Con la llegada de diciembre, palabras como guayabo, juma, desenguayabe, rasca, vuelven a tener escenario.

En Bogotá se aprobó la conveniencia de acompañar hasta la casa a clientes de gastrobares que exhiban “avanzado estado de embriaguez”. La medida se aplica desde hace años en lugares de Europa, como el puerto de Hamburgo, donde el borrachito es depositado, literalmente, en la puerta de su hogar.

En Cali, por el contrario, se discute si es oportuno abrir las discotecas sin límite horario -al parecer ya algunas tienen patente de corso para funcionar sin interrupciones- en un momento en que, hace muchos años, dejó de existir Juanchito, el lugar en la orilla del Cauca donde culminaba la parranda.

En algún momento nos convertimos en uno de los países más sobrios del mundo, conducir era maravilla, pues no era posible colisionar con un borrachito en contravía.

Las multas las decretaron millonarias con supresión temporal o definitiva de la licencia. Por culpa de conductores ebrios, Colombia perdió 15 mil nacionales en los últimos 30 años. Una masacre solo comparable a un ataque con gas sarín a un pueblo como Lenguazaque, en Cundinamarca.

Muchos colombianos que perdieron la vida en buses decembrinos llevados al abismo por conductores alicorados, o arrasados, en plena inocencia, en cualquier calle del país, perdieron también la oportunidad de ser padres de familia, jugadores de fútbol, presidentes de la República o senadores.

Cuántos de estos infortunados compatriotas hallados lívidos en la orilla de ríos, después de rebotar como semillas de maraca dentro de buses sin frenos, hubieran podido ser, por ejemplo, alcaldes de Bogotá, concejales de Cali, gerentes de algún instituto descentralizado. Era menester parar la sangría que produce esta combinación de alcohol y gasolina. La medida pudo parecer impopular, pero era necesaria en un país de gente que “maneja mejor” cuando está bajo los efectos del ajenjo, o recibe sorpresivos fluidos del más allá, de un Ayrton Senna, o del más acá, de un Fittipaldi.

Tendremos problemas, claro. A usar Listerine sin alcohol para evitar una multa de 1 millón 700 mil; si usted es sacerdote y levanta la copa dos veces al día puede estar en problemas. Dura es la ley, pero es la ley.

La medida, además, terminó afectando al propio pueblo. Siempre en diciembre es menester contratar un borrachólogo para cada bus urbano, el mismo que debe encargarse de aliviar tensiones y evitar daño en bien público por parte de los miles de beodos prefieren dejar la moto guardada en la sala de la casa, para aplicárselos a fondo y viajar en Mío.

Se intuye que los taxistas recibirán beneficios, pues será mejor dejar el carro en el garaje y desplazarse en alfombra amarilla por la ciudad. Unos chelines extras caerán en la hucha del taxista, pero es necesario que la alcaldía disponga cursos urgentes para conductores, que les enseñen a lidiar jumas de primer, segundo y tercer grado.

Es necesario que los taxistas distingan bien entre alguien que está ‘prendo’, un ‘mediacaña’, un ‘chavorro’, un ‘sabrosón’, un borracho clásico, un ‘enlagunao’ o alguien sumido en una perra inmarcesible.

No hay nada peor que un borracho que rehúsa pagar una carrera, o que decide ir hasta Palmira, dar vueltas por Jamundí, cuando su vecindario está en Bretaña.

Con los cursos de inglés, francés, y talleres de apreciación musical, se hará gran tarea enseñándoles a pastorear ciudadanos en avanzado estado de embriaguez. Una de las primeras lecciones es enseñarles a encontrar las llaves, y otra, ayudarlos a ingresar en el recinto familiar sin dejar caer el ‘tomemija’, la chuleta o la sobrebarriga a la criolla, cuya eventual caída puede causar ruptura matrimonial ante la cólera de la amada insomne.

La borrachología, quién lo creyera, dejó de ser ciencia abstrusa, para ser hoy en Colombia más popular que el sicoanálisis en Argentina.