Muchas son las palabras que han cambiado, pero que conservan el mismo significado, como ocurre con el ‘pase de chofer’, que ahora se denomina licencia de conducción, y al que no he podido dejar de nombrarlo como siempre, desde que obtuve el primero en mi lejana juventud.
Como a los de la tercera edad, que es el eufemismo benévolo con el que hoy se define la vejez, nos obliga la ley a refrendar la licencia de conducción -o el ‘pase’- cada año, me toca afrontar cada doce meses ese duro trance.
Hace unos años yo ‘sacaba el pase’, perdón, la licencia en Candelaria, porque ese municipio tiene dependencia de Tránsito cerca del puente de Juanchito, muy bien servida. El último que allí obtuve tenía impresa una palabra preciosa pues al anotar su vigencia, expresaba: indefinido. No tuve necesidad de acudir al diccionario para saber que ese término garantizaba autorización para ‘manejar’ el resto de mi vida.
Un amigo, también valetudinario, a quien le conté que mi licencia era de larga duración, me dijo que no estaba ni tibio porque yo estaba violando disposiciones pues al cumplir 80 debía refrendarla anualmente.
Entré en pánico porque estaba conduciendo con licencia vencida desde hacía dos años. Me fui a Juanchito, pero había mucha gente en las mismas. Alguien me recomendó que fuera en Cali a CRC Valorar Conductores, que es un centro de reconocimiento de quienes pretenden obtener la licencia por primera vez, o refrendarla.
Allá fui a dar. Encontré un lugar con confortable sala de espera y personal amable. Pagué la tarifa y me senté a esperar que me atendieran los cuatro profesionales, en cuyas manos estaba mi pretensión de seguir al volante.
Confieso que me sentí igual que en mis tiempos de estudiante de derecho en el Externado. Algo así como enfrentar en un mismo día a Hernando Morales, José J. Gómez, Antonio Rocha o Carlos Medellín, cuyos exámenes finales nos ponían a sufrir lo indecible, porque eran los ‘duros’ de la Facultad.
La jornada empieza con el médico general, que inquiere por todas las enfermedades sufridas, los medicamentos tomados, y los ingresos a los quirófanos, de los que soy asiduo visitante.
Después viene la psicóloga con sus preguntas incisivas: ¿Cómo reacciona ante una situación crítica? ¿Cuál es su grado de tolerancia ante un agravio? ¿Por qué algunos vehículos portan placa blanca?
Y entonces, cuando uno ha vaciado la mente, la doctora hace que las manos cojan dos palancas que mueven unas bolas que no pueden salir de los límites que muestra la pantalla. Yo, que he sido pésimo para esos juegos, tuve que invocar a mis santos tutelares para que las torpes manos condujeran bien las esquivas bolas rojas.
Luego, al escritorio de la oftalmóloga. Gracias a que mi médico y paisano Rufino Blanco me tiene viendo perfectamente, aprobé la difícil prueba.
Enseguida, la fonoaudióloga, que invita a entrar a una urna, y empieza el lío de oír cuándo comienzan los pitos que suelta la profesional: tic, tic, tuc, tan, toc.
Pasadas las pruebas médicas, indican el sitio donde se debe reclamar la licencia. Escojo la sede en Aventura Mall del Organismo de Apoyo al Tránsito, increíblemente bien organizado. A la hora de la cita le toman la foto de presidiario y le entregan la licencia.
A quien haya traspasado la raya octogenaria y tenga que refrendar el ‘pase’, ahí le dejo esa recomendación.