"Hoy los jóvenes se citan y se expresan a través de las redes sociales y eso a los gobiernos se les sale de las manos, porque ya no pueden controlar los medios de comunicación”, dice el politólogo internacionalista Mauricio Jaramillo para explicar el brote de ‘revolución’, que se registra en varios países de América Latina, siendo los más recientes Colombia y Cuba.
El docente de la Universidad del Rosario habló con El País sobre las motivaciones de las protestas y por qué no han tenido lugar en Brasil, Venezuela, Perú o Nicaragua.
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Profesor, se percibe un ánimo de ‘revolución’ en el continente, al punto que los presidentes de Ecuador y Guatemala han anunciado que no permitirán protestas en sus países. ¿Cómo lo analiza usted?
Con la aparición de las nuevas tecnologías de las comunicaciones y de la información, los jóvenes hoy experimentan otras formas de participación. Ha pasado en Europa, en EE. UU., si miramos lo de George Floyd. En países incluso cerrados, como Irán, en el 2009 hubo manifestaciones inéditas en contra de la reelección del Presidente y en América Latina, en 2018 y 2019, hemos visto países donde hay un desapego por la política, una decepción, un rechazo, y hay tres factores que lo explican: el conocimiento del peor escándalo de corrupción en la historia, el de Odebrecht, que cubrió Perú, Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, etc. Segundo, el desmoronamiento de los partidos: los jóvenes no se sienten representados y quieren participar directamente, y eso los lleva a la calle. Tercero, hoy los jóvenes se citan y se expresan a través de las redes sociales y eso a los gobiernos se les sale de las manos, ya no pueden controlar los medios de comunicación y estas convocatorias casi sobrepasan sus capacidades.
¿El caso más avanzado sería Chile, que terminó en Constituyente?
Hasta hoy es un caso con final feliz, porque hay manifestaciones y un saldo lamentable de muertos, pero la violencia se detuvo, el Presidente pidió perdón, reconoció los excesos y todas las reivindicaciones derivan en una Constituyente. Chile tiene una ventaja, como la tradición de Pinochet era incompleta, ese proceso puede derivar en una Constitución. Es un paso ideal, pero no necesariamente es replicable a otros casos.
¿Qué papel juega la polarización en todas estas revueltas?
La polarización, para muchos, es el principal factor, y se da, insisto, porque hoy tenemos acceso a más información. La gente se compromete más en los debates: eutanasia, aborto, Lgtbi, izquierda, derecha, política económica, impuestos, coronavirus. Antes esos eran temas que discutía un círculo muy cerrado, hoy se han democratizado por las redes y tenemos gente a la que no le da pena ni miedo reivindicarse de izquierda, derecha, católica, ateo, etc. Algunas veces la polarización es buena, porque sugiere un orden ideológico de la sociedad y la gente expresa preferencias electorales, pero en otros casos, cuando deriva en intransigencia, como estamos viendo en Colombia, sí es muy riesgosa.
¿Cómo se explica que en Perú, donde apenas se reconoce el triunfo del presidente Pedro Castillo, la gente no haya salido a las calles?
La gente sale a las calles a protestar contra el Establecimiento y en Perú no ha habido ningún Establecimiento que se haya quedado en pie. Hace cuatro años eligieron a Pedro Pablo Kuchinsky, que se salvó del primer juicio político por el fujimorismo, y luego lo tumbaron. Llegó Martín Vizcarra y lo tumbaron. Entonces ha habido una inestabilidad que hace que las manifestaciones no sean tan efectivas, porque el mismo sistema se va resetiando todo el tiempo, y ahora está el vacío de la victoria de Pedro Castillo, que una parte todavía no reconoce, entonces no hay contra quién protestar.
Y en Brasil, pese a la polémica en torno al presidente Jair Bolsonaro, tampoco ha habido estallido...
