Colombia sería un país diferente de contar con más empresarios como Carlos Ardila. No por la riqueza que forjó sino por su calidad humana. En un país donde hacer empresa grande o pequeña es una odisea, donde el dinero fácil desplaza al trabajo honrado y generar riqueza es mal visto, crear uno de los grupos económicos más grandes del país, hacerlo a pulso y sin tacha, y contar con un cariño sincero de la gente, no es frecuente.

Su legado empresarial es conocido. Con visión y perseverancia transformó la industria de las bebidas y la integró al sector agroindustrial. También estableció una de las más importantes empresas de comunicaciones del país e incursionó en otros sectores claves como la construcción, automotriz, transporte, cerveza, etanol y textil. Una organización compuesta por 80 empresas que genera 40.000 empleos directos y 500 mil indirectos.

Pero no solo fue un generador de riqueza, fundamental en toda sociedad. Fue quizá el más importante mecenas de la salud en Colombia:
ayudó a financiar la Fundación Valle del Lili en Cali, donó los equipos de oncología de la Fundación Santa Fe de Bogotá y construyó la Fundación Oftalmológica de Santander, entre otras iniciativas que apoyó con total generosidad. Fue además un decidido patrocinador del deporte colombiano.

Pero el Carlos Ardila que conocí no era solo un empresario ejemplar y filántropo, sino un ser humano excepcional. En 1982, cuando regresé a Colombia a los 15 años, luego de culminar en Nueva York un tratamiento de quimioterapia contra un cáncer de hueso, que incluyó un reemplazo de cadera y fémur, al enterarse de mi condición, me ofreció ir a nadar y a hacer fisioterapia a la piscina de su casa. Nunca olvidaré lo que hizo por mí.

Él era un nadador consagrado. Pocos años después tuve noticia que cuando ingresaba a la piscina de su finca en Barbosa, Antioquia, resbaló en las escaleras. El accidente lo postró a una silla de ruedas. Me dolió en el alma, no me fue fácil entender que algo así le sucediera a una persona buena. Pero no se amilanó; con tenacidad y disciplina volvió a erguirse y caminar, así fuese con ayuda. La derrota no iba con él, no era de su esencia.

Recuerdo en especial su mirada y su trato a las personas. Una mirada expresiva, cálida, en ocasiones callada, acompañada de una sonrisa afable y sencilla. Todo lo observaba, nada se le escapaba. Estaba pendiente de todo y en especial del bienestar de quienes trabajaban con él, fuese escolta o directivo. Seguramente en los asuntos laborales era exigente, pero era una persona genuinamente interesada y preocupada por los demás.

Por eso, no me sorprende el cariño que le profesan quienes trabajaron con él o en su organización y la tristeza al saber su partida. Qué decir de sus amigos y familiares. Más allá de sus virtudes de empresario fue un gran ser humano. Eso marca la diferencia. Pero tenía otra faceta: quería profundamente a su país, amaba esta tierra. Siempre vivió en Colombia pudiendo hacerlo en cualquier parte, seguramente más libre y tranquilo.

Carlos Ardila cumplió. Su paso por este mundo no fue en vano. Deja un legado que va más allá de un grupo empresarial. Un legado de ejemplo, de cómo se hace empresa; sin atropellar, tratando bien a la gente y en particular a sus empleados, y compartiendo. Nunca se dejó obnubilar por la riqueza y el poder que otorga, fue siempre el mismo. Colombia despide con tristeza, admiración y gratitud a uno de los mejores. Sus hijos, nietos y familiares, sus amigos y empleados, deben sentirse orgullosos. Pocos como él.
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