Aún no es mediodía de este viernes feriado en España, y una multitud cruza apresurada los puentes que unen la ciudad de Valencia con la periferia sur. Cargan palas, escobas o agua; todo vale para ayudar a los vecinos que quedaron atrapados en el infierno de barro que trajo la riada.
“Hemos cogido lo que teníamos en casa, y a ayudar”, cuenta Federico Martínez portando una pala al hombro. Llegado de una localidad del otro lado de Valencia, camina junto a unos amigos hacia la zona afectada. Tras conocer la magnitud de esta tragedia sin precedentes, que ya suma más de 200 fallecidos, miles de personas se lanzaron caminando este viernes festivo hacia las zonas arrasadas, todavía cortadas al tráfico.
“Esto emociona, pone los pelos de punta”, explica este ingeniero de 55 años con la voz entrecortada. A medida que se avanza por las huertas ahora devastadas que unen la capital valenciana, donde no llegó la riada, se multiplica el barro y las huellas del desastre que ha dejado a miles y miles de personas sin agua y sin luz desde la fatídica tarde del martes.
“Toda la ayuda es poca. Menos mal que España es solidaria”, opina Alicia Izquierdo. Junto a su hermana Marta caminan empujando dos carros de compra repletos de alimentos hacia la casa de su hermano, que vive en Paiporta, una localidad de más de 25.000 habitantes convertida en el epicentro de la destrucción.
Pese a que viven en un pueblo cercano que no se vio afectado, tampoco les fue fácil conseguir comida en su supermercado, ya que el agua ha dañado las comunicaciones alrededor de la tercera mayor ciudad de España. “No están entrando los camiones a Valencia”, denuncian angustiadas.
Tampoco se lo pensó Tamara Gil para lanzarse a caminar los tres kilómetros de huerta y polígonos industriales que separan Valencia de Paiporta.
Anda a paso ligero empujando un carro metálico con agua y todo lo que creyó que podía ser útil. Quiere llegar cuanto antes al colegio donde es profesora y del que se fue el martes por la tarde, poco antes de que la riada arrasara Paiporta.
Tras aquella noche que pasó al teléfono esperando noticias, aún desconoce si todos sus alumnos están bien. “No sé nada de ellos ni de sus familias y no sé cómo ha podido repercutirles”, explica preocupada.
El colorido flujo de voluntarios se dispersa en la entrada del pueblo, donde la furiosa ola marrón dejó amontonados los coches en una plaza cercana al cuartel de la Guardia Civil.