Pero la posibilidad de un juicio político en contra de Bolsonaro se ha contemplado cada vez más. De hecho, salió un sondeo en el que la mayoría de brasileños se manifestaba a favor de que fuera destituido por la crítica situación que vive el país. No sé si tenga que ver la Copa América que no ha habido grandes protestas, pero que la gente no esté en la calle no quiere decir que no haya un rechazo representativo.
Siguiendo el recorrido por el continente, Maduro sigue en el poder...
Lo que pasa es que Venezuela es un paréntesis muy grande porque contra todo pronóstico, sobre todo con el intento de imponer a (Juan) Guaidó desde afuera, Maduro ha demostrado una capacidad de resistencia muy fuerte y una lealtad de las Fuerzas Militares que nadie tenía en sus planes. Si fuera hace tres años estaríamos hablando de si lo van a tumbar, hoy la pregunta es cuándo empieza la negociación en forma entre el Gobierno y la oposición. El continente ya se acostumbró a que Maduro va a estar ahí, a que hay que negociar con él y la oposición también, entonces Venezuela está en otra lógica. No descarto que haya una explosión social o un levantamiento, el problema es que han habido tantos en el último tiempo, que la gente perdió la esperanza.
Volviendo a las marchas y la polarización, son buenas si yo soy de izquierda y los que protestan son de izquierda, y viceversa...
América Latina está en una especie de guerra fría, entonces, cuando pasan manifestaciones en contra del Gobierno colombiano, todo el progresismo demuestra su solidaridad, y cuando ocurren las de Cuba, se habla de injerencia extranjera y viceversa. La derecha, cuando pasan las de Colombia, habla de desestabilización por parte de Maduro, y cuando ocurren las de Cuba, de amantes de la libertad y la legitimidad. Eso es producto de que tenemos una cultura política que hace que nos interesemos por lo que pasa más allá de nuestras fronteras. ¿Cómo solucionarlo? Deben haber unos mínimos y es que la región entienda que la protesta es legítima, pero tiene límites y ojalá no se instrumentalice: que la izquierda o la derecha la conviertan en un discurso electoral.
Se ha revaluado también el papel de ‘árbitros’ como la OEA o la CIDH...
Creo que la Comisión y la Corte Interamericana tienen mucho prestigio, pero sí hay una reticencia cada vez más marcada de los Estados, porque la gente del común conoce cada vez más sus derechos, es más exigente. Por ejemplo, en Colombia no habíamos visto una confrontación tan directa con la Oficina de la Alta Comisionada de los Derechos Humanos como en febrero de 2019, cuando (Iván) Duque la acusó de injerencismo, y ahora con la Comisión hay un enfrentamiento directo, pero la otra cara de eso es que la gente aprecia cada vez más los sistemas regionales de defensa de los Derechos Humanos o los sistemas internacionales como la ONU.
¿Y qué sabe de los nicaragüenses, hay posibilidad de revueltas allá?
Nicaragua es un caso crítico, porque las estadísticas son terribles: un país que tiene 6 millones de habitantes y murieron 500 personas en protestas del 2018. Cinco candidatos a la Presidencia arrestados, catorce políticos opositores con igual suerte. Lo que veo es que Nicaragua vive una deriva democrática que pone en evidencia los límites enormes de los sistemas de defensa de los Derechos Humanos regionales, ni Corte ni Comisión pueden hacer mucho, y las sanciones solo radicalizan aún más a los gobiernos oficialistas. Cuando pienso en Rusia, Irán, Cuba, Venezuela, en la Irak de Sadam Hussein, quienes pagaron las sanciones fueron las personas más inocentes, porque los regímenes tienen formas de evadirlas, y muestra que en América Latina la democracia no es un activo que haya sobrepasado todas las amenazas y que en cualquier momento puede haber una deriva autoritaria y se puede perder la libertad. Lo vemos con Nicaragua, que en los últimos diez años ha venido cerrando espacios de pluralismo que ha derivado en un recorte de libertades muy grande.