Es factible que el 22 de marzo del 2023 pase a la historia como un día de inflexión hacia la construcción de un nuevo orden mundial y una confrontación más evidente entre los países que creen en un sistema político democrático y los que creen en uno autocrático, acentuando los pronósticos hacia una nueva guerra fría, con riesgos de escalar hacia una convencional y cuyos detonantes sean el control territorial y la seguridad energética.

Ese día, Xi Jinping, secretario General del Partido Comunista y presidente de China, y, Vladimir Putin, presidente de Rusia, se reunieron en Moscú para una visita de tres días. Un hecho que no debe pasar inadvertido, en especial en Colombia, pues lo que se está fraguando en Asia, tendrá repercusión. De ahí la necesidad de invitar a los expertos, a los políticos y a todos los ciudadanos, a examinar lo sucedido y a estar atentos.

Desde la invasión rusa a Ucrania, hace un año, China ha mantenido una posición ambigua sobre la guerra. A comienzos de marzo hizo pública una iniciativa de paz basada en el respeto de la soberanía nacional y con tal pretexto aterrizó tres semanas después en Moscú, en momentos en que la Corte Penal Internacional dicta orden de arresto a Putin; una visita que trasciende la solidaridad y que evidencia un giro en la posición existente.

Ese “respeto a la soberanía nacional” no es nada distinto que un respaldo a Rusia en su propósito de integrar el Este de Ucrania a su territorio y a enviar un mensaje a Estados Unidos de respeto a la ‘soberanía’ China sobre Taiwán. Pero va más allá: Xi y Putin no están cómodos con el fortalecimiento de la Otan en Europa y en Asia-Pacífico. Es decir, con una mayor presencia e incidencia de los Estados Unidos en la región y a nivel global.

De ahí la decisión de fortalecer la cooperación militar. No se descarta,
por ejemplo, que de manera directa o a través de un tercer país -como Corea del Norte- China le envíe armas a Rusia, como Estados Unidos lo hace con Ucrania, y termine metida en la guerra. Lo más probable, según The Economist, es que lo haga con discreción para no perder la fachada de pacificador que usa hábilmente y evitar mayor tensión con Occidente.
Detrás de la cooperación militar hay, sin embargo, un interés estratégico común. Rusia necesita nuevos compradores de gas y dinero ante el declive de su mercado en Europa y China, energía garantizada si se decide a invadir Taiwán, dado que recibiría sanciones. Recuérdese que China es el principal importador de gas a nivel mundial y que su matriz energética depende del petróleo y del gas importado (72% y 45% respectivamente).

Pero a China y Rusia los une, además, tres factores: no creen en la democracia, en los derechos humanos, ni en constreñir a las potencias en sus pretensiones dominantes. Creen en un nuevo orden mundial que Xi llama la Iniciativa de Civilización Global, en la que los países deben abstenerse de imponer sus valores o modelos a los demás; léase, la democracia liberal, los derechos humanos, y la economía privada de libre mercado.

China y Rusia son autocracias, donde el control y poder absoluto recae en una persona y en su élite gobernante, y a sus naciones las une un pasado ideológico (el comunismo) aunque cada uno a su manera girase hacia el capitalismo, con mayor o menor iniciativa privada. Y comparten el odio visceral a Estados Unidos. Factores todos que encuentran eco en América Latina y que China y Rusia aspiran a profundizar. De ahí la importancia de tener las antenas puestas. En especial en Colombia, vulnerable a dichos postulados.