Los principios básicos de la democracia, tal como aparecen en la filosofía política clásica, dan la impresión de ser un verdadero ‘cuento de hadas’ si pensamos en lo que efectivamente ocurre en la actual sociedad. De acuerdo con el credo democrático los ciudadanos, a través del ejercicio pleno y autónomo de ‘su entendimiento’ porque se suponen llegados a la ‘mayoría de edad’ (Kant), expresan sus opiniones ante un público de iguales para que al final resulte, de la confrontación y de la discusión argumentada, una decisión racional, base de la legitimidad de la autoridad política.
Esta idea presupone que la sociedad es un ‘gran espacio de discusión’, donde existe libertad de expresión y posibilidad de replicar las opiniones ajenas a través de canales institucionales disponibles para todos. Algunos ciudadanos pueden influir más que otros, pero en teoría ninguno ‘monopoliza’ la discusión y determina las posiciones que prevalecen, en un ‘mercado de ideas’ donde impera la ‘competencia perfecta’. La ‘opinión pública’ resultante no sería otra cosa que la ‘infalible voz de la razón’. Estas consideraciones hacen parte del ‘optimismo liberal’, que marcó un extenso trozo de la historia de la modernidad hasta la aparición de los totalitarismos, de izquierda y de derecha, y han servido para sustentar nuestras instituciones.
El problema es que en la práctica las cosas suceden de otro modo. La política hoy en día se basa más en las emociones que en la apelación a la razón y el pensamiento de los ciudadanos. La elaboración de discursos verbales, de ‘racionalizaciones’ o de argumentos, es solo un trabajo posterior y secundario. La ‘impresión emocional primaria’ se transforma en opinión (no al contrario), y se corrobora o se desdice en el juego puramente mediático de las redes sociales, que son las que dan la pauta.
La primera preocupación es construir imágenes eficaces, que promuevan la ‘identificación’ con una figura que genere sentimientos de toda índole, positivos y negativos, favorables a una causa. La política se personaliza en un liderazgo, que garantiza la confianza y ofrece seguridad. La disputa con el adversario ya no consiste, entonces, en refutar sus ideas, sino en atacar o destruir su imagen, a partir de cualquier tipo de recurso que movilice sentimientos adversos: las mentiras, el escándalo y, sobre todo el miedo y el terror, que son los sentimientos más expeditos para menoscabar la ‘postura moral’ del contendiente.
Estas reflexiones surgieron al escuchar el discurso de posesión de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos. ¿Cómo interpretar este discurso? Varios columnistas han discutido ampliamente la inviabilidad de muchas de sus propuestas y su inocuidad para resolver los grandes problemas, como lo hizo M. Cabrera en una excelente columna el pasado domingo. Otros, como el senador B. Sanders, han señalado la casi nula referencia a “los temas importantes que enfrentan las familias trabajadoras de ese país”, agobiadas por el desempleo, los altos costos de los servicios de salud, los bajos salarios (7,25 dólares la hora), la falta de oportunidades educativas. Y la indiferencia frente a la crisis planetaria del cambio climático.
Estos balances muestran muy bien la fragilidad programática de Trump. Pero creo que la clave de su éxito no se encuentra en la solidez de los argumentos racionales que servirían de base a su programa de gobierno, sino en los sentimientos que su discurso moviliza, en el tipo de emociones que pretende promover: el miedo a perder la hegemonía, el odio a los inmigrantes, los valores de un ‘nacionalismo hirsuto’, la prepotencia desmesurada, la oposición entre buenos y malos, la supremacía del ‘hombre blanco’, la promesa de un ‘mundo feliz’, el rechazo a los ‘diferentes’, el ‘culto a la personalidad’. Desde este punto de vista, su retórica es impecable. No en vano cada 45 segundos los asistentes al acto se paraban y aplaudían. Esta es la política de nuestro tiempo. El totalitarismo, cualquiera que sea su orientación, nace de la entraña de la propia democracia. Ya veremos cuáles serán aquí sus émulos, en el debate electoral que apenas comienza.