Desde niño aprendí de mi madre, con su ejemplo de vida, que el valor de la palabra es lo más parecido a una escritura pública, porque lo que se promete siempre se tiene que cumplir.

En ese entonces me llamaba la atención que ella, vendedora de gallinas en la plaza de mercado La Alameda en Cali, cuando negociaba un lote de gallinas por varios cientos de pesos de aquella época, no firmaba ningún documento escrito, sino que se comprometía verbalmente con el vendedor a pagar en una fecha cercana la deuda y a renglón seguido me decía “mijito no vaya a olvidar que, si me llego a morir, usted tiene la responsabilidad de honrar mi palabra de pagar esa deuda”.

Muy coloquialmente yo le decía, “madre no sea tan trágica que yo todavía estoy muy niño y no la tengo sino a usted”. Por eso, cuando murió en febrero del 2002, estando yo como Ministro de Trabajo, lo primero que hice junto con mi esposa Montse, fue preguntar a mis familiares qué deudas tenía mi madre, para, en caso de que las tuviese, pagarlas y así honrar su memoria y el valor de su palabra.

Esas enseñanzas son las que me han llevado en mi historia de vida a no creer en aquellas personas que prometen mucho y no cumplen nada, que todo lo vuelven un embuste, y son ‘buenas vidas’ que siempre están procurando, así estén bastante creciditos, vivir a expensas del ‘papá’ Estado, de la caridad cristiana o de sus padres u otras personas.

La vida nos enseña que en cualquier actividad laboral, social o política no debemos creer en aquellas personas que prometen mucho, que faltan a la verdad y al valor ético de la misma. Recordando de nuevo a mi madre, el verdadero valor y honor de las personas solo lo conocemos cuando cumplen con la palabra.

Algunas personas suelen decir: “Angelino, déjate de tantos sermones éticos, que, para ganar, vivir bien y gozar la vida, todo vale y si toca venderle el alma al diablo, se la tenemos que vender”.

No estoy de acuerdo con esas afirmaciones. El lenguaje no es un mero recurso comunicativo, sino una potente herramienta que puede transformar vidas. Por ello es vital que nuestras palabras se basen en la sinceridad y la honestidad. La sinceridad, la honestidad y la empatía deben guiar nuestro discurso y nuestras interacciones. En un mundo donde la inmediatez tiende a primar sobre la reflexión, es esencial recordar el impacto que nuestras palabras pueden tener.

Quiero, con estas reflexiones personales y experiencias de vida, recordar la importancia que tiene para las personas el valor de la palabra. También para que no olvidemos recordar y exigir a nuestros gobernantes nacionales, departamentales y municipales que cumplan con lo que se comprometieron en las campañas electorales.

Igualmente, para que le recordemos a todos los candidatos y candidatas al Congreso de la República sean de derecha, centro o de izquierda, y a los candidatos y candidatas a la presidencia de la República en el 2026, que no prometan lo que no pueden cumplir y que contribuyan con su comportamiento personal a hacer realidad el norte ético, del valor de la palabra.