Lo conocí en 2015. Se llama Diyón Alberto Balanta. Para ese momento completaba nueve años donando sangre o alguno de sus componentes en el banco del Hospital Universitario del Valle. Desde hacía siete, formaba parte del programa de donantes permanentes.

Diyón era noticia. En mayo de aquel año realizaría su donación de plaquetas número 100. Cada mes las donaba, así eso implicara sacrificios como permanecer lejos de su familia, que vive en Tumaco. Diyón prefería no viajar al Pacífico colombiano. Uno de los requisitos para donar sangre es no haber visitado la Costa Pacífica ni los Llanos Orientales en el último año por el riesgo de contraer enfermedades endémicas como el paludismo.

Su alimentación también estaba pensada para cuidar su sangre. En su dieta siempre incluía abundante ensalada para incrementar sus niveles de hierro. También consumía mucha proteína y frutas, poca grasa. Diyón pesaba en ese entonces 73 kilos. El peso mínimo para donar es de 52 kilogramos.

También hacía deporte – mucho fútbol, mucha bicicleta – , no fumaba, no tomaba licor, como si los mandamientos que rigieran su vida fueran exactamente los diez requisitos que se exigen para donar sangre. Tampoco se había hecho tatuajes.

Conversamos mientras estaba sentado en la máquina encargada de extraer su sangre, las plaquetas, e introducir de nuevo el líquido a su cuerpo. El procedimiento se llama ‘plaquetoféresis’ y tarda una hora y media. Las plaquetas son células necesarias para la coagulación sanguínea, así que las requieren pacientes con leucemia, sobre todo, o con sangrado activo como heridos de bala o madres en post parto.

El problema es que mientras los glóbulos rojos se pueden almacenar durante un mes, las plaquetas solo duran cinco días, así que la donación permanente se hace imprescindible para atender las emergencias en los hospitales.

Con una unidad, una bolsa de plaquetas, se podrían ayudar a tres pacientes. Diyón nunca se había puesto a hacer las cuentas de las personas que les había dado una mano através de sus plaquetas. En el Banco de Sangre del HUV hicieron un cálculo: si una persona donara sangre dos veces al año, desde los 18 hasta los 65, la edad máxima para hacerlo, podría salvarle la vida a 282 personas. Diyón había sobrepasado esa cifra de largo.

Mientras se alistaba para el proceso, rutinario en su caso, contaba su vida. Nació en Cali y se crio en el barrio El Vergel. Él no sabía muy bien por qué empezó a donar sangre. Lo que sí recordaba es que sus padres siempre le inculcaron que había que ayudar a los demás, no detenerse en el propio ombligo, y él llegó a la conclusión de que la mejor manera de ser solidario con la sociedad era donando sangre, después sus plaquetas.

Entonces me dijo: “No es necesario tener dinero para ayudar a los otros”. Diyón no lo tenía, pero era más solidario que cualquier millonario.

En su billetera en lugar de billetes cargaba un carnet que lo certificaba como donante de órganos. Su razonamiento era de lo más lógico: ¿si el cuerpo se va a podrir, para qué llevarlo a la tumba cuando una persona podría necesitar alguna de sus partes? Diyón se hizo donante de órganos desde hacía dos años, cuando un amigo suyo, Germán Olave, murió mientras esperaba un corazón.

“Donar mis plaquetas o los órganos llegado el momento es mi obra social. Es lo que le respondo a la gente que me pregunta por qué más bien no aprovecho la falta de sangre de la ciudad y vendo la mía. Jamás haré algo así”, me decía.

Cuando terminó el proceso, contó algo curioso. No se sentía débil o mareado después de donar sangre o plaquetas, como ocurre con la mayoría. En realidad se sentía “restablecido” por haberle aportado a la salud de alguien, tal vez por haberle permitido vivir un día más. Yo pensé: ¿Cómo sería el mundo si existieran millones de Diyón?