Volviendo a un tema crucial, el de los derechos de los menores de edad, no sobra recordar que, al tenor del artículo 44 de la Constitución, son derechos fundamentales de los niños: “La vida, la integridad física, la salud y la seguridad social, la alimentación equilibrada, su nombre y nacionalidad, tener una familia y no ser separados de ella, el cuidado y amor, la educación y la cultura, la recreación y la libre expresión de su opinión”. Añade ese precepto que los niños “serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación laboral o económica y trabajos riesgosos”.
La Corte Constitucional recuerda el esencial principio del interés superior del niño: “Deben revisarse (i) las condiciones jurídicas y (ii) las condiciones fácticas: Las primeras, constituyen unas pautas normativas dirigidas a materializar el principio pro infans: (i) garantía del desarrollo integral del menor, (ii) garantía de las condiciones para el pleno ejercicio de los derechos fundamentales del menor, (iii) protección ante los riesgos prohibidos, (iv) equilibrio con los derechos de los padres, (v) provisión de un ambiente familiar apto para el desarrollo del menor, y (vi) la necesidad de que existan razones poderosas que justifiquen la intervención del Estado en las relaciones paterno materno filiales. Las segundas, constituyen aquellos elementos materiales de las relaciones de cada menor con su entorno y deben valorarse con el objeto de dar prevalencia a sus derechos”. (Sentencia T-287/18)
Lo hemos subrayado antes, y debemos reiterarlo: aunque la Constitución garantiza de manera expresa esos derechos, y declara que tienen un carácter fundamental y prevalente sobre los de otras personas, lo que estamos viendo en Colombia es exactamente lo contrario: los menores no tienen garantizados sus derechos esenciales -comenzando por la vida, la salud, la educación, la integridad personal, física y moral-, y por encima de ellos pasa mucha gente, en total impunidad.
Ya no es ni siquiera una noticia que conmueva a la ciudadanía: niños y niñas son secuestrados, abandonados, reclutados por organizaciones delictivas, amenazados, víctimas de asedio y abuso sexual, asesinados -muchas veces por sus progenitores, en desarrollo de la denominada ‘violencia vicaria’ (una forma de violencia de género, en que el padre mata al niño para mortificar y causar dolor a la madre), o conducidos al delito.
Hace pocos días, en Medellín, un estadounidense fue encontrado en un hotel con dos niñas de doce y trece años, respectivamente. Lo dejaron libre y salió del país. Sin investigación, sin preguntas, sin hacer público su nombre, sino cuando ya había abandonado el territorio nacional. Todo indica que -según han expresado medios de comunicación, inclusive con declaraciones de antiguas víctimas- se trata de una verdadera mafia, que recluta a los menores para explotarlos y prostituirlos. Nada se ha investigado a fondo, y es muy poco lo que se sabe.
¿No hay denuncias? ¿Cómo pueden los gobiernos municipales o distritales -y la Policía- ignorar y permitir que esta situación subsista, sin medida, control, ni verificación, para una eficaz protección de los niños? ¿Qué hacen padres y familiares? ¿Qué hace el Icbf? ¿Qué dicen la Procuraduría, la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo?