Por monseñor Rubén Darío Jaramillo Montoya, obispo de Buenaventura

Existe una lucha constante entre el bien y el mal. Pero parece que el mal como que domina en muchos lugares de la tierra. Las noticias registran los conflictos que se ven en muchas partes del mundo y en Colombia. Guerras entre Rusia y Ucrania, conflictos en África especialmente en Sudán, el conflicto de Israel y los países vecinos, son una muestra de esta realidad.

También en América Latina se viven situaciones de deterioro de la dignidad de las personas en ciertos países que restringen las libertades. Es el caso de Cuba, Nicaragua y Venezuela por nombrar algunos. En Colombia tenemos un conflicto armado que cada día suma más víctimas y que no parece que se tenga un fin pronto. Regiones como el Cauca, Chocó, Arauca y Antioquia presentan acciones violentas contra la sociedad civil que se encuentra indefensa ante las situaciones en las que viven diariamente.

Unas de las mayores preocupaciones de las comunidades son la falta de institucionalidad y la débil administración de Justicia, especialmente para los más pobres y desprotegidos. Porque ellos son los que más pierden en estas situaciones. El pobre no tiene acceso a la Justicia, y si logra entrar en este proceso, está en desventaja frente a los poderosos y a los que ostentan el poder.

En Buenaventura, cerca del 80 % de su población se encuentra inscrita en la Unidad de Víctimas de la violencia. Es una cifra cercana a los 280.000 colombianos que han sido afectados por la violencia básicamente guerrillera y paramilitar. Y en los últimos 15 años van 1200 desaparecidos a causa de la violencia.

No podemos dejar de lado delitos que afectan a la población como la extorsión y el robo. Pero también se da con secuestros, despojos de tierras, matanzas, desmembramientos, confinamientos, fronteras invisibles, narcotráfico y todo tipo de economías ilegales. Parece que los llamados del Sumo Pontífice no llegan a los oídos o al corazón de quienes tienen el poderío de las armas. Las sustancias ilícitas también son un gran generador de violencia. Son miles de millones de pesos los que mueve esta industria ilegal y es grande su injerencia en sectores de la población que antes estaban exentos.

Se ha vuelto común el tema de la corrupción en servidores públicos. Son muchos los recursos que se pierden en contratos y contratistas que no terminan las obras o desvían esos dineros que hubieran aliviado las necesidades básicas de poblaciones enteras.

El panorama, poco halagador, es el que vivimos diariamente y nos hace pensar en una sociedad que ha perdido sus valores fundamentales y que se ha dejado llevar de la lógica humana del poder, del tener y el placer. Valores como el amor al prójimo quedan relegados frente a un mundo utilitarista que busca el beneficio propio por encima del bien común. No se cree en la justicia y tampoco en los organismos que deberían impartirla. Hay muy poca denuncia de los delitos y esto retrasa los procesos penales en los juzgados.

Los grupos al margen de la ley manifiestan que ellos existen como un mecanismo de control frente a un Estado que no responde a las necesidades del pueblo. Con este panorama oscuro, la reflexión teológica debe iluminar esta realidad como lo hacían los profetas que se alzaban para anunciar al pueblo de Dios la voluntad divina acerca de la justicia y la paz. Una voz que debe ser valiente y que no desista a pesar de las dificultades que esta denuncia contiene.