Colombia ha dado egregios paladines y facundos oradores políticos. En sus registros históricos destacan, entre otros, Antonio José Restrepo, Guillermo Valencia, Alfonso López Pumarejo, Carlos Lozano y Lozano, Gabriel Turbay, Jorge Eliécer Gaitán, Silvio Villegas, Carlos Arango Vélez y Luis Carlos Galán.

En los estrados judiciales brillaron, además de Gaitán, José Antonio Montalvo, Fernando Londoño y Londoño, Isaías Hernán Ibarra y Carlos Holmes Trujillo Miranda.

En el Congreso Nacional, Darío Echandía, Laureano Gómez, Carlos Lleras Restrepo y Gilberto Álzate Avendaño.

Pero ninguno de los nombrados atrás contó con la preciosa voz de Alberto Lleras Camargo, a mi juicio el más grande de nuestros estadistas, con su verbo fluido y la relación estrecha de su pensamiento con el discurso que salía de su garganta privilegiada.

A excepción de mi pariente ‘Ñito’ Restrepo y del bardo caucano, a todas esas figuras de la política tuve oportunidad de escucharlas, en las plazas públicas, en las audiencias penales, o en las barras del Senado.

Y un dato curioso. Todos improvisaban sus oraciones, menos Lleras Camargo, dos veces presidente de la República, que, sin tener siquiera el título de bachiller, llegó a ser el de mayor nombradía, tanto dentro de nuestras fronteras como en el exterior.

Cuando Lleras Camargo regresó a Bogotá luego de suscribir en España, en nombre del Partido Liberal, con el jefe conservador Laureano Gómez el acuerdo que puso fin al enfrentamiento de ambos partidos, se formó para recibirlo frente a la Gobernación de Cundinamarca una inmensa multitud que deseaba escuchar sus palabras. Yo estaba ahí, expectante.
Lleras se asomó al balcón, y dijo: “Yo no improviso. Mañana, cuando haya redactado el texto, lo leeré por una cadena radial. Muchas gracias.”

Nunca ese prócer expresó una palabra que no estuviese escrita con el excelente español que daba a la redacción de los textos que leería con su acento único e irrepetible. En su segundo período presidencial (1958-1962) el país se paralizaba al pie de los receptores de radio para escuchar al mandatario.

Hago esta remembranza para decir que es conveniente que los jefes de Estado acojan la frase de Lleras y digan: “Yo no improviso”, porque el texto escrito permite no sólo corregir errores de sintaxis sino precaver molestias por algo que no ha debido expresarse.

En nuestro lindo país somos dados al discurso camorrero, al dicterio, al agravio, que solo heridas causan, y que bien podrían eludirse con una oración bien escrita, y, sobre todo, bien pensada.

Es mucha la sangre que ha humedecido esta tierra colombiana por discursos pronunciados en el Capitolio, en los balcones y en los púlpitos. Buena parte de la violencia que sufrimos a mediados del siglo pasado fue originada por los sermones pronunciados por curas sectarios que incitaban al asesinato de compatriotas por diferencias ideológicas. Oír hoy las consignas criminales de monseñor Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, eriza la piel.

Queda el atril, mueble utilizado para colocar allí un discurso bien redactado, bien pensado, y bien leído, que es mejor que la perorata improvisada para excitar a eso que los oradores llaman “el pueblo”, que no siempre responde al llamado del que está en el balcón, a quien le puede salir un espontáneo a gritarle lo que el rey Juan Carlos en una cumbre de jefes de Estado le espetó al insoportable Hugo Chávez: “¿Por qué no te callas?”.