Disculparán que me aleje de los temas coyunturales: de la alarmante pérdida del control territorial de Estado; de la obviedad de que el Eln no muestre voluntad de paz.
O de que la mal llamada ‘Paz Total’ sea un engendro usado por toda suerte de grupos criminales y disidencias para ganar tiempo, dominio espacial, fuerza, poder, vitalidad, mientras se debilita deliberadamente a las instituciones democráticas.
Mucho menos hablar, para qué, del peligro que se cierne sobre la joya de la corona: el Consejo Nacional Electoral. O las noticias nefastas que llegan desde el Tapón del Darién, en torno al cual ya se han creado incluso ‘planes turísticos’ espúreos, con aval de bandas criminales y políticos corruptos, para quedarse con la tajada jugosa de la trata de personas y la explotación de la necesidad humana, en su faceta más cruel.
Ministros muy dignos para defender lo indefendible y ninguna empatía por los niños indígenas que prefieren suicidarse ante la perspectiva del reclutamiento forzado.
Para qué llenar este lunes de más razones para el Dolor Agudo de Patria (que no tiene ni paliativos ante la crisis de salud autoinducida) y, por tanto, me disponga a hablar de Feliza Bursztyn.
Leí con atención la novela de Juan Gabriel Vásquez sobre la escultora colombiana de raíces judías; capas y capas de razones para la tristeza, que se acumularon sobre su nombre feliz y la condujeron a una muerte inquietante.
La pérdida de unas hijas, la pérdida de una comunidad que halló escandalosa su búsqueda, la pérdida de la vida simbólica cuando su padre la declaró ‘muerta’ en vida, con todo y ataúd, por su desobediencia de las normas; la pérdida de un matrimonio y la consecuente pérdida del honor y la honra social por amar solo a quien amara su arte.
La pérdida de países, ciudades, amores, amigos, dinero, apoyo; la pérdida de la salud por cuenta de los materiales y métodos usados para su arte, y la pérdida de la paz y la seguridad cuando fue perseguida política aunque ella no se ubicaba ni a la derecha ni a la izquierda de ningún partido, de ningún gobierno, de ningún espectro que no fuera su libertad creativa.
Su paso por Cali, por el Hotel Aristi, por el VII Festival de Arte de Fanny Mikey; por el Museo La Tertulia donde expuso su ‘Naturaleza Muerta Número 2′, así como un trágico accidente en Wolkswagen que terminó en el Hospital Universitario del Valle. En fin, Cali presente en el espectro de sus glorias y sus tragedias.
Esta novela, que se titula Los Nombres de Feliza permite, sobre todo, recordar a la comunidad de artistas colombianos de los años 60 y 70. Imposible no trazar ecos de cara al presente, pues vivimos en el ‘Spoiler’ de los idealismos de una generación que soñaba un país más abierto de mente, sin sospechar que terminaría, en buena medida, más cerrado y demente.