Se dice que los ángeles tañían una cítara con la que entregaban a Dios su toque de inmortalidad y la armonía.
La historia trae en los comienzos del Siglo XVI -1564-, en la vieja Italia, a un músico llamado Andrea Amati, quien experimentó con cuerdas y madera, hasta que se formó en sus manos el violín, la viola y el violoncelo. Después vendría el contrabajo. Y digamos que el ser humano pudo alcanzar la dimensión de la divinidad cuando fue creando la música -aquella música tan diferente al rap, al urbano y al reguetón- que elevaba el espíritu a cimas de sublimidad y lo rescataba de los grandes cataclismos, guerras e infortunios. Es posible que aquellos hombres no hubieran podido sobrevivir sin la música y algo más: el vino que inventó un dios loco llamado Dionisio.
Existe en Cali un grupo musical denominado Camerata Alferez Real, que dirige una artista rusa de nombre Tatiana Tchijova y la integran varios violinistas, violistas y violoncelistas y un contrabajista. Acabo de presenciar un concierto en la Biblioteca Jorge Garcés Borrero, a cargo hoy del doctor Fernando Tamayo. Y será programático en el futuro inmediato. Cada martes habrá concierto allí mismo, lo que constituye, por supuesto, una nota muy alta de Tamayo y la Gobernación del Valle.
El martes pasado se llenó el escenario circular -como los de los griegos- y con la mejor acústica sonaron melodías lejanas y nuevas.
Oímos los acordes de Astor Piazzolla, que sustrajo el tango del arrabal para darle un lenguaje nuevo en un arte que perdurará. El más bello para mí, Adiós Nonino, es la despedida sentimental y triste que le hace al abuelo. Y hubo tangos de Gardel y hasta el bello bolero Bésame mucho de Consuelo Velásquez, la inmortal mexicana. Fue conmovedor, lleno de una nostalgia bajo los acordes indefinibles de esa música que en su ceguera pudo haber creado Homero.
A Tatiana yo la conocía de varios años atrás, al igual que al maestro Ramón Daniel Espinoza. Me contó ella la forma como pudo escapar de la Rusia comunista y cómo pudo llegar a Colombia, país que solo había conocido en su imaginación, pero en el que descubrió el amor y se casó hace ya un tiempo largo. Habla perfecto nuestro idioma y sin acento. Y aquí se ubicó como una ninfa en la música, que enseñó y practicó como el gran aliciente de su vida. Sí, la música que la acompañó en Cali y luego en Sudamérica y aún en un país de tanta cultura como Argentina.
Hoy ella es una figura trascendente y conocida en todos los campos del arte. Y es sencilla como el agua y aprecia los amaneceres y las luces crepusculares, como si el mundo se creara en cada amanecer y en todas esas luces transparentes y crepusculares que remontan el cielo.
Ella es la música sublime con su Camerata y sus alumnos todos, acompasados en los sonidos casi imperceptibles de las notas que agonizan en cada sinfonía y vuelven a nacer, como el hombre que se transforma en otros hombres en esa sinfonía de campanas que sintió Apolo como el alma del universo.
Volveré al concierto y se volverá a llenar el círculo ascendente del escenario. Y volveremos a sentir el descanso y la iluminación de la música que redime al ser humano. Y aunque no se lleva vino, de todos modos sentimos su hechizo y vamos a buscarlo, con la fiebre de aquellos que pudieron sobrevivir en los islotes trágicos de los griegos de Caribdis y Escila.
Ah, bajo esas emociones, tampoco puedo olvidar que Pablo Neruda escribió su oda al vino, que ahora me llega en la emoción del concierto: “Vino color de día/ Vino color de noche,/ Vino con pies de púrpura o sangre de topacio, / ...vino...”.