Durante mi etapa universitaria, estudié la obra de Paul Romer, reconocido economista, galardonado en 2018 con el Premio Nobel por su teoría del crecimiento endógeno. Sin embargo, no fue sino hasta su conferencia TED de 2009 sobre Charter Cities cuando comprendí el verdadero alcance de sus ideas. Su propuesta sugería una vía concreta para acelerar el desarrollo en países con instituciones frágiles. Desde entonces, he explorado cómo estos principios podrían aplicarse en Colombia, tanto en mi ejercicio profesional como en mi labor académica.
El crecimiento no depende solo de inversiones o recursos, sino de reglas estables y un marco institucional que genere confianza. Aquí la debilidad del Estado persiste: su presencia efectiva cubre menos de un tercio del territorio, mientras el resto opera bajo regímenes informales o sin orden alguno. Geografía, violencia y fragilidad institucional han marginado amplias regiones. Las estrategias aplicadas -descentralización, infraestructura y presencia militar- han sido insuficientes. Insistir en las mismas fórmulas solo prolongará la frustración.
Por ello, explorar la creación de espacios de desarrollo autónomo con reglas claras y adaptadas a las realidades de los territorios podría representar una alternativa viable. La experiencia global demuestra que, cuando se establecen normas estables y entornos institucionales eficientes, la inversión y el crecimiento siguen de manera natural. Sin embargo, para que esta idea prospere, se requieren gobiernos territoriales comprometidos, dispuestos a priorizar el progreso social, sobre la burocracia y el clientelismo.
Casos de éxito no faltan. Desde los años 80, China convirtió regiones marginadas, como Shenzhen, en motores de desarrollo con sus Zonas Económicas Especiales (ZEE). Más recientemente, la República Dominicana y Honduras han adoptado modelos similares para atraer inversión y modernizar sus economías. Estas iniciativas generan debates, pero en territorios sin bienestar ni seguridad, la cuestión no es perder soberanía, sino ejercerla de manera efectiva.
En Colombia, la posibilidad de implementar un modelo similar se planteó desde la década pasada, con la visita del propio Romer y misiones del DNP. En días pasados, el presidente Gustavo Petro mencionó la creación de una ZEE en el Catatumbo con Venezuela. Sin embargo, más que discursos, su materialización exige planificación, seguridad y aliados estratégicos, no este régimen autoritario y corroído por la corrupción que compromete cualquier proyecto sostenible.
Nuestro país dispone de herramientas para impulsar soluciones audaces. La autonomía de las entidades territoriales, los esquemas asociativos basados en proyectos de alto impacto y el marco normativo para asociaciones público-privadas ofrecen un punto de partida para crear espacios donde la inversión y la innovación no queden atrapadas en la inercia política tradicional. No se trata de ceder ante actores externos ni de diluir la identidad nacional, sino de construir un modelo que integre eficazmente a las regiones en la economía global bajo reglas, seguras, modernas y funcionales.
En lo inmediato, no se trata de caer en el infructuoso debate sobre qué es el desarrollo o qué modelo adoptar. En nuestra diversidad, cada región deberá encontrar el más adecuado para sus habitantes, aprovechando el aprendizaje de quienes han sabido hacerlo bien en otras latitudes. Lo fundamental es decidir a quién conviene invitar para transformar esta realidad, si persistiremos en el camino que ha demostrado ser insuficiente o si, finalmente, nos atreveremos tomar otro rumbo.