel diseñado en 1900 para otra empresa francesa, Cycles Brilliant, muestra dos figuras femeninas apenas vestidas a la deriva en la Vía Láctea. Una de ellas, con alas de hada en la espalda y una rama de olivo en la mano izquierda, se acerca a la rueda delantera de una bicicleta que flota en el aire como un sol en órbita. La bicicleta está iluminada y radiante, reflejando el brillo de un diamante que flota cerca. En esta visión surrealista, la propia bicicleta es una deidad, un cuerpo celestial que irradia luz sobre la Tierra.
Estos carteles datan del boom del ciclismo de principios de siglo, el breve periodo anterior al auge del automóvil en el que el dominio de la bicicleta era incomparable, y en el que los fabricantes de bicicletas, que se enfrentaban a un mercado saturado, trataban de distinguir sus productos con llamativos anuncios art nouveau. Pero la bicicleta celestial no era solo una difícil venta ambulante. La primera protobicicleta, un curioso artilugio de dos ruedas que no tenía ni pedales ni manivela ni cadena, fue comparada por sus admiradores a finales de la década de 1810 y principios de 1820 con Pegaso, el semental alado de la mitología griega.
Casi cinco décadas más tarde, un cronista de la moda de los velocípedos en París se maravillaba de que los vehículos «habían llegado a tal perfección, tanto por su velocidad como por su ligereza» que parecían «volar por el aire». Una caricatura de la misma época hacía explícita la relación. En ella se muestra a un hombre con sombrero de copa y frac montado sobre un velocípedo suspendido a ambos lados por globos de aire caliente, con aspas de rotor como ruedas y un catalejo de latón montado en el manillar. La bici es vista elevándose por sobre París, saliendo de la ciudad. La leyenda dice: voyage a la lune.
Una bicicleta voladora. Una bicicleta que hace slalom entre las estrellas. Una bicicleta que puede pedalear hasta la luna. La cultura popular nunca ha abandonado estas ideas. A mediados del siglo XX, los fabricantes comercializaban bicicletas con contornos elegantes que recordaban a los grandes aviones jet y con nombres que evocaban los viajes aéreos y espaciales: la Skylark, la Skyliner, la Star liner, la Spaceliner, la Spacelander, la Jet Fire, la Rocket, la Airflyte, la Astro Flite.
Las bicicletas voladoras aparecen en la literatura infantil y en las novelas pulp y de ciencia ficción. En Bikey the Skicycle and Other Tales of Jimmieboy (1902), del autor estadounidense John Kendrick Bangs, un niño tiene una bicicleta mágica capaz de hablar y volar. El niño y la bicicleta van rodando por encima de las iglesias, cruzando el Atlántico, sobre los Alpes y hasta el espacio, donde recorren el anillo exterior de Saturno, «una hermosa carretera dorada» atestada de «ciclistas de todas las partes del universo». Una novela de Robert Heinlein de 1952, The Rolling Stones, cuenta la historia de unos hermanos adolescentes, residentes en una colonia en la luna, que llevan sus bicicletas a Marte para ir a buscar mineral radiactivo. («La bicicleta de un minero habría resultado extraña en las calles de Estocolmo, pero en Marte o en la luna se ajustaba a su propósito como una canoa se ajusta a un arroyo canadiense».) En la actualidad, los relatos de viajes espaciales en bicicleta dan voz a cuestiones políticas y de identidad propias del siglo XXI. Trans-Galactic Bike Ride, publicado en 2020, es una antología de «relatos de ciencia ficción feminista de aventureros transgénero y no binarios en bicicleta».
Y, por supuesto, está la famosa escena de E.T. el extraterrestre en la que una bicicleta sale de un bosque de pinos al borde de un terreno suburbano y sube al cielo. Es una de las escenas más inolvidables del cine: una bicicleta de BMX, pilotada por un terrícola de diez años, con un extraterrestre en la cesta del manillar, silueteada contra la absurdamente grande y brillante luna llena de Steven Spielberg.
Son fantasías potentes. Evocan un deseo humano primario de desprenderse de las ataduras de la gravedad, de alejarse a toda velocidad de la propia Tierra. Pero ¿son solo fantasías? En 1883, el médico y escritor británico Benjamin Ward Richardson predijo que el «nuevo e independiente don de la progresión» con el que las bicicletas habían dotado a los seres humanos pronto se extendería dramáticamente: «El arte del vuelo será el resultado práctico del gran experimento que se está llevando a cabo».
Durante los últimos años del siglo hubo innumerables esfuerzos para fusionar la bicicleta y el dirigible. Los periódicos y las revistas científicas anunciaron los inventos de «la bicicleta aérea», «el Luftvelociped», «el Pegasipede». Había diseños de bicicletas con rotores giratorios, con aspas de ventilador, con velas en forma de cometa; había propuestas de dirigibles impulsados por escuadrones de ciclistas. Estas máquinas nunca llegaron al cielo, pero el 17 de diciembre de 1903, veinte años después de que Richardson publicara su pronóstico, el Wright Flyer levantó el vuelo sobre Kill Devil Hills en Kitty Hawk, Carolina del Norte.
Orville y Wilbur Wright eran mecánicos y fabricantes de bicicletas cuyos avances cruciales en la comprensión del fenómeno de la sustentación y la resistencia se produjeron cuando fijaron un extraño aparato al manillar de una bicicleta —una rueda de bicicleta, montada de forma que giraba horizontalmente, engalanada con placas de arrastre y «alas» modelo— y salieron a pedalear por las calles de Dayton, Ohio. Los hermanos aplicaron las lecciones sobre equilibrio, estabilidad y flexibilidad que habían aprendido de las bicicletas para crear su Wright Flyer y construyeron el avión utilizando herramientas y componentes directamente de su tienda de bicicletas. La era de la aviación fue, como predijo Richardson, una extensión, un resultado, del auge del ciclismo.
Hoy en día existen máquinas que se parecen a los híbridos bicicletaavión imaginados en el siglo XIX: helicópteros y ornitópteros a pedales y otras aeronaves ligeras, diseñadas por ingenieros en los laboratorios aeroespaciales de las principales universidades. Otras visiones siguen sin cumplirse. En el período previo a la misión Apolo XV de 1971, la NASA consideró brevemente la idea de equipar a los astronautas con bicicletas eléctricas. Una fotografía de la NASA documenta una prueba: un piloto con un traje espacial completo aparece montado sobre un prototipo de «minibicicleta lunar», navegando por el entorno de entrenamiento de baja gravedad que los astronautas apodaron «el cometa del vómito». La minibicicleta fue finalmente archivada en favor del vehículo lunar itinerante de cuatro ruedas, o «buggy lunar». En el espacio, como en la Tierra, la cultura del automóvil se impuso a la bicicleta.
Pero el sueño de una bicicleta en la luna no murió. El defensor líder fue David Gordon Wilson, profesor del MIT y autor de Bicycle Science, la «biblia» de la ingeniería y la física de las bicicletas. Años después de que la NASA abandonara el proyecto, Wilson siguió promoviendo el uso de vehículos a pedales por parte de los astronautas. Las bicicletas que Wilson propuso tenían capacidad para dos ciclistas y eran semirreclinadas; el diseño preveía ruedas de malla metálica diseñadas para atravesar la polvorienta superficie lunar y bucles paralelos de cable de acero de alta resistencia en lugar de la tradicional transmisión por cadena. Wilson afirmaba que estas bicicletas proporcionarían el ejercicio necesario a la vez que servirían de transporte para los astronautas en las expediciones de investigación. El ciclista lunar experimentaría nuevas condiciones climáticas, disfrutando de «la libertad que confiere el no tener que luchar contra la resistencia del viento». Wilson apoyó sus propuestas con cálculos precisos: «La velocidad de crucero de un astronauta, completamente equipado, pedaleando un vehículo para dos personas solo a través del suelo lunar no compactado sería de ocho metros por segundo, o treinta kilómetros por hora».
La concepción de Wilson sobre los viajes en el espacio exterior no se limitaba a las bicicletas en la luna. En un artículo de 1979 describió la vida en «una colonia espacial establecida en un satélite artificial». Imaginó «aviones con pilotos que pedalean en posición supina» sobrevolando el horizonte de la colonia. Estas aeronaves estarían disponibles de forma gratuita para todos los residentes de la colonia en un sistema que Wilson comparó con el Plan Blanco de Bicicletas, el programa de bicicletas compartidas formulado por los anarquistas en el Ámsterdam de mediados de los años sesenta. Pero él imaginó una cultura de la bicicleta diferente a la de cualquier otro lugar de la Tierra. «La imagen que he tratado de retratar del transporte de tracción humana en la futura exploración lunar y en las colonias espaciales dista mucho de los sistemas lentos, agotadores y de segunda clase a los que el transporte en bicicleta parece haber sido relegado aquí en la Tierra», escribió Wilson. «Los aviones serían capaces de hacer acrobacias. Un deporte popular sería la recreación de batallas famosas de la Primera Guerra Mundial. Los paracaídas serían probablemente innecesarios. Una colisión aérea provocaría que tanto los aviones como los pilotos flotaran suavemente hacia el suelo».
Nueve décadas antes de que David Wilson escribiera esas frases, tuvo lugar en Irlanda un acontecimiento trascendental en la historia del transporte. John Boyd Dunlop era un veterinario de Belfast, de cuarenta y siete años y de origen escocés. Dunlop nunca había montado en bicicleta, pero su hijo de nueve años, Johnnie, se pasaba horas corriendo en su triciclo con sus amigos en la pista pavimentada de un parque local. Johnnie se quejaba a menudo a su padre del trayecto entre el parque y la casa de los Dunlop. El viaje iba bien siempre que Johnnie se ceñía a los caminos de macadán llanos, pero cuando la ruta se desviaba hacia el terreno más accidentado que predominaba en gran parte de la ciudad —calles pavimentadas con adoquines de granito e hilvanadas por las vías del tranvía—, el pedaleo se volvía laborioso y el viaje incómodo. Dunlop estaba familiarizado con el problema. Al cruzar Belfast en sus rondas veterinarias, Dunlop había notado a menudo las desagradables vibraciones que sacudían los carros de caballos y los trineos en los que viajaba. Esos vehículos, al igual que el triciclo de Johnnie, tenían neumáticos macizos que vibraban y se arrastraban en todas las carreteras, excepto en las más lisas.
Dunlop era un pensador y un manitas. Su aspecto acompañaba. Tenía unos ojos agudos y escépticos y una larga barba de profesor, tan espesa y geométrica como un seto topiario. Le gustaba aplicar su inteligencia a los problemas prácticos e idear soluciones, usar la cabeza y las manos para traer cosas nuevas al mundo. Diseñó y construyó una serie de instrumentos para su consulta veterinaria. Vendía medicamentos para perros y caballos que él mismo había desarrollado y patentado. Tenía «un interés permanente por los problemas del transporte por carretera, ferroviario y marítimo» y le intrigaban en particular los mecanismos de las ruedas, una fascinación, según él, que comenzó en la infancia, cuando observaba la forma en que los rodillos agrícolas de madera se movían sobre los surcos en la granja de su familia en Ayrshire, en el suroeste de Escocia. Entonces, en el otoño de 1887, centró su atención en la cuestión de los paseos en bicicleta de su hijo. ¿Podría Dunlop idear mejoras en el triciclo de Johnnie que hicieran más tolerables los desplazamientos del niño y, tal vez, le dieran ventaja en esas carreras en el parque con los amigos?
Dunlop centró su atención en los neumáticos de goma maciza del triciclo. Un neumático mejor diseñado sería lo suficientemente duradero como para soportar los castigos de la carretera, pero lo suficientemente flexible como para ofrecer una conducción menos agitada al pasar por terrenos irregulares. Dunlop sospechaba que una conducción más suave significaría también una mayor velocidad. En términos físicos, se enfrentaba a cuestiones de resistencia a la rodadura y absorción de impactos. «Se me ocurrió», escribió años después, «que el problema de obtener velocidad o facilidad de propulsión… podría resolverse con una peculiar disposición mecánica de tela, caucho y madera».
El caucho, en particular, era la clave. La idea de Dunlop era coger un tubo de goma, llenarlo de alguna sustancia y fijarlo a la rueda de la bicicleta, interponiendo un cojín entre la rueda y las superficies sobre las que rodaba. Primero intentó utilizar un tubo de manguera lleno de agua. Cuando los resultados fueron pobres, empezó a experimentar con otra sustancia: aire comprimido. Dunlop bombeó aire en un tubo de lámina de caucho, como se haría para inflar un balón de fútbol; cubrió ese tubo lleno de aire con una capa exterior de lino y lo fijó a la circunferencia de un gran disco de madera. Una serie de pruebas en el patio del establecimiento veterinario de Dunlop demostraron que este aparato rodaba más lejos, y con mayor facilidad, que una rueda de bicicleta convencional. Dunlop construyó entonces los prototipos adecuados: un par de llantas de madera para bicicleta, de siete centímetros de ancho y treinta y seis de diámetro, a las que fijó los tubos de goma inflados, enfundados en lona y con una capa exterior adicional de lámina de caucho.
Dunlop fijó estos neumáticos a la parte trasera del triciclo de su hijo la noche del 28 de febrero de 1888. Inmediatamente, Johnnie salió a dar una vuelta, «ansioso por probar la velocidad de su nueva máquina». Eran poco antes de las diez de la noche, una hora en la que las calles de Belfast solían estar libres de tráfico. «La luna estaba llena y el cielo despejado», escribió Dunlop. «Como se produjo un eclipse de luna, [Johnnie] volvió a casa. Después de que la sombra de la luna hubiera pasado, salió de nuevo y dio una larga carrera. A la mañana siguiente, se examinaron cuidadosamente los neumáticos y no se encontró ningún rasguño en la goma».
No podemos saber lo que pasó por la mente del niño mientras pedaleaba con su triciclo, por primera vez rápido y suave, sobre los adoquines iluminados por la luz de la luna. Aunque su padre contó muchas veces sus recuerdos del evento y escribió sobre él en un libro, los pensamientos de Johnnie nunca fueron documentados. Pero la importancia de aquel viaje en triciclo de febrero de 1888 es un hecho registrado: fue el primer viaje en bicicleta del mundo con ruedas neumáticas. Cinco meses más tarde, John Boyd Dunlop obtuvo la patente de «Una mejora en los neumáticos de las ruedas para bicicletas, triciclos y otros vehículos de carretera», un avance que hizo que millones de personas se lanzaran a la carrera en la última década del siglo XIX sobre dos ruedas.
Hoy en día, el nombre de Dunlop es conocido en todo el mundo, gracias a la empresa de neumáticos del mismo nombre. Durante su vida, una nota a pie de página complicó la reivindicación de Dunlop en la historia. En 1890, su patente fue anulada tras el descubrimiento de un invento anterior que Dunlop desconocía. Casi medio siglo antes, otro escocés, Robert William Thomson, había dado el mismo salto imaginativo al recibir la patente de un nuevo tipo de rueda de carro que contenía un manguito lleno de aire, un dispositivo que «interceptaba las vibraciones de la carretera» antes de que llegaran a la llanta de la rueda. El nombre que Thompson dio a su creación tenía un toque poético: «Ruedas aéreas».
La conexión que establecemos entre el ciclismo y el vuelo es metafórica. Incluso se podría decir que es espiritual: una expresión de los poderosos sentimientos de libertad y regocijo que experimentamos cuando montamos en bicicleta. Pero también es una respuesta a un hecho físico. Si los ciclistas se imaginan que vuelan, es porque, en cierto sentido, lo hacen.
Cuando montas en bicicleta, estás en el aire. Las ruedas que giran debajo de ti deslizan una banda continua de aire comprimido entre la bicicleta y la carretera, manteniéndote en el aire. Esa sensación de flotar, de estar en el aire, se ve acentuada por la forma en que la bicicleta soporta tu cuerpo: tus piernas hacen el trabajo de propulsión del vehículo, pero el trabajo de soportar el peso de tu cuerpo se delega a la propia bicicleta. Hoy en día se puede acoplar un sillín hinchable al poste del asiento y sentarse en una almohada de aire, incluso cuando las ruedas de tu bicicleta giran en el aire. Tal vez estés recorriendo una carretera vacía en una noche tranquila; tal vez, como Johnnie Dunlop, como Elliot y E.T., estés montando en una noche iluminada por la luna llena. Tu bicicleta no te lleva de viaje a la luna, pero tampoco es del todo terrestre. Estás en otro mundo, una zona intermedia, deslizándote en algún lugar entre tierra firme y el enorme cielo sin horizonte.
Con autorización de Ediciones Urano